Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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hacer que Julieta viera en mí una roca defensiva; y yo en ella, a alguien que debía perecer por la suave sensibilidad de su naturaleza tan groseramente visitada, de no haber sido por mi cuidado tutelar. Crecimos juntos. La rosa que se abre en mayo no era más fragante que esta querida chica. Una irradiación de belleza se expandía por su cara. Su silueta, su andar, su voz: mi corazón llora incluso ahora, al pensar en todo lo que había de confiable, dulce, amoroso y puro contenido en ella. Cuando yo tenía once años de edad y Julieta ocho, un primo mío, mucho mayor que los dos –a nosotros nos parecía un hombre–, le prestó demasiada atención a mi compañera de juegos; la llamó su novia y le pidió que se casara con él. Ella se negó y él insistió, atrayéndola hacia sí sin que estuviera muy dispuesta. Con el semblante y las emociones de un maníaco, me lancé sobre él, procuré desenvainar su espada, lo aferré del cuello con la feroz resolución de estrangularlo: se vio forzado a pedir ayuda para separarse de mí. Esa noche llevé a Julieta a la capilla de nuestra casa: la hice tocar las reliquias sagradas; atormenté su corazón infantil y profané sus labios infantiles con un juramento: que sería mía y sólo mía.

      Bueno, aquellos días pasaron. Torella volvió a los pocos años y se hizo más rico y más próspero que nunca. Cuando yo tenía diecisiete años, murió mi padre; había sido magnánimo hasta la prodigalidad; Torella se alegró de que mi minoría de edad brindara una oportunidad para reparar mi fortuna. Julieta y yo nos habíamos comprometido junto al lecho de muerte de mi padre: Torella iba a ser un segundo padre para mí.

      Yo deseaba ver el mundo y se me concedió. Fui a Florencia, a Roma, a Nápoles; de allí pasé a Tolón y a la larga llegué a lo que había sido largo tiempo la meta de mis anhelos, París. Había una actividad feroz en París por entonces. El pobre rey, Carlos VI, ya cuerdo, ya loco, ya monarca, ya un esclavo abyecto, era la mismísima mofa de la humanidad. La reina, el delfín, el duque de Borgoña, alternativamente amigos y enemigos –ya reuniéndose en pródigos festines, ya derramando sangre en la rivalidad–, eran ciegos al mísero estado de su país y a los peligros que se cernían sobre él y se entregaban por completo al goce disoluto o a la lucha salvaje. Mi carácter aún me seguía. Yo era arrogante y testarudo; adoraba la exhibición y, por encima de todo, me libraba de todo control. Mis amigos jóvenes estaban ansiosos por alentar pasiones que les suministraran placeres. Se me consideraba buen mozo, era dueño de toda habilidad caballeresca. No estaba relacionado con ningún partido político. Me volví el preferido de todos: mi presunción y mi arrogancia se perdonaban en alguien tan joven: me convertí en una criatura consentida. ¿Quién podía controlarme? No las cartas y consejos de Torella; sólo la fuerte necesidad cuando me visitaba en la aborrecida forma de una bolsa vacía. Pero había medios para rellenar ese vacío. Acre tras acre, propiedad tras propiedad, yo iba vendiendo. Mi ropa, mis joyas, mis caballos y sus jaeces no tenían casi rival en la preciosa París, mientras las tierras de mi herencia pasaban a posesión de otros.

      Con todo, regresar como un derrochador declarado, blanco del asombro impertinente, quizá del desprecio, y enfrentar uno por uno los reproches o las pullas de mis conciudadanos, no era una perspectiva seductora. A manera de escudo entre la censura y mi persona, invité a algunos de los más temerarios de entre mis camaradas a que me acompañaran: de ese modo fui armado contra el mundo, escondiendo un sentimiento irritante, mitad miedo y mitad penitencia, mediante la bravuconería.

      Llegué a Génova. Pisé la vereda de mi palacio ancestral. Mi paso orgulloso no era en absoluto intérprete de mi corazón, pues en el fondo sentía que, aunque me rodearan todos los lujos, yo era un mendigo. El primer paso que fuera a dar para reclamar a Julieta debía declararme ampliamente como tal. Leí desdén o lástima en las expresiones de todos. Me figuré que ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos me miraban con escarnio. Torella no se me acercaba. No era de extrañar que mi segundo padre esperase primero de mi parte la deferencia de un hijo en visitarlo. Pero, molesto y aguijoneado como estaba por la sensación de mis locuras y mi demérito, me esforcé por echarles la culpa a otros. Celebrábamos orgías nocturnas en el Palazzo Carega. A noches insomnes, desenfrenadas, seguían mañanas apáticas, abúlicas. A la hora del Ave María, mostrábamos nuestras finas personas en las calles, mofándonos de los ciudadanos sobrios, lanzando miradas insolentes a las mujeres timoratas. Julieta no estaba entre ellas, no, no; si hubiera estado allí, la vergüenza me habría ahuyentado, si no es que el amor me hubiera llevado a los pies de ella.

      Durante algunos días todo anduvo bien. Torella no aludió nunca a mi extravagancia; me trataba como a un hijo preferido. Pero llegó el momento, mientras discutíamos los prolegómenos de mi unión con su hija, en que esa cara bella de las cosas habría de nublarse. Se había redactado un contrato en vida de mi padre. Yo lo había invalidado, de hecho, al haber despilfarrado el total de las riquezas que debíamos compartir Julieta y yo. Torella, en consecuencia, optó por considerar cancelado ese vínculo y propuso otro, en el cual, aunque la riqueza que él concedía aumentaba inconmensurablemente, había tantas restricciones en cuanto al modo de gastarla, que yo, que sólo veía la independencia en que se diera curso libre a mi propia voluntad imperiosa, me mofé de él porque sacaba ventaja de mi situación y me negué terminantemente a suscribir sus condiciones. El viejo se esforzó con suavidad por llamarme a la razón. El orgullo provocado se convirtió en el tirano de mis pensamientos: escuché con indignación; lo rechacé con desdén.

      –¡Julieta, tú eres mía! ¿No intercambiamos juramentos en nuestra inocente niñez? ¿Y no somos uno a los ojos de Dios? ¿Y va a separarmos el desalmado insensible de tu padre? Sé generosa, amor mío, sé justa; no quites un regalo, el último tesoro de tu Guido; no te retractes de tu juramento; desafiemos al mundo y, despreciando los cálculos de la edad, encontremos en nuestro mutuo afecto un refugio para todos los males.

      Diabólico

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