Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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acudieran, les contó que había alguien en la casa; y todas las mujeres –una cocinera y dos criadas– se armaron con el atizador y palas y examinaron habitación por habitación desde el sótano hasta el altillo. No encontraron nada, ni en las chimeneas ni debajo de las camas, ni en ningún armario o aparador. Y cuando las sirvientas se iban de vuelta a la cama, las oí estar de acuerdo en lo fatigoso y cansador que era cuando a las damas se les daba por las fantasías. La señora Sparkes quiso irse de la casa al día siguiente; pero la idea del ridículo al que se expondría, si la cuestión salía a la luz, la indujo a armarse de coraje y permanecer donde estaba.

      A la mañana siguiente regresó la señora Wheeler. Ella y la señora Sparkes estuvieron conversando en el estudio durante un largo rato. No pude evitar preguntarme de qué estarían hablando, y tan ansiosa me sentí que no podía concentrarme en nada. Finalmente se abrió la puerta y salió la señora Sparkes. La oí decir, claramente:

      –Es lo más impactante que me hayan contado en mi vida. Era una persona joven esmerada y usted va a extrañarla mucho.

      Ante el ruido de apertura de la puerta, con una repentina determinación yo había bajado las escaleras corriendo y estaba a pocos pasos del estudio cuando salía la señora Sparkes.

      La señora Wheeler estaba sentada a la mesa, con un periódico abierto frente a sí. Se la veía seria e impactada. Después de hacer algunas indagaciones sobre mi salud, me dijo:

      –Lamentarás enterarte de que la señora Winter no regresará; era una profesora capaz, y creo que tú eras muy apegada a ella.

      Iba a continuar, pero yo la interrumpí con un grito feroz:

      –¡La señorita Winter murió! –dije, y me desmayé.

      Era el mediodía cuando me desperté y vi a la señora Sparkes inclinada sobre mí, que me encontraba acostada en mi cama, y tratando de que me restableciera. Le rogué que me contara todo, y eso hizo. Mi querida amiga, en efecto, no existía más. La historia de su muerte era, como todas las historias tristes que he oído contar en la vida real, muy, muy corta. Había salido una noche tarde de la casa donde estaban alojadas las hermanas; esa fue la última vez que la vieron viva. La habían encontrado muerta, tendida sobre las rocas bajo el acantilado. Eso era todo lo que había para contar. No había nadie cerca cuando la encontraron, y ninguna prueba que mostrara cómo llegó allí.

      No puedo recordar lo que pasó durante los días siguientes, pues estuve gravemente enferma y guardé cama; y muchas veces en las largas noches me quedaba despierta, pensando en mi pobre amiga y fantaseando con que se me aparecería de nuevo. Pero no vino más.

      El tiempo pasó y trajo el último día de las vacaciones. Yo estaba sentada sola en el estudio, en un momento en que la señora Wheeler y la señora Sparkes habían salido, cuando una sirvienta hizo pasar a un caballero desconocido, quien, cuando le conté que la señora Wheeler había salido, de inmediato preguntó por la señorita Irvine. Al oír que era yo la persona por la que preguntaba, solicitó conversar conmigo cinco minutos. Lo hice pasar al salón trasero y esperé, bastante sorprendida y nerviosa, oír lo que tenía para decirme. Era un hombre joven, de no más de veintiuno o veintidós años de edad, y tenía una actitud muy seria; y aunque yo tenía la certeza de que era un desconocido, con todo había algo en su cara que no dejaba de parecerme familiar. Empezó diciendo:

      –Usted quería mucho a una profesora que estuvo aquí, de apellido Winter. En nombre de ella, y en honor a ella, le agradezco el cariño y la bondad que le demostró.

      –¿Usted conocía a la señorita Winter, señor? –pregunté, con tanta calma como pude.

      –Soy el hermano –respondió.

