Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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en el piso de arriba; y luego agarrar al sobrino e insistirle en que debía bailar con ella un minué hasta que llegara el carruaje, propuesta que lo hizo enojar mucho, porque era un insulto a su virilidad (a los nueve años) suponer que él sabía bailar. “Estaba perfectamente bien que las muchachas se pusieran en ridículo”, dijo, “pero no funcionaba así con los hombres”. Y Ethelinda y yo pensamos que nunca habíamos oído un discurso tan refinado. Pero el carruaje llegó antes de que hubiéramos satisfecho nuestros ojos con la mitad del banquete; y el escudero salió de la habitación de su esposa para ordenar un poco la cama del señorito y acompañar a su hermana hasta el carruaje.

      Recuerdo mucho de lo conversado esa noche sobre duques regios y casamientos desiguales. Creo que la señorita Phillis sí bailó con el príncipe Guillermo; y me han dicho más de una vez que se llevó la campana del baile y que nadie le llegó cerca ni en belleza ni en modales bonitos y divertidos. Un día o dos después la vi corretear a través de la aldea, con el mismo aspecto que antes que bailara con un duque regio. Todas pensábamos que se casaría con alguien importante, y solíamos estar atentas a qué lord iba a llevársela. Pero la pobre señora murió y no hubo nadie más que la señorita Phillis para consolar a su hermano, porque el joven escudero se había ido a alguna gran escuela del sur; y la señorita Phillis se volvió seria y refrenaba a su poni para mantenerse al lado del escudero, cuando él salía a cabalgar en su vieja yegua de siempre a su manera perezosa, descuidada.

      No nos enterábamos mucho de los sucesos de la Casa Solariega ahora que la señora Dawson había muerto; de modo que no sé decir cómo estaba; pero al poco tiempo hubo una conversación sobre facturas que antes se pagaban semanalmente y ahora se les permitía pasar al primer día de cada trimestre; y luego, en vez de que se cancelaran el primer día de cada trimestre, se las posponía para Navidad; y muchos decían que habían tenido bastante trabajo para conseguir su dinero entonces. Por la aldea corrió un rumor de que el joven escudero apostaba fuerte en el colegio, y de que escabullía más dinero del que el padre podía proporcionarle. Pero cuando venía a Morton, estaba tan buen mozo como siempre; y yo, por ejemplo, jamás creí nada malo de él; aunque admito que otros podrían haberle hecho trampa sin que él lo sospechara. Su tía le tenía tanto cariño como siempre, y él a ella. Muchas son las veces que los he visto caminando juntos, a veces bastante tristes, a veces divertidos como siempre. Al tiempo, mi padre oyó hablar de ventas de pequeñas porciones de tierra, no incluidas en el vínculo; y, finalmente, las cosas se pusieron tan mal, que los cultivos mismos se vendieron todavía verdes en el suelo, a cualquier precio que la gente pagara, con tal que se pagara dinero en efectivo. El escudero a la larga cedió por completo y no salía nunca de la casa; y el señorito en Londres; y la pobre señorita Phillis solía intentar andar detrás de los obreros y trabajadores ahorrando lo que pudiera. Para ese entonces ella debía de estar por encima de los treinta años; Ethelinda y yo teníamos diecinueve y veintiuno cuando murió mi madre, y eso fue unos años antes. Bueno, finalmente el escudero murió; dicen, en efecto, que porque le rompió el corazón el despilfarro del hijo; y, aunque los abogados lo mantuvieron en la intimidad, se empezó a rumorear que la fortuna de la señorita Phillis también se había esfumado. Como sea, los acreedores cayeron sobre la propiedad como lobos. Estaba vinculada y no se podía vender; pero pusieron el asunto en manos de un abogado, quien debía conseguir lo que se pudiera, sin ninguna compasión por el pobre joven escudero, que no tenía un techo para su cabeza. La señorita Phillis se fue a vivir sola en una cabañita de la aldea, en el límite de la propiedad, que el abogado le permitió tener porque no podía alquilársela a nadie, de tan vieja y venida abajo que estaba. Nunca supimos de qué vivía la pobre dama; pero ella decía que estaba bien de salud, que era todo lo que nos atrevíamos a preguntar. Vino a ver a mi padre justo antes de su muerte, y él pareció cobrar audacia por la sensación de que estaba muriéndose; de modo que preguntó, cosa que yo anhelaba saber hacía muchos años, dónde estaba el joven escudero. Nunca lo habían visto en Morton desde el funeral de su padre. La señorita Phillis dijo que se había ido al extranjero; pero en qué lugar estaba entonces ni ella misma lo sabía muy bien; sólo tenía la sensación de que, tarde o temprano, volvería al antiguo sitio, donde ella procuraría mantener un hogar para él cuando se cansara de vagabundear y de intentar hacer fortuna.

