Mujeres letales. Graeme Davis

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Mujeres letales - Graeme Davis страница 17

Автор:
Серия:
Издательство:
Mujeres letales - Graeme  Davis

Скачать книгу

dejarlo; y sin embargo, no tenía ninguna excusa para quedarme. Fui hasta la señorita Phillis y le arreglé con suavidad los mechones grises desgreñados en torno a la cara.

      –¡Ay! –dijo él–. Hay que acostarla. ¿Quién más adecuado para hacerlo que usted y su hermana, hijas del buen Robert Sidebotham?

      –Ah, mi señor –dije yo–, este no es un lugar adecuado para usted. Permítame ir a buscar a mi hermana para que se quede sentada conmigo toda la noche; y háganos el honor de dormir en nuestra pobre cabañita.

      No me esperaba que lo hiciera; pero después de unos momentos de silencio, estuvo de acuerdo con mi propuesta. Me fui rápido a casa y le conté a Ethelinda, y, llorando las dos, apilamos los leños del fuego y tendimos la mesa con comida y preparamos una cama en un rincón del piso. Cuando yo ya estaba lista para irme, vi a Ethelinda abrir el cofre grande donde guardábamos nuestros tesoros; y de allí sacó una fina blusa de holanda que había sido una de las blusas de novia de mi madre; y, viendo qué se proponía, subí a la planta alta y bajé una pieza de raro encaje antiguo, bastante zurcido sin duda, pero aun así del antiguo punto de Bruselas, que me había legado hacía largo tiempo mi madrina, la señora Dawson. Apiñamos esas cosas bajo nuestras capas, cerramos la puerta con llave y partimos a hacer cuanto estaba a nuestro alcance por la pobre señorita Phillis. Encontramos al escudero sentado exactamente igual que como lo habíamos dejado; no supe muy bien si me entendió cuando le expliqué cómo abrir nuestra puerta y le di la llave, aunque hablé con toda la claridad que pude por el ahogo en mi garganta. Finalmente se levantó y se fue; y Ethelinda y yo compusimos los pobres, delgados miembros de ella para un reposo decente y la envolvimos en la fina blusa de holanda; y luego yo trencé mi encaje en una especie de cofia para sujetar las facciones consumidas. Cuando terminamos todo, la miramos desde cierta distancia.

      –¡Que una Morton muriera de hambre! –dijo solemne Ethelinda–. No nos habríamos atrevido a pensar que semejante cosa estaba entre las probabilidades de la vida. ¿Te acuerdas de aquella nochecita, cuando nosotras éramos niñas pequeñas y ella una joven dama alegre que nos espiaba desde detrás de su abanico?

      No lloramos más; nos sentíamos muy inmovilizadas y pasmadas. Después de un rato dije:

      –Me pregunto si, después de todo, el joven escudero fue a nuestra casa. Tenía un aspecto extraño. Si me atreviera, iría a ver.

      Abrí la puerta; la noche estaba oscura como boca de lobo; el aire, muy inmóvil.

      –Voy yo –dije, y salí nomás, sin encontrar a ninguna criatura, pues eran bien pasadas las once.

      Llegué a nuestra casa; la ventana era larga y baja, y los postigos estaban viejos y encogidos. Podía espiar bien entre ellos y ver todo lo que pasaba. Allí lo divisé, sentado junto al fuego, sin derramar una lágrima, pero con la apariencia de estar viendo en las brasas su vida pasada. La comida que habíamos preparado estaba intacta. Una o dos veces, durante mi larga observación (estuve fuera más de una hora), él se volvía hacia la comida y hacía como si fuera a comerla, y luego retrocedía estremecido; pero al fin la agarró y la desgarró con los dientes y se rio y regocijó con ella como un animal famélico. No pude evitar llorar entonces. Se dio un atracón con grandes bocados; y cuando no pudo comer más, pareció como si su fuerza para el sufrimiento hubiera vuelto. Se echó sobre la cama, y jamás oí hablar de una pasión de sufrimiento como esa, menos aún he visto otra así. No pude soportar ser testigo de eso. La difunta señorita Phillis yacía calma e inmóvil. Sus pruebas se habían terminado. Resolví volver y velar con Ethelinda.

