Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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años en que la habían tenido, habían secado como una naranja chupada. Pero durante un largo tiempo nadie parecía saber quién era el legítimo dueño de la Casa Solariega Morton y las tierras. La vieja casa cayó en descuido de reparaciones; las chimeneas estaban llenas de nidos de estorninos; las banderas de la terraza delantera estaban tapadas por la hierba crecida; los vidrios de las ventanas estaban rotos, nadie sabía cómo ni por qué, pues los niños de la aldea erigieron una historia de que la casa estaba embrujada. Ethelinda y yo íbamos a veces en las mañanas de verano y cortábamos algunas de las rosas que estaba estrangulando la enredadera esparcida por encima de todo; y solíamos tratar de desmalezar un poco el antiguo jardín de flores; pero ya no éramos jóvenes y el estar agachadas nos hacía doler la espalda. No obstante, siempre nos sentíamos más contentas si habíamos limpiado al menos un pequeño espacio así. Con todo, no íbamos allí de buena gana por la tarde y nos íbamos siempre del jardín mucho antes de la primera leve sombra del anochecer.

      Preferimos no preguntar a la gente común –mucha de la cual trabajaba de tejedora para los manufactureros de Drumble y ya no más de podadora o cavadora–, preferimos no preguntarles, digo, quién era ahora el escudero, ni dónde vivía. Pero un día un gran abogado londinense llegó al escudo de armas de los Morton y armó un lindo revuelo. Vino de parte de cierto general Morton, que era ahora escudero, aunque estaba en la India. Le habían escrito y habían demostrado que era el heredero, aunque era un primo muy lejano, había que remontarse mucho más atrás que sir John, me parece. Y ahora había enviado a decir que debían tomar dinero suyo que estaba en Inglaterra y poner la casa en minuciosa reparación; porque tres hermanas suyas solteras, que vivían en alguna ciudad del norte, vendrían a vivir en la Casa Solariega Morton hasta su regreso. De modo que el abogado envió buscar un constructor de Drumble y le dio instrucciones. Nos pareció que habría sido más bonito que hubiera contratado a John Cobb, el constructor y carpintero de Morton, el que había hecho el ataúd del escudero, y el del padre del escudero antes que ese. En cambio, vino una tropa de hombres de Drumble, a golpear y voltear en la Casa Solariega y hacer sus bromas de acá para allá en todas esas habitaciones majestuosas. Ethelinda y yo no nos acercamos jamás al lugar hasta que se fueron, con todas sus pertenencias. Y entonces, ¡qué cambio! Las antiguas ventanas de bisagras, con sus cristales densamente emplomados medio cubiertos por viñas y rosas, fueron quitadas y en su lugar había grandes, saltonas ventanas de guillotina. Adentro, rejillas nuevas en las chimeneas; todas modernas, novedosas y humeantes, en lugar de los morillos de latón que sostenían los enormes leños en tiempos del antiguo escudero. La pequeña alfombra turca cuadrada colocada debajo de la mesa del comedor, que le había servido a la señorita Phillis, no era suficientemente buena para estos nuevos Morton; hicieron alfombrar el comedor entero. Nos asomamos al antiguo salón comedor, aquel salón donde habían dispuesto la comida para los predicadores puritanos; el salón de la bandera, según lo habían llamado en años recientes. Pero tenía olor a humedad, a tierra, y se usaba como trastero. Cerramos la puerta más rápido de lo que la habíamos abierto. Nos fuimos decepcionadas. La Casa Solariega ya no era como nuestra venerada Casa Solariega Morton.

      –Después de todo, esas tres damas son Morton –me dijo Ethelinda–. No debemos olvidarlo: tenemos que ir a cumplir con nuestro deber para con ellas tan pronto como hayan aparecido en la iglesia.