      –¿Intenta hacer fortuna todavía? –preguntó mi padre, mientras sus ojos inquisitivos decían más que sus palabras. La señorita Phillis meneó la cabeza, con una expresión triste en la cara; y entendimos todo. Estaba en alguna mesa de juego francesa, si no estaba en una inglesa.

      La señorita Phillis estaba en lo cierto. Habrá sido un año después de la muerte de mi padre cuando él volvió, con aspecto de viejo, gris, agotado. Llegó a nuestra puerta justo después que la habíamos trancado una nochecita de invierno. Ethelinda y yo todavía vivíamos en la granja, tratando de mantenerla y de hacer que pagara; pero era un trabajo duro. Oímos venir pasos por el recto paseo de guijarros; y luego se detuvieron justo delante de nuestra puerta, bajo el propio portal, y oímos la respiración de un hombre, rápida y entrecortada.

      –¿Abro la puerta? –dije yo.

      –¡No, espera! –dijo Ethelinda; porque vivíamos solas y no había ninguna cabaña cerca. Contuvimos la respiración. Hubo un golpe a la puerta.

      –¿Quién es? –exclamé.

      –¿Dónde vive la señorita Morton…, la señorita Phillis?

      No estábamos seguras de si debíamos contestarle, porque ella, al igual que nosotras, vivía sola.

      –¿Quién es? –pregunté de nuevo.

      –El señor de ustedes –contestó él, orgulloso y furioso–. Me llamo John Morton. ¿Dónde vive la señorita Phillis?

      Desatrancamos la puerta en un santiamén y le rogamos que entrara; que perdonara nuestra grosería. Le habríamos dado de lo mejor que teníamos, como correspondía; pero él solo escuchó las indicaciones que le dimos para llegar donde su tía y no prestó ninguna atención a nuestras disculpas.

       Capítulo II

      Hasta ese momento nos había parecido más bien impertinente hablar entre nosotras de nuestra silenciosa inquietud individual con respecto a de qué vivía la señorita Phillis; pero sé que en el fondo ambas pensábamos sobre el tema, con una especie de lástima respetuosa por su patrimonio venido a menos. La señorita Phillis –aquella a quien recordábamos como un ángel por su belleza y como una princesita por la influencia imperiosa que ejercía, la cual era una coacción tan dulce que todas nos habíamos sentido orgullosas de ser sus esclavas–, la señorita Phillis era ahora una mujer agotada, sencilla, vestida de entre casa, tendiente a la vejez; y con aspecto… (en esa época yo no me atrevía a expresar un pensamiento tan insolente, ni siquiera para mí misma)… pero sí que tenía un aspecto como de si no tuviera la comida apropiadamente nutritiva que precisaba. Un día, recuerdo que la señora Jones, la esposa del carnicero (era una persona de Drumble), dijo, a su manera descarada, que no le sorprendía ver a la señorita Morton tan pálida y exangüe, porque sólo se daba el gusto de comer carne los domingos y vivía todo el resto de la semana a bazofia y pan con manteca. Ethelinda puso su cara severa –una expresión que me da miedo hasta hoy día– y dijo: “Señora Jones, ¿usted supone que la señorita Morton puede comer su carne muerta de hambre? Usted no sabe lo refinada y exquisita que es, como cabe a alguien nacida y criada como ella. ¿Qué fue lo que tuvimos que traerle el sábado pasado del distinguido carnicero nuevo de Drumble, Biddy?”. (Llevábamos nuestros huevos al mercado de Drumble todos los sábados, porque los hilanderos de algodón nos pagaban un precio más alto que la gente de Morton: ¡más tontos ellos!)

      Me pareció más bien cobarde de parte de Ethelinda que me pasara la narración a mí; pero ella siempre le dio mucha importancia a salvar su alma; más que yo, me temo, porque contesté, más audaz que un león: “Dos panes dulces, a

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