Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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de la mañana a la noche, más especialmente cuentos de espíritus; pero la anciana dama no le contaba una segunda vez un relato de esas características a un descreído: esas cosas, decía, “no están para hacer reír”. Uno en particular, recuerdo, siempre despertaba gran interés en sus oyentes jóvenes, por la mezcla de lo real y lo romántico; pero es imposible contarlo como lo contaba ella, había tanto de pintoresco en la anciana dama, tanto que admirar en el curioso tallado de su bastón de marfil, en la belleza de su encaje de aguja, el tamaño y el peso de sus aros largos y horribles, el modelo de su macizo vestido de seda, la singularidad de sus zapatos con hebillas, su cara arrugada muy oscura –cada arruga una expresión–, su amplia frente pensativa –bajo la cual refulgían unos ojos azules brillantes, brillantes incluso cuando sus pestañas ya estaban blanqueadas por los años–. Todas esas peculiaridades daban un efecto impresionante a sus palabras.

      –En mis épocas jóvenes –nos contaba– pasé muchas horas felices con Amelie de Rohean, en el castillo de su tío. Era un hombre magnífico: gran tamaño, adusto y oscuro, y lleno de ruidos; un hombre fuerte, sin miedo a nada; tenía un gran corazón y una cabeza enorme.

      ”El castillo estaba ubicado en medio del más estupendo paisaje alpino, y sin embargo no estaba solo. Había otras viviendas a la vista; algunas muy próximas, pero separadas por un barranco, a través del cual, en todas las estaciones, mantenía su espumoso curso un río veloz. Ustedes no saben qué torrentes hay en ese país; los torrentes de ustedes son como bebés, los nuestros son gigantes. Ese del que estoy hablándoles dividía el valle; aquí y allá una roca, en torno a la cual se divertía o bramaba según la estación. En dos de las prominencias esas rocas eran muy valiosas; funcionaban como pilares de sostén de los puentes, únicos medios de comunicación con nuestros vecinos del otro lado.

      ”“Monsieur”, como llamábamos siempre al conde, era, como ya les conté, un hombre oscuro, adusto, violento. Todos los hombres son testarudos, mis queridas jovencitas –decía–, pero monsieur era el más testarudo; todos los hombres son egoístas, pero él era el más egoísta; todos los hombres son tiranos…

      Aquí a la anciana dama la interrumpían invariablemente sus parientas con: “¡Vamos, abuelita!” y “¡Bah, abuelita querida!”, y ella se ofendía un poco y se abanicaba; luego continuaba:

      –Sí, queridas mías, cada criatura según su naturaleza: todos los hombres son tiranos; y confieso que creo de verdad que un suizo, cuya herencia montañesa es casi coetánea de la creación de las montañas, tiene derecho a ser tiránico; no me proponía echarle a él la culpa de eso; no me lo proponía, porque estaba acostumbrada. Amelie y yo siempre nos levantábamos cuando él entraba en la habitación, y jamás nos sentábamos hasta que él quisiera. Jamás nos concedió una palabra cariñosa o una mirada amable a ninguna de nosotras dos. Jamás hablábamos excepto cuando se nos hablaba.

      –Pero ¿y cuando estabas a solas con Amelie, abuelita querida?

      –Ah, bueno, entonces charlábamos, supongo; aunque entonces era con moderación, pues la influencia de monsieur nos enfriaba incluso cuando no estaba él presente; y muchas veces ella decía: “¡Es tan difícil tratar de quererlo, porque él no me deja!”. Ahora no hay en el mundo una belleza como la de Amelie. La veo ahora mismo como solía estar delante del espejo suntuosamente tallado del solemne vestidor con paneles de roble; su cabello exuberante peinado desde la frente amplia y redondeada; la cofia discreta y recatada, que le cubría la nuca; su vestido de brocado (que había heredado de la abuela), sombreado en torno al pecho por un modesto volado; la gorguera de terciopelo negro y los brazaletes, que realzaban a la perfección la transparencia perlada de su piel. Era la más encantadora de todas las criaturas, y tan buena como encantadora; parece ayer nomás que estábamos juntas, ¡ayer nomás! Y sin embargo, yo viví para verla anciana; eso le decían, pero a mí ¡jamás me pareció anciana! ¡Mi queridísima Amelie!

      Noventa años no habían secado las fuentes de las lágrimas de la pobre abuelita, ni enfriado su corazón; y nunca hablaba sin emoción de Amelie.

      –Monsieur estaba muy orgulloso de su sobrina, porque ella era parte de él: acrecentaba su importancia, contribuía a sus disfrutes; se había vuelto necesaria; era el único rayo de sol de esa casa.

      –¡Seguro que no el único rayo de sol, abuelita! –exclamaba alguna de nosotras–; tú eras un rayo de sol en ese entonces.

      –¡Yo no era nada donde Amelie estuviera, nada más que su sombra! Las mejores y más espléndidas del país se habían alegrado de ser para ella lo que era yo: su amiga predilecta; y algunas habrían arriesgado la vida por una de las dulces sonrisas que jugueteaban en torno al tío, pero jamás le llegaban al corazón. Monsieur jamás soportaba que la gente estuviera feliz excepto a la manera de él. Jamás se había casado; y declaró que Amelie jamás se casaría. Ella tenía, según él, tanto disfrute como él mismo: tenía un castillo con puente levadizo; tenía un bosque para ir de caza; perros y caballos; sirvientes y siervos; joyas, oro y vestidos preciosos; una guitarra y un clavecín; un loro, ¡y una amiga! ¡Y semejante tío!, ¡él creía que no había ningún otro tío así en toda la amplitud de Europa! Durante muchos días Amelie se rio de ese catálogo de ventajas; es decir, se rio cuando él salió de la habitación; jamás se reía en su presencia. Con el tiempo, la risa dejó de llegar; en su lugar, suspiros y lágrimas. Monsieur tenía mucho por lo que responder. A Amelie no se le impedía ver a la pequeña aristocracia cuando iban de visita formal, y se encontraba con muchos cuando iba de halconería y cacería; pero jamás se le permitía invitar a nadie al castillo, ni aceptar invitaciones. Monsieur se figuraba que, cerrándole la boca, le encerraba el corazón; y se jactaba de que esa era la ventaja de su buen entrenamiento, que la mente de Amelie se había fortificado contra toda debilidad, porque ella no tenía el más mínimo temor de vagar por alrededor de la capilla del castillo, que estaba en ruinas, donde él mismo no se atrevía a ir después del anochecer. Ese lugar estaba dedicado al fantasma familiar, el espíritu, que durante muchos años lo había tenido a su entera disposición. Estaba muy apegado a su reducto, de donde salía raras veces, excepto con el propósito de intervenir cuando algo decididamente malo estaba en marcha en el castillo. “La Femme Noir” había estado planeando a lo largo del desprotegido parapeto del puente y parándose en un pináculo, antes de la muerte del difunto amo; y se contaban muchos cuentos acerca de ella, a los que en esta edad de descreimiento no se les daría crédito.

      –Abuelita, ¿sabías por qué tu amiga se aventuraba tan intrépidamente en los territorios del fantasma? –preguntó mi prima.

      –No he ido a parar a eso –fue la respuesta–, y eres una muchachita descarada al preguntar lo que yo elijo no contar. Amelie sin duda no albergaba ningún temor por el espíritu; “La Femme Noir” no podría haber tenido ningún sentimiento de ira hacia ella, porque mi amiga vagaba entre las ruinas, sin prestarle atención a la luz del día, ni a la luz de la luna, ni siquiera a la oscuridad. Los campesinos declaraban que su joven señora debía de haber caminado sobre huesos cruzados, o tomado agua del cráneo de un cuervo, o pasado nueve veces alrededor del espejo del espectro en la víspera de San Juan. Debía de haber hecho todo eso, si no más: poca duda podía caber de que la “La Femme Noir” la había iniciado en ciertos misterios, pues a veces oían voces conversando en voz baja, susurrante, y veían las sombras de dos personas que cruzaban la antigua capilla destechada, cuando “mamselle” había cruzado sola el puente peatonal. Monsieur se gloriaba de esa intrepidez de parte de su dulce sobrina; y más de una vez, cuando tenía juerguistas en el castillo, la enviaba a medianoche a que le trajera una rama de un árbol que sólo crecía junto al altar de la antigua capilla; y ella siempre hacía lo que le pedía él de tan buena gana, aunque no con tanta rapidez, como él habría deseado.

      ”Pero sin duda el coraje de Amelie no trajo ninguna calma. Se volvió pálida; su almohada se humedecía a menudo con lágrimas; su música quedó descuidada;

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