Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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sé decir. He oído que después de que murió sir John en la batalla del Boyne ella se liberó y volvió vagabundeando hasta Morton, a la casa de su vieja nodriza; pero, de hecho, estaba loca entonces, totalmente, y no me cabe duda de que sir John se la había visto venir. Ella solía tener visiones y sueños; y había quienes la creían una profetisa, y quienes la creían bastante chiflada. Lo que ella dijo sobre los Morton fue horrible. Los condenó a morir fuera de su tierra y a que su casa fuera arrasada, mientras buhoneros y vendedores ambulantes, como había sido la familia de ella, el padre de ella, habitaban donde antaño habían vivido los caballerescos Morton. Una noche de invierno ella salió a vagar sin rumbo y a la mañana siguiente encontraron a la pobre chiflada muerta por congelamiento en el patio del local de culto de Drumble; y el señor Morton que había sucedido a sir John la hizo enterrar decentemente donde la encontraron, al lado de la tumba de su padre.

      Nos quedamos un rato calladas.

      –¿Y cuándo abrieron la vieja Casa Solariega, señora Dawson? Cuéntenos, por favor.

      –¡Ah!, cuando el señor Morton, el abuelo de nuestro escudero Morton, entró en posesión. Era primo lejano de sir John, un hombre mucho más tranquilo. Hizo abrir bien todas las antiguas habitaciones, y las hizo airear y fumigar; y los extraños fragmentos de comida rancia fueron recogidos y quemados en el patio; pero de algún modo aquel antiguo salón comedor tuvo siempre un olor a osario, y a nadie le gustó jamás divertirse allí, pensando en los viejos predicadores cenicientos, cuyos fantasmas podían incluso estar olfateando las carnes a lo lejos y marchando espontáneamente en tropel a un banquete, que no era aquel del cual los habían rechazado. Yo me alegré, por ejemplo, cuando el padre del escudero construyó otro comedor; y ningún sirviente de la casa quiere ir a hacer un mandado al antiguo salón comedor después del anochecer, les puedo asegurar.

      –Me pregunto si la manera en que el último señor Morton tuvo que vender su tierra a la gente de Drumble tuvo algo que ver con la profecía de la antigua señora Morton –dijo mi madre, pensativa.

      –En lo más mínimo –dijo la señora Dawson, cortante–. Mi señora estaba chiflada y no hay que hacer caso a sus palabras. Me gustaría ver a los hilanderos de algodón de Drumble ofreciendo comprar la tierra al escudero. Además, ahora hay un vínculo estricto. No podrían comprar la tierra si quisieran. ¡Qué pandilla de buhoneros comerciantes, la verdad!

      Recuerdo a Ethelinda y miré a todas ante esa palabra “buhoneros”, que era la misma que ella había puesto en boca de sir John cuando se mofó de su esposa por el bajo nacimiento y profesión del padre. Pensamos: “Ya veremos”.

      ¡Ay!, ya hemos visto.

      Poco después de aquella nochecita nuestra buena vieja amiga la señora Dawson murió. Lo recuerdo bien, porque Ethelinda y yo estuvimos de luto por primera vez en nuestras vidas. Un querido hermanito nuestro había muerto apenas un año antes, y entonces mi padre y mi madre habían decidido que éramos demasiado chicas, que no había ninguna necesidad de que incurrieran en gastos en trajes negros. Estuvimos de luto en el corazón por nuestro delicado queridito, ya lo sé; y hasta el día de hoy muchas veces me pregunto cómo habría sido haber tenido un hermano. Pero cuando murió la señora Dawson, se convirtió en una especie de deber que teníamos con la familia del escudero el ir vestidas de negro, y muy orgullosas y contentas estuvimos Ethelinda y yo con nuestros trajes nuevos. Recuerdo haber soñado con que la señora Dawson estaba de nuevo viva y haber llorado, porque pensé que me quitarían mi traje nuevo. Pero todo eso no tiene nada que ver con la Casa Solariega Morton.

