Mujeres letales. Graeme Davis

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que venían llevando durante generaciones, donde se hacía un informe sobre la historia privada secreta de todas las familias inglesas de nota y estaban registrados los nombres de aquellos a quienes los papistas les guardaban rencores o gratitud.

      Nos quedamos un rato en silencio; pero estoy segura de que el mismo pensamiento estaba en la cabeza de ambas; nuestro antepasado, un Sidebotham, había sido partidario del Morton de aquella época; siempre se había dicho en la familia que había estado con su señor cuando con lord Monteagle descubrió a Guy Fawkes y su linterna sorda bajo la Casa del Parlamento; y nos pasó por la cabeza como un rayo la pregunta de si los Sidebotham no estarían señalados con una marca negra en ese terrible libro misterioso que guardaban bajo siete llaves el papa y los cardenales en Roma. Era terrible, aunque, en cierto modo, más bien agradable pensar eso. Tantas de las desgracias que nos habían ocurrido a lo largo de la vida, y que llamábamos “designios misteriosos”, pero que algunos de nuestros vecinos habían atribuido a nuestra falta de prudencia y previsión, quedaban explicadas en el acto, si éramos objeto de odio letal de una orden tan poderosa como los jesuitas, a quienes vivíamos teniéndoles terror desde que leyéramos La jesuita. Si esta última idea sugirió lo que dijo mi hermana a continuación no sé decirlo; sí conocíamos a la prima segunda de la jesuita, de modo que podría decirse que había relaciones literarias, y de allí podía surgir un pensamiento sorprendente como ese en la cabeza de mi hermana, porque dijo: “¡Biddy! (me llamo Bridget y nadie más que mi hermana me dice Biddy), supongamos que escribes un informe sobre la Casa Solariega Morton; en nuestra época conocimos mucho de los Morton, y sería una pena que eso desapareciera por completo de la memoria de los hombres mientras nosotras podamos hablar o escribir”. Me gustó la idea, lo confieso; pero me sentí avergonzada por estar de acuerdo en el acto, aunque, incluso mientras ponía reparos en honor a la modestia, me vino a la mente cuánto había oído contar yo sobre el viejo lugar en tiempos antiguos y que eso era, tal vez, todo lo que podía hacer ahora por los Morton, bajo cuyo señorío nuestros antepasados habían vivido como arrendatarios durante más de trescientos años. De modo que al fin estuve de acuerdo; y, por temor a cometer errores, se lo mostré al señor Swinton, nuestro joven cura, que me lo ha puesto bien en orden.

      Sir John había vivido en un tiempo cercano a la Restauración. Los Morton se habían puesto del lado correcto; de modo que, cuando Oliver Cromwell llegó al poder, entregó las tierras de ellos a uno de sus partidarios puritanos, un hombre que no había sido más que un buhonero escocés que rezaba y salmodiaba, hasta que estalló la guerra; y sir John había tenido que irse a vivir a Brujas con su real señor. Carr se llamaba el arribista, que vino a vivir en la Casa Solariega Morton; y, me enorgullece decirlo, nosotros –me refiero a nuestros ancestros– le mostramos una linda vida. Trabajó duro para no obtener ninguna renta en absoluto de los arrendatarios, que conocían bien sus deberes como para pagarle a un parlamentarista. Si él les iba con la justicia, los funcionarios judiciales lo pasaban tan mal, que les daba vergüenza ir hasta Morton –por todo ese camino solitario del que les conté– de nuevo. Se oían ruidos extraños alrededor de la Casa Solariega, a la que se le atribuyó que estaba embrujada; pero, como esos ruidos nunca se oyeron antes ni después de que viviera allí Richard Carr, dejo a cargo de ustedes adivinar si los espíritus malignos no sabían bien sobre quién tenían poder: sobre rebeldes cismáticos y sobre nadie más. No se atrevían a perturbar a los Morton, que eran constantes y leales, y eran fieles partidarios del rey Carlos, de palabra y de hecho. Al fin, el viejo Oliver murió; y la gente dijo que, en esa noche feroz y tormentosa, se oyó su voz alto en el aire, donde se oye el chillido de las bandadas de gansos silvestres, pidiendo a gritos que su fiel partidario Richard Carr lo acompañara en la terrible persecusión que estaban haciéndole los demonios antes de llevárselo al infierno. De todas maneras, Richard Carr murió a la semana: convocado por el muerto o no, bajó a acompañar a su señor, y al señor de su señor.

      Entonces entró en posesión su hija Alice. La madre de ella estaba de algún modo relacionada con el general Monk, que alrededor de esa época empezaba a llegar al poder. De modo que, cuando Carlos II volvió al trono, y muchos de los colados puritanos tuvieron que dejar sus tierras mal habidas y dar la vuelta hacia lo correcto, a Alice Carr igual le dejaron la Casa Solariega Morton para que reinara allí. Era más alta que la mayoría de las mujeres, y una gran beldad, he oído decir. Pero, pese a toda su beldad, era una mujer adusta, difícil. Los arrendatarios ya en vida de su padre sabían que era difícil, pero ahora que era la propietaria y tenía el poder, era peor que nunca. Odiaba a los Estuardo más de cuanto los hubiera odiado alguna vez el padre; comía cabeza de novillo cada 13 de enero; y cuando llegó el primer 29 de mayo y todo hijo de madre de la aldea doró sus hojas de roble y se las puso en el sombrero, ella cerró las ventanas de la gran Casa Solariega con sus propias manos y se pasó el día sentada en la oscuridad y el duelo. A la gente no le gustaba ir en contra de ella por la fuerza, porque era una mujer hermosa y joven. Decían que el rey hizo que un primo de ella, el duque de Albemarle, la invitara a la corte, con la misma cortesía que si hubiera sido la reina de Saba y el rey Carlos, Salomón rogándole que lo visitara en Jerusalén. Pero no quiso ir; ¡ella, no! Vivía una vida muy solitaria, porque ahora que el rey se había salido de nuevo con la suya, ningún sirviente más que la nodriza de ella se quedaría a acompañarla en la Casa Solariega; y ninguno de los arrendatarios quería pagarle nada, a pesar de que el padre hubiera adquirido las tierras al Parlamento y pagado el precio en buen oro rojo.

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