Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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que eran tan expertas en el juego como ella era inepta y lenta. Vacilé un poco y finalmente le grité:

      –¿Cómo estás, querida? –dije–. ¿Cómo es que estás aquí, tan lejos de tu casa?

      Se puso colorada y luego alzó la vista hacia mí con sus grandes ojos serios.

      –La tía Annabel me mandó al bosque a meditar y… y… era muy aburrido… y oí a estas chicas que estaban jugando y riéndose… y yo tenía mi moneda de seis peniques y… (no estuvo mal, ¿verdad, señora?) vine con ellas y le dije a una que se la daba si les pedía a las otras que me dejaran jugar con ellas.

      –Pero, querida, ellas son, algunas de ellas, chiquillas muy toscas y no compañeras adecuadas para una Morton.

      –¡Pero yo soy una Mannisty, señora! –alegó ella, con tanta súplica en sus maneras que, si yo no hubiera sabido lo maleducadas y malas que eran algunas de esas chicas, no habría podido resistir su anhelo de compañía de su misma edad. Tal como estaban las cosas, yo estaba furiosa con ellas por haber aceptado la moneda; pero, en cuanto me contó cuál había sido y vio que yo iba a reclamársela, se aferró a mí y dijo:

      –¡Oh, no, señora! No debe hacer eso. Yo se la di por mi propia decisión.

      De modo que me alejé; porque era verdad lo que la niña decía. Pero hasta el día de hoy jamás le conté a Ethelinda lo que se hizo de su moneda. Me llevé a la señorita Cordelia a casa así me cambiaba el vestido para estar en condiciones adecuadas de llevarla de vuelta a la Casa Solariega. Y por el camino, para compensar su decepción, empecé a hablar de mi querida señorita Phillis y su brillante, bonita juventud; desde su muerte no había dicho su nombre a nadie más que a Ethelinda, y eso sólo los domingos y en días tranquilos. Y no habría podido hablar de ella con una persona adulta; pero de algún modo con la señorita Cordelia salió muy natural. No de sus últimos tiempos, por supuesto, sino de su poni y sus perritos rey Carlos negros y todas las criaturas vivientes que se alegraban de su presencia en los tiempos en que yo la conocí. Y nada satisfaría a la niña excepto que yo entrara en el jardín de la Casa Solariega a mostrarle dónde había estado el jardín de la señorita Phillis. Estábamos absortas en nuestra conversación y ella se había agachado a limpiar de malas hierbas el terreno cuando oí el grito de una voz penetrante:

      –¡Cordelia! ¡Cordelia! ¡Ensuciándote el vestido por arrodillarte en la hierba húmeda! No es mi semana, pero voy a hablarle de ti a tu tía Annabella.

      Y la ventana se cerró de un tirón. Era la señorita Dorothy. Y me sentí casi tan culpable como la pobre señorita Cordelia, pues me había contado la señora Turner que nosotras le habíamos hecho una gran ofensa a la señorita Dorothy al no haber ido a visitarla en su habitación aquel día en que habíamos presentado nuestros respetos a sus hermanas; y yo tenía cierta idea de que ver a la señorita Cordelia conmigo era casi tanto una falta como el arrodillarse en la hierba húmeda. De modo que pensé que debía tomar el toro por las astas.

      –¿Me llevarías con tu tía Dorothy, querida? –dije.

