Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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a la miserable señora Morton cualquier día”. Cuando estuvimos solas, le dije a Ethelinda: “Me temo que tendremos que pagar por nuestras mentiras en el gran día de rendición de cuentas”; y Ethelinda contestó, muy cortante (es una buena hermana por lo general): “Habla por ti misma, Biddy. Yo no dije una palabra. Sólo hice preguntas. ¿Qué puedo hacer si dices mentiras? Claro que me extrañó de ti lo fácil que decías lo que no era cierto”. Pero yo sabía que estaba contenta de que yo hubiera dicho las mentiras, en el fondo.

      Después que el pobre escudero vino a vivir con la tía, la señorita Phillis, nos aventuramos a hablar un poco entre nosotras. Estábamos seguras de que se encontraban en apuros. Se les notaba. Él tenía a veces una tos seca fea, aunque era tan digno y orgulloso que no tosía nunca cuando había alguien cerca. Yo lo he visto levantado antes del amanecer, barriendo el estiércol de los caminos, en un intento de conseguir abono suficiente para la pequeña parcela de terreno de detrás de la cabaña, que la señorita Phillis había abandonado, pero que el sobrino trabajaba y labrada; pues, dijo él, un día, a su manera distinguida, lenta, “siempre había sido aficionado a los experimentos en agricultura”. Ethelinda y yo creíamos que las dos o tres veintenas de repollos que él cultivaba era todo lo que tenían para vivir durante ese invierno, además del poco de harina y de té que obtenían en la tienda de la aldea.

      Un viernes a la noche le dije a Ethelinda:

      –Es una vergüenza que llevemos estos huevos para vender en Drumble y nunca le ofrezcamos uno al escudero, en cuyas tierras nacimos.

      Ella contestó:

      –Pensé lo mismo muchas veces; pero ¿cómo podríamos hacerlo? Yo, por ejemplo, no me atrevo a ofrecérselos al escudero; y en cuanto a la señorita Phillis, parecería una impertinencia.

      –Voy a intentarlo –dije yo.

      De modo que esa noche me llevé algunos huevos –huevos amarillos frescos de nuestra faisana, sin semejantes en veinte millas a la redonda– y los deposité con suavidad después del anochecer en uno de los pequeños asientos de piedra que había en el portal de la cabaña de la señorita Phillis. Pero, ¡ay!, cuando salimos para el mercado de Drumble, temprano a la mañana siguiente, allí estaban mis huevos todos hechos añicos y derramados, formando un feo charco amarillo en el camino justo delante de la cabaña. Mi intención era seguir con un pollo o algo así, pero ahora veía que no iba a funcionar jamás. La señorita Phillis venía de vez en cuando a visitarnos; estaba un poco más distante, remota que cuando era una muchacha, y nosotras sentíamos que debíamos guardar nuestro sitio. Supongo que habíamos ofendido al joven escudero, pues nunca se acercó a nuestra casa.

      Bueno, vino un invierno crudo y las provisiones subieron; y Ethelinda y yo teníamos mucho jaleo para parar la olla. Si no hubiera sido por la buena administración de mi hermana, habríamos estado endeudadas, bