Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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él pensaba que yo me había detenido, y mientras yo veía su vil resolución de sacar ventaja de mis vacilaciones, ante la estocada que me lanzó de repente me arrojé sobre su espada y al mismo tiempo le hundí mi daga, con auténtica, desesperada puntería, en el costado. Caímos juntos, rodando uno encima del otro, y la marea de sangre que manaba de la herida abierta de cada uno se mezclaba en la hierba. No sé más: me desmayé.

      De vuelta regresé a la vida: casi muerto de la debilidad, me encontré tendido en una cama; Julieta estaba de rodillas al lado. ¡Qué extraño!, mi primera petición entrecortada fue un espejo. Estaba tan demacrado y cadavérico que mi pobre chica vaciló, según me contó después; pero, ¡cielo santo!, me sentí un joven hecho y derecho cuando vi el querido reflejo de mis propias, bien conocidas facciones. Confieso que es una debilidad, pero lo admito, que albergo un afecto considerable por el semblante y las extremidades que contemplo cada vez que me miro al espejo; y tengo más espejos en mi casa, y los consulto más a menudo, que cualquier beldad de Génova. Antes que ustedes me condenen demasiado, permítanme decir que nadie conoce mejor que yo el valor de su propio cuerpo, ya que a nadie, probablemente, excepto a mí, se lo han robado alguna vez.

      Incoherentemente al principio hablé del enano y sus crímenes, y le reproché a Julieta la admisión demasiado fácil de su amor. Ella creyó que deliraba, y bien podía pasarle; y sin embargo, me llevó cierto tiempo hasta que pude convencerme de admitir que el Guido cuya penitencia la había conquistado de nuevo para mí era yo mismo; y mientras maldecía duramente al enano monstruoso y bendecía el golpe bien dirigido que lo había privado de la vida, de repente me refrené cuando la oí decir: ¡Amén!, sabiendo que aquel a quien ella agraviaba era mi propia persona. Un poco de reflexión me enseñó a guardar silencio; un poco de práctica me posibilitó hablar de aquella noche espantosa sin ningún error demasiado grave. La herida que me había infligido yo mismo no era ningún chiste: me llevó largo tiempo recobrarme; mientras el benévolo y generoso Torella se quedaba sentado junto a mí, hablando con tal sabiduría como la que puede obtener el arrepentimiento de amigos, y mi querida Julieta rondaba cerca, supliendo mis carencias y alegrándome con sus sonrisas, el trabajo de mi curación corporal y mi reforma mental continuaron juntos. Nunca, en realidad, recobré del todo mis fuerzas: mis mejillas están más pálidas desde entonces, mi persona un poco encorvada. Julieta a veces se aventura a aludir con amargura a la malicia que provocó este cambio, pero yo la beso al instante y le digo que todo ha sido para bien. Soy un marido más cariñoso y fiel, y la verdad es que, de no haber sido por esa herida, nunca hubiera podido llamarla mía a ella.

      No volví a visitar la costa, ni a buscar el tesoro del demonio; con todo, mientras medito sobre el pasado, con frecuencia pienso, y mi confesor no fue retraído al manifestarse a favor de la idea, que bien podía haber sido un espíritu bueno más bien que malo, enviado por mi ángel de la guarda para mostrarme la locura y la miseria del orgullo. Tan bien aprendí al fin esa lección, por más rudeza con que me la enseñaran, que ahora todos mis amigos y conciudadanos me conocen por el nombre de Guido il Cortese.

      1 Barrio de Génova (N. del T.).

      2 Francés: “niño consentido” (N. del E.).

      3 Verso de Lord Byron, “Werner” (1822) (N. del T.).

      LA DAMA OSCURA

       Señora de S. C. Hall 1850

      Anna María Fielding nació en Dublín en 1800 y se fue a Inglaterra con su madre a los quince años de edad. Allí conoció a la poeta Frances Arabella Rowden, quien se interesó por su formación. Varias de las alumnas de Rowden siguieron hasta convertirse en escritoras muy conocidas en su época, incluyendo a Caroline Ponsonby, quien, como lady Caroline Lamb, escandalizaría a la sociedad educada a raíz de su público amorío con Lord Byron, al igual que publicando poemas que remedaban el estilo de él y creando un retrato apenas disimulado de la pareja en su novela gótica Glenarvon.

      La vida de Anna, por otro lado, estuvo libre de escándalos. Se casó en 1824 con el periodista Samuel Carter Hall, nacido en Irlanda, y la madre vivió con ellos hasta su muerte. Más adelante en su vida, Anna trabajó mucho en obras de caridad, ayudando a fundar el Hospital de Tísicos en Brompton (hoy el Real Hospital de Brompton), el Nightingale Fund (Fondo Ruiseñor, utilizado para fundar la primera escuela de enfermería en el mundo) y obras benéficas de ayuda a institutrices y damas retiradas y en penuria. Trabajó también mucho en los campos de las campañas contra el alcoholismo y a favor de los derechos de las mujeres, y a los sesenta y ocho años de edad le concedieron una pensión estatal del presupuesto de la casa real británica en reconocimiento a sus contribuciones a la sociedad.

      Las primeras obras de Anna consistieron en “escenas del carácter irlandés”, un estilo que era popular en las revistas de la época. Escribió también piezas teatrales y novelas, en general de ambientación o tema irlandés. Su obra nunca fue popular en Irlanda, aunque, como ella no tomó partido ni por los católicos ni por los protestantes, recibió muchos elogios y censuras de ambos lados.

      “La dama oscura” se aparta de gran medida del resto de su obra, no por su contenido sobrenatural –su novela Midsummer Eve, a Fairy Tale of Love (Nochecita de verano, un cuento de hadas de amor) está inspirada en leyendas populares–, sino porque está ambientada en el continente. Como se verá por otros relatos de esta colección, la Europa continental –en particular Suiza e Italia– proporcionaba ambientaciones populares en esa época, que llevaban la aventura de la “gran gira europea” a lectores cuyos medios no les permitían emprenderla en persona. Aquí, un conde malhumorado se corrige gracias a un encuentro con un fantasma familiar.

      A la gente le resulta fácil reírse de los “cuentos de espíritus” a plena luz del día, cuando los rayos del sol bailan en la hierba y los claros de los bosques más profundos sólo están salpicados y moteados por tiernas sombras de árboles frondosos; cuando el escabroso castillo, que tenía un aspecto tan misterioso y tan adusto en la noche amenazante, parece adecuado para el tocador de una dama; cuando la precipitada catarata centellea en chaparrones de diamantes y el zumbido de la abeja y el canto del pájaro afinan los pensamientos con esperanzas de vida y felicidad; la gente tal vez se ría de los fantasmas entonces, si quiere, pero en lo que a mí respecta, yo jamás podría siquiera sonreírme ante los historiales de esos visitantes sombríos. Tengo una vasta fe en las criaturas sobrenaturales y no puedo descreer sobre la sola base de que me faltan evidencias tales como las que suministran los sentidos; porque estos, en realidad, sustentan con pruebas palpables tan pocas de las muchas maravillas que nos rodean, que yo más bien los rechazaría todos por completo como testigos, antes que atenerme enteramente a la cuestión según lo que ellos sugieren.

      Mi bisabuela era nativa del cantón de Berna; y a la avanzada edad de noventa y nueve años, su memoria del “hace tiempo” estaba tan activa como podría haberlo estado a los quince: parecía como si acabara de salir de un tapiz correspondiente a una edad pasada, pero con cálidas simpatías por el presente. Su inglés, cuando ella se entusiasmaba, era muy curioso –una mezcla de francés, claramente no parisino, con pizcas aquí y allá de alemán pasado al inglés literalmente–, de modo que sus observaciones eran a veces notables por su fuerza. “Las montañas”, decía, “en su país, subían, subían muy alto, hasta que podían mirar el interior del cielo y oír a Dios en la tormenta”. Nunca comprendió del todo la verdadera

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