      Hubo un silencio entre nosotros, pues las lágrimas me habían brotado de los ojos ante la mención del apellido de mi querida amiga perdida; y, creo, en el fondo él también estaba llorando. Finalmente dominó sus sentimientos y, con un esfuerzo, retomó su anterior actitud de calma.

      –Esta última semana he estado buscando algunos papeles que mi pobre hermana debe de haber dejado, y buscándolos siempre en vano –dijo–. Si usted pudiera darme alguna pista en cuanto a dónde puedan estar, nos haría un gran favor a mis demás hermanas y a mí.

      Seguía hablando con calma; pero en sus ojos había una expresión que me mostraba que estaba sufriendo una angustia terrible. Me apresuré a aliviarla, diciendo:

      –Tengo razones para pensar que encontrará los papeles que le hacen falta en un pequeño ropero de roble que pertenecía a la querida señorita Winter. Si es tan amable de acompañarme, le mostraré dónde está.

      ¡Cómo se le iluminó la cara mientras se levantaba para seguirme!, mientras sus labios se movían evidentemente con palabras silenciosas pero agradecidas.

      Subimos a la habitación que había sido de su hermana, donde le señalé el mueble al que ella me había remitido aquella noche espantosa. Después del uso de una fuerza considerable, la cerradura cedió a su mano decidida; y allí, disimulados bajo un falso botón, en uno de los cajones, estaban los papeles que buscaba, con todas las demás cosas que la señorita Winter más había apreciado: las cartas que se habían intercambiado el padre y la madre antes de casarse; el anillo de bodas de la madre; el retrato del hermano; los primeros cuadernos de las hermanas cuando estaban aprendiendo a escribir; los primeros recuerdos que en diferentes oportunidades le había dado yo. Cuando mi acompañante hubo sacado todas las cartas y los papeles de la repisa secreta, se volvió hacia mí y dijo:

      –¿Cuánto le parece que valen para mí estos papeles, señorita Irvine?

      –La verdad, no sé decir –respondí–; pero gracias a Dios usted vino aquí a buscarlos, pues estoy muy contenta de que los hayan encontrado.

      –Gracias a usted –dijo él–. Gracias de todo corazón.

      Bajamos las escaleras hasta la sala; y entonces me contó que un pariente de ellos, que era muy rico, pero sin embargo un gran tacaño, le había pedido prestada a su difunto padre una importante suma de dinero, que ahora se rehusaba a pagar, y era incluso lo suficientemente perverso para negar que la hubiera siquiera recibido alguna vez; que habían acudido a la justicia por ese asunto, y que si los papeles que acababa de encontrar no hubieran aparecido, él y las hermanas se habrían quedado sin un penique; pero tal como estaban las cosas, recuperarían la suma a la que tenían justo derecho, con los intereses por cinco años.

      Después de eso, me rogó que aceptara un relicario, que contenía un poco de pelo de mi querida señorita Winter y tenía grabados su nombre de pila y la fecha de su fallecimiento; y me pidió que recordara, si alguna vez me sentía sin amigos o en apuros (cosa que rogaba a Dios jamás sucediera), que él se sentía con respecto a mí como un hermano.

      Me sentí muy abrumada y escondí la cara sobre la mesa. Cuando alcé de nuevo la vista, se había ido.

      Una nueva sorpresa me esperaba. Al día siguiente me encontré con la señora Wheeler cuando ella subía las escaleras. Dijo que venía a pedirme que fuera a la sala; y su actitud era tan gentil que le obedecí sin temor. Mi querido padre estaba allí. Le impactó tanto mi mal aspecto que resolvió trasladarme a la costa sin pérdida de tiempo. Le pedí ir a Dover. Adivinarán por qué. Busqué la tumba de mi pobre amiga y la embellecí cuanto pude con hierba y flores. No había lápida entonces, pero ahora hay.

      El cuento que he contado tal vez parezca muy extraordinario; pero es, no obstante, verdadero en todos los detalles. La mayoría de las personas que han visitado Taunton durante alguna cantidad de tiempo lo oirán sin duda narrado por la señora

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