      La chiquilla no tenía ninguna gana de ir a la habitación de su tía Dorothy, como sí había tenido evidentemente ante la puerta de la señorita Annabella. Por el contrario, me la señaló a una distancia segura y luego se alejó al paso medido que le habían enseñado a usar en esa casa, donde cosas tales como correr, subir las escaleras de a dos escalones o bajarlas saltando de a tres se consideraban indignas y vulgares. La habitación de la señorita Dorothy era la menos atractiva de todas. En cierto modo tenía algo de mirar al noreste, aunque daba directo al sur; y en cuanto a la propia señorita Dorothy, era más parecida a una “prima Betty” que a ninguna otra cosa; si es que ustedes saben lo que es una prima Betty, y tal vez sea una palabra demasiado pasada de moda para que la entienda cualquiera que haya aprendido lenguas extranjeras; pero cuando yo era chica, solía haber pobres mujeres chifladas que deambulaban por el país, una o dos por distrito. Nunca supe que hubieran hecho ningún daño; tal vez fueran idiotas de nacimiento, ¡pobres criaturas!, o sufrieran un fracaso sentimental, quién sabe. Pero vagaban por el país y eran bien conocidas en las granjas, donde a menudo conseguían comida y refugio por tanto tiempo como sus mentes agitadas les permitieran permanecer en un lugar determinado; y la esposa del granjero rebuscaba, quizás, una cinta, o una pluma, o una vieja pieza de seda elegante, para gratificar la inofensiva vanidad de esas pobres chifladas; y ellas se paseaban a veces tan acicaladas que, como las llamábamos siempre “prima Betty”, lo convertimos en una especie de proverbio para cualquiera que se vistiese con un estilo frívolo, llamativo, y decíamos que era una especie de prima Betty. De modo que ahora saben a qué quiero decir que se parecía la señorita Dorothy. Su vestido era blanco, como el de la señorita Annabella; pero, en lugar del sombrero de terciopelo negro que llevaba la hermana, ella tenía puesto, incluso dentro de la casa, un pequeño tocado de seda negra. Esto suena a menos parecido a una prima Betty que un sombrero; pero esperen hasta que les cuente cómo estaba guarnecido: con franjas de seda roja, anchas cerca de la cara, angostas cerca del ala; ¡por todo el ancho mundo!, semejantes a los rayos del sol naciente, como se los ve pintados en los carteles de las tabernas. Y su cara era como el sol; tan redonda como una manzana; y con colorete encima, sin ninguna duda; de hecho, ella me dijo una vez que una dama no estaba vestida si no se había puesto colorete. La señora Turner nos contó que estudiaba reflexiones en cantidad; no es que fuera en general una mujer pensante, diría yo; y que esa guarnición radial era el fruto de sus estudios. Tenía el cabello recogido, de manera tal que le cubría bastante la frente; y no voy a negar que deseé estar en mi casa, cuando me hallé de pie frente a ella en el vano de la puerta. Fingió no saber quién era yo y me hizo decirle todo acerca de mí; y luego resultó que sabía todo acerca de mí y me deseó que estuviera recuperada de mi fatiga del otro día.

      –¿Qué fatiga? –pregunté, imperturbable.

      ¡Ah!, ella había entendido que yo estaba muy cansada después de visitar a sus hermanas; de lo contrario, por supuesto, no me habría parecido demasiado ir a su habitación. Siguió haciendo insinuaciones sobre mí de tantas maneras, que bien podría haberle pedido gustosamente que me diera una cachetada en la cara y acabara con eso, que sólo quería hacer las paces entre ella y la señorita Cordelia por haberse arrodillado y ensuciado el vestido. Sí dije lo que pude por poner las cosas en claro; pero no sé si hice algo bueno. La señora Turner me contó lo desconfiada y celosa que era ella de todo el mundo, y en particular de la señorita Annabella, que había sido colocada por encima de ella en la juventud a causa de su belleza; pero desde que esta se había esfumado, la señorita Morton y la señorita Dorothy jamás habían cesado de picotearla; y la señorita Dorothy peor que todas. Si no hubiera sido por el amor de la pequeña señorita Cordelia, la señorita Annabella podría haber deseado morirse; de hecho más de una vez deseaba haber tenido viruela de bebé. La señorita Morton era majestuosa y fría con ella, como con quien no ha cumplido con su deber hacia su familia y es puesta en el rincón por su mal comportamiento. La señorita Dorothy hablaba con ella continuamente, y en particular insistía en el hecho de que era la hermana mayor. Ahora no era más que dos años mayor; y era todavía tan linda y tan delicada, que yo lo habría olvidado constantemente de no haber sido por la señorita Dorothy.

      ¡Qué reglas estipulaba para la señorita Cordelia! ¡Debía comer sus comidas de pie, esa era una! Otra era que debía tomar dos tazas de agua fría antes de comer un poco de budín; y eso hizo que la niña detestara el agua fría. Luego había siempre muchas palabras que no podía usar; cada tía tenía su propio grupo de palabras que eran inelegantes o impropias por una u otra razón. La señorita Dorothy nunca la dejaba decir “rojo”; tenía que ser siempre rosa, o carmesí, o escarlata. La señorita Cordelia en un tiempo solía venir a decirnos tantas veces que tenía “un dolor en el pecho”, que Ethelinda y yo empezamos a sentirnos inquietas y a interrogar a la señora Turner para saber si su madre había muerto de tisis; y muchos buenos tarros de jalea de grosella le di, y sólo logré empeorar su dolor en el

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