      La primera vez que cobré conciencia de la grandeza de la posición del escudero en la vida, su familia consistía en él, la esposa (una señora frágil, delicada), su único hijo, “el señorito”, como se le permitía llamarlo a la señora Dawson, “el joven escudero”, como siempre lo denominábamos en la aldea. Se llamaba John Marmaduke. Siempre le dijeron John; y a partir del relato de la señora Dawson sobre el antiguo sir John, yo a menudo deseaba que pudiera no llevar ese nombre funesto. Él a menudo atravesaba la aldea a caballo con su chaqueta escarlata brillante, el largo cabello claro rizado cayendo por el cuello de encaje y el amplio sombrero negro con pluma sombreándole los alegres ojos azules; Ethelinda y yo pensábamos entonces, y yo siempre seguiré pensándolo, que nunca hubo un muchacho semejante. Tenía además un espléndido espíritu animado, muy suyo, y una vez azotó a un mozo de cuadra el doble de grande que él porque lo había obstaculizado. Verlos a él y a la señorita Phillis cabalgar a paso vertiginoso a través de la aldea en sus bonitos caballos árabes, riendo mientras enfrentaban el viento del oeste y con los largos rizos dorados volando detrás, una los habría creído hermanos, más bien que sobrino y tía, pues la señorita Phillis era hermana del escudero, mucho más joven que él; de hecho, en la época de la que hablo, no creo que ella pudiera tener más de diecisiete años y el joven escudero, su sobrino, tenía cerca de diez. Recuerdo que la señora Dawson nos mandó invitar a mi madre y a mí a la Casa Solariega para que pudiéramos ver a la señorita Phillis ya vestida para ir con su hermano a un baile en la casa de algún gran lord en honor del príncipe Guillermo de Gloucester, sobrino del buen Jorge III.

      Cuando la señora Elizabeth, doncella de la señora Morton, nos vio tomando el té en el salón de la señora Dawson, nos preguntó a Ethelinda y a mí si no nos gustaría ir al vestidor de la señorita Phillis a observarla vestirse; y luego dijo que, si prometíamos no tocar nada, iba a hacer que fuera interesante para nosotras ir. Nosotras habríamos prometido pararnos sobre nuestras cabezas, y habríamos tratado de hacerlo, además, para ganarnos semejante privilegio. De modo que fuimos y nos quedamos juntas, tomadas de la mano, en un rincón fuera del paso, sintiéndonos muy coloradas y tímidas y acaloradas, hasta que la señorita Phillis nos puso cómodas haciendo toda clase de trucos cómicos, nada más para hacernos reír, lo que finalmente hicimos sin ambages, a pesar de nuestros esfuerzos por estar serias, por miedo a que la señora Elizabeth se quejara de nosotras a nuestra madre. Me acuerdo de la fragancia del polvo maréchale con el que rociaron apenas el cabello de la señorita Phillis; y de cómo sacudió ella la cabeza, como una potranca, para soltar el pelo que la señora Elizabeth estaba estirando sobre una almohadilla. Luego la señora Elizabeth probó un poco del lápiz labial de la señora Morton; y la señorita Phillis se lo quitaba con una toalla húmeda, diciendo que le gustaba más su propia palidez que el color de cualquier actriz; y cuando la señora Elizabeth quiso sólo tocarle las mejillas una vez más, ella se escondió detrás del enorme sillón y se asomaba, con su cara dulce, alegre, primero por un lado y luego por el otro, hasta que todas oímos la voz del escudero a través de la puerta, pidiéndole, si ya estaba vestida, que saliera para que la viese la señora, cuñada de ella; porque, como dije, la señora Morton era inválida y no podía salir a ninguna fiesta distinguida como esa. Nos quedamos todas calladas un instante; y hasta la señora Elizabeth no pensó más en el lápiz labial, sino en cómo ponerle bien rápido el hermoso vestido azul a la señorita Phillis. Tenía nudos color cereza en el pelo, y los nudos del pecho eran de la misma cinta. El vestido era abierto por delante, hacia una falda de seda blanca acolchada. Nos hacía sentir mucha timidez el verla allí totalmente vestida: parecía tanto más distinguida que nadie a quien hubiéramos visto antes; y fue una especie de alivio cuando la señora Elizabeth nos dijo que bajáramos al salón de la señora Dawson, donde mi madre había estado sentada todo el tiempo.

      Justo cuando estábamos contando lo divertida y cómica que había estado la señorita Phillis, entró un lacayo.

      –Señora Dawson –dijo–, el escudero me solicita que la invite a ir con la señora Sidebotham al salón del ala oeste, para echarle un vistazo a la señorita Morton antes que se vaya.

      Fuimos nosotras también, pegadas a nuestra madre. La señorita Phillis pareció bastante tímida cuando entramos y se quedó de pie al lado de la puerta. Creo que debemos de haberle demostrado todas que nunca en nuestra vida habíamos visto nada tan hermoso como estaba ella, pues se puso muy colorada ante nuestra

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