      Cuando el amanecer gris pálido entró sigiloso, haciéndonos temblar y tiritar después de nuestra vigilia, regresó el escudero. Las dos teníamos un miedo mortal por él, no sabíamos por qué. Se lo veía bastante tranquilo: las arrugas eran profundas desde antes, no había allí vestigios nuevos. Se quedó de pie mirando a la tía uno o dos minutos. Luego subió al desván que estaba arriba de la habitación donde nos encontrábamos nosotras; bajó con un paquetito envuelto en papel; nos pidió que siguiéramos velando un rato más. Primero una y después la otra fuimos a casa a buscar algo de comida. Había una glacial helada negra; no había afuera nadie que pudiera quedarse dentro; y quienes estaban fuera no tenían ningún interés en pararse a hablar. Hacia la tarde el aire se oscureció y empezó una gran tormenta de nieve. No nos atrevíamos a quedarnos de a una sola; con todo, en la cabaña donde había vivido la señorita Phillis no había ni fuego ni combustible. De modo que nos quedamos sentadas temblando y tiritando hasta la mañana. El escudero no vino en absoluto esa noche ni todo el día siguiente.

      –¿Qué debemos hacer? –preguntó Ethelinda, totalmente derrumbada–. Me voy a morir si me quedo acá otra noche. Tenemos que contarles a los vecinos y conseguir ayuda para velar.

      –Eso tenemos que hacer –dije yo, en voz muy baja y apenada.

      Salí y conté las noticias en la casa más cercana, cuidándome, pueden estar seguras, de no decir nada del hambre y el frío que la señorita Phillis debió de haber soportado en silencio. Ya fue lo suficientemente malo hacerlos entrar y oír sus comentarios sobre los pocos restos de mobiliario; porque de sus amargas estrecheces nadie había sabido ni siquiera lo que habíamos sabido Ethelinda y yo, y a nosotras nos había impactado la vaciedad del sitio. Sí oí decir que uno o dos de los de peor condición habían dicho que no era por nada que nos habíamos guardado a la muerta para nosotras durante dos noches; que, a juzgar por el encaje de su cofia, debía de haber algunas buenas sobras. Ethelinda habría desmentido eso, pero yo le pedí que lo dejara pasar; le ahorraría a la memoria de los orgullosos Morton la vergüenza que se piensa que significa la pobreza; y en cuanto a nosotras, pues podríamos superarlo. Pero, en general, la gente se ofreció con amabilidad; no faltó dinero para enterrarla bien, si no de manera distinguida, como correspondía a su cuna; y se invitó al funeral a más de uno que podría haber cuidado un poco más de ella en vida. Entre otros estaba el escudero Hargreaves de la Casa Solariega Bothwick del páramo. Era una especie de primo lejano de los Morton; de modo que cuando llegó le pidieron que fuera como doliente principal ante la extraña ausencia del escudero Morton, que me habría extrañado más si no me hubiera parecido casi chiflado cuando aquella noche observé a través de los postigos sus actitudes. El escudero Hargreaves se sobresaltó cuando le hicieron el halago de pedirle que llevara la cabecera del ataúd.

      –¿Dónde está el sobrino? –preguntó.

      –Nadie lo ha visto desde el jueves pasado a las ocho de la mañana.

      –Pero yo lo vi el jueves al mediodía –dijo el escudero Hargreaves, con un rotundo juramento–. Vino a los páramos a contarme de la muerte de su tía y a pedirme que le diera un poco de dinero para enterrarla, a cambio de que me entregara en prenda los botones de oro de su camisa. Me dijo que yo era un primo y podía apiadarme de un caballero que se hallaba en esa gran necesidad; que los botones eran el primer regalo que le había hecho la madre; y que yo debía mantenerlos guardados, porque algún día él iba a hacer fortuna y regresaría a rescatarlos. Él no sabía que la tía estaba tan enferma, de lo contrario se habría separado de esos botones antes, aunque los considerara más preciosos que cuanto podría explicarme. Le di dinero; pero no tuve corazón para aceptar los botones. Me pidió que no contara nada de esto; pero cuando un hombre desaparece, es mi obligación dar todas las pistas en mi poder.

      ¡Y así la pobreza de ellos se divulgó! Pero la gente lo olvidó todo en la búsqueda del escudero en la zona del páramo. Dos días buscaron en vano; el tercero, arriba de un centenar de hombres salieron, tomados de la mano, paso por paso, para no dejar ni un pie de terreno sin registrar. Lo encontraron, duro y tieso, con el dinero del escudero Hargreaves y los botones de oro de la madre guardados en el bolsillo del chaleco.

      Y lo tendimos al lado de su pobre tía Phillis.

      Después

Скачать книгу