Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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pero monsieur lo tapó con un cuarto de monedas de oro extraídas de una bolsa de cuero, para que reparara su iglesia, y rápido; y aferrándole la mano cuando se iba, lo miró fijo a la cara. Mientras lo hacía, grandes gotas le brillaban como abalorios en la frente; sus facciones adustas, toscas, parecían extrañamente conmovidas mientras observaba al calmo, pálido ministro de la paz y el amor. “Usted”, dijo, “le pide a Dios que bendiga al más pobre de los campesinos que pasa a su lado en la montaña; ¿no tiene una bendición para darle al señor de Rohean?”.

      ”“Hijo mío”, contestó el buen hombre, “yo te doy la bendición que puedo dar: que Dios te bendiga y que tu corazón se abra a dar y recibir”.

      ”“Yo sé que puedo dar”, respondió el orgulloso hombre; “pero ¿qué puedo recibir?”.

      ”“Amor”, contestó el otro. “Toda tu riqueza no te ha traído felicidad, porque no amas ni te aman”.

      ”El demonio regresó a la frente de él, pero no permaneció allí.

      ”“Usted va a darme lecciones sobre esto”, dijo; y así el buen hombre se marchó.

      ”Amelie siguió siendo una estricta prisionera, pero a monsieur le sobrevino un cambio. Al principio se encerró en su aposento y no toleraba que entrara nadie en su presencia; recibía la comida con su propia mano del único asistente que se aventuraba a acercarse a su puerta. Se lo oía caminar de un lado a otro de la habitación, día y noche. Cuando nos íbamos a dormir, oíamos sus pesados pasos; al amanecer, allí estaban otra vez; y el personal doméstico que se despertaba a intervalos durante la noche decía que eran incesantes.

      ”Monsieur sabía leer. Ah, pueden sonreírse; pero en aquellos tiempos, y en aquellas montañas, hombres como “el señor” no se preocupaban ni preocupaban a otros con el saber; pero el señor de Rohean leía latín al igual que griego, y ordenó que le trajeran El Libro que jamás había abierto desde su infancia. Lo sacaron de un estuche de terciopelo y se lo llevaron de inmediato; y vimos su sombra desde afuera, como la sombra de un gigante, inclinada sobre El Libro; y leyó de ahí durante unos días; y teníamos grandes esperanzas de que suavizara y cambiara su naturaleza; y aunque no sé decir mucho en cuanto a la suavización, sin duda se operó un gran cambio; dejó de andar con paso airado y malhumor por los pasillos y de dar portazos y de maldecir a los sirvientes; parecía más bien poseído por un demonio alegre, bramando una vieja canción:

      Aux bastions de Genève, nos cannons

      Sont branquex;

      S’il y a quelque attaque nous les feront ronfler,

      Viva! les canonniers!

      y luego se detenía y chocaba las manos como un par de címbalos y se reía. Y una vez, cuando pasaba yo, se abalanzó sobre mí y me hizo girar en un vals, rugiéndome, cuando me soltó, que practicara eso y rompiera mi bastidor de bordar. Formó una banda de trompas y trompetas, e insistió en que los cabreros y los pastores hicieran toques de diana en las montañas y los chicos de la aldea batieran tambores: su única idea de gozo y felicidad era el ruido. Puso a trabajar a todo el cantón en la reparación del puente, pagando doble salario a los trabajadores; y él, que nunca antes había entrado en una iglesia, iba a ver casi todos los días cómo avanzaban los obreros. Hablaba y se reía mucho de sí mismo; y en el júbilo de su corazón, ponía a pelear a los mastines y hacía excursiones fuera de la casa, sin que nosotros supiéramos adónde iba. Finalmente, Amelie fue convocada ante su presencia, y él la sacudió y le gritó, luego la besó; y con la esperanza de que ella fuera una buena chica, le contó que le había provisto un marido. Amelie lloró y rogó; y el señor brincó y cantó. Ella se desmayó, finalmente; y, sacando provecho de esa inconsciencia, él la trasladó a la capilla; y allí junto al altar se hallaba el novio, que no era otro que Charles Le Maitre.

      ”Vivieron juntos muchos años felices; y cuando monsieur fue en todos los respectos un hombre mejor, aunque todavía extraño, “La Femme Noir” se le apareció de nuevo, una vez. Lo hizo con aires apacibles, una noche de verano, con el brazo extendido hacia el cielo.

      ”Al día siguiente, la sorda campana le contó al valle que el tormentoso, orgulloso anciano señor de Rohean había cesado de vivir.

      1 Francés: “pastor” (N. del T.).

      LA CASA SOLARIEGA MORTON

       Elizabeth Gaskell 1853

      Al igual que Mary Shelley, Elizabeth Cleghorn Stevenson nunca conoció a su madre, que murió cuando ella tenía poco más de un año de edad. A diferencia de Mary, sin embargo, su crianza fue muy convencional. Al igual que a una heroína de Austen, la mandaron a casa de una tía y creció sin riqueza propia y sin ninguna garantía de un hogar permanente. Recibió la típica educación de una joven dama de la época, centrada en las artes, los clásicos y la etiqueta. En su tiempo libre, vagaba por los bosques y los claros de los alrededores de la casa de su tía, juntando flores silvestres y observando a los pájaros. A los veintiún años de edad, se casó con un clérigo unitarista llamado William Gaskell: su primer hijo nació muerto y el segundo murió en la infancia, pero otras tres hijas sobrevivieron.

      “La casa solariega Morton” es uno de sus cuentos menos frecuentemente incluidos en antologías. Menos abiertamente gótico que la obra de Mary Shelley, incorpora sin embargo una cantidad de tropos que eran populares en la narrativa gótica y sensacionalista de la época: la casa solariega en ruinas, el casamiento inadecuado y la maldición o profecía finalmente cumplida. Muchos de esos elementos se encuentran también, menos célebremente, en El sabueso de los Baskerville, que Conan Doyle empezó como un cuento de terror liso y llano antes de decidirse a incluir a Sherlock Holmes, puesto de nuevo en pie a pedido del público después de su aparente muerte tiempo antes en “El problema final”.

      “La Casa Solariega Morton” se publicó por primera vez en Household Words, semanario dirigido por Charles Dickens entre 1850 y 1859.

       Capítulo I

      Nuestra vieja Casa Solariega está por ser demolida, y van a construir calles en ese terreno. Le dije a mi hermana: “¡Ethelinda!, si de veras demuelen la Casa Solariega Morton, va a ser una obra peor que la Derogación de las Leyes de los Cereales”. Y, después de reflexionar un poco, ella contestó que si tuviera que decir lo que le pasaba por la cabeza, admitiría que pensaba que los papistas tenían algo que

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