      Consiguientemente fuimos. Pero habíamos oído y visto un poco de ellas antes de presentarles nuestros respetos en la Casa Solariega. Su doncella había estado en la aldea; su doncella, como la llamaban ahora; pero una doncella para todo servicio había sido hasta entonces, según reveló ella enseguida cuando la interrogamos. No obstante, nunca fuimos orgullosas; y ella era hija de un granjero honesto de Northumberland. ¡Qué obra hacía con el inglés de la reina! Dicen que la gente de Lancashire habla con acento cerrado, pero yo siempre pude entender nuestra amable lengua; mientras que, cuando la señora Turner me dijo su apellido, tanto Ethelinda como yo habríamos jurado que dijo Donagh y temimos que fuera irlandesa. Sus señoras habían pasado ya de lo que podría llamarse la flor de la juventud; la señorita Sophronia –la señorita Morton, más propiamente– tenía sesenta años recién cumplidos; la señorita Annabella, tres años menos; y la señorita Dorothy (o Baby, como le decían cuando estaban a solas) tenía dos años menos todavía. La señora Turner tenía mucha confianza con nosotras, en parte porque, no me cabe duda, había oído hablar de nuestra antigua relación con la familia, y en parte porque era una parlanchina redomada y se alegraba de que alguien la escuchase. Así que la primerísima semana nos contó que todas las señoras habían deseado el dormitorio del este –el que daba al noreste–, donde no dormía nadie en los tiempos del antiguo escudero; pero había dos escalones que llevaban hasta allí, y la señorita Sophronia decía que ella nunca permitiría que una hermana menor tuviera una habitación más elevada que la suya. Ella era la mayor y tenía derecho a los escalones. De modo que se encerró allí durante dos días, mientras desempacaba su ropa, y luego salió, con el aspecto de una gallina que ha puesto un huevo y desafía a todo el mundo a que le quiten ese honor.

      Pero sus hermanas eran muy deferentes con ella en general, hay que decirlo. Nunca tenían más de dos plumas negras en el tocado, mientras que ella tenía siempre tres. La señora Turner dijo que una vez, cuando creyeron que la señorita Annabella iba a recibir una propuesta de casamiento, la señorita Sophronia no se había opuesto a que por ese invierno llevara tres; pero cuando todo eso terminó en humo, la señorita Annabella tuvo que arrancarse la tercera como correspondía a una hermana menor. ¡Pobre señorita Annabella! Había sido una belleza (decía la señora Turner) y se esperaban de ella grandes cosas. Su hermano, el general, y su madre la habían malcriado, antes que salirle al cruce sin necesidad, y de esa manera habían echado a perder su buen aspecto, el cual la anciana señora Morton siempre había tenido la esperanza de que haría la fortuna de la familia. Sus hermanas estaban enojadas con ella porque no se había casado con algún caballero rico importante; aunque, según solía decirle a la señora Turner, ¿cómo podía remediarlo? Ella estaba bien dispuesta, pero ningún caballero rico había ido a requerirla. Estuvimos de acuerdo en que no era su culpa; pero las hermanas pensaban que sí; y ahora, que había perdido la belleza, le echaban siempre en cara lo que habrían hecho si hubieran tenido sus obsequios. Había unas señoritas Burrell de las que habían oído hablar, cada una de las cuales se había casado con un lord; y esas señoritas Burrell no habían sido grandes bellezas. De modo que la señorita Sophronia solía elaborar la cuestión por la regla de tres, y la ponía de esta manera: si la señorita Burrell, con un par de ojos tolerable, nariz chata y boca grande, se había casado con un barón, ¿con qué rango de par debería haberse desposado nuestra linda Annabella? Y lo peor era que la señorita Annabella –que jamás había tenido ninguna ambición– en su juventud había querido casarse con un pobre cura; pero la habían frenado la madre y las hermanas, recordándole el deber que tenía frente a su familia. La señorita Dorothy había hecho todo lo posible; la señorita Morton siempre la elogiaba por eso. Sin la mitad del buen aspecto de la señorita Annabella, había bailado con un honorable en Harrogate tres veces de corrido; y aún ahora perseveraba en el intento; que era más de lo que se podía decir de la señorita Annabella, de espíritu muy abatido.

      Yo creo de veras que la señora Turner nos contó todo eso antes que hubiéramos visto a las damas. Les habíamos hecho saber, a través de la señora Turner, de nuestro deseo de presentarles nuestros respetos; de modo que nos aventuramos a ir hasta la puerta del frente y golpear con modestia. Habíamos razonado antes al respecto y estábamos de acuerdo en que, si hubiéramos ido con nuestra ropa de todos los días a ofrecer un pequeño regalo de huevos, o a visitar a la señora Turner (como ella nos había pedido), la puerta trasera habría sido la entrada apropiada para nosotras. Pero al ir, por más humildemente que fuese, a presentar nuestros respetos y ofrecer nuestra reverencial bienvenida a las señoritas Morton, adquiríamos rango de visitantes suyas y debíamos ir por la puerta del frente. Nos hicieron pasar por las anchas escaleras, luego a lo largo de la galería y subir dos escalones hasta la habitación de la señorita Sophronia. Ella hizo a un lado a toda prisa unos papeles cuando entramos. Oímos decir después que estaba escribiendo un libro, que se llamaría La Chesterfield femenina; o Cartas de una dama de calidad a su sobrina. Y la sobrinita estaba sentada allí en una silla alta, con una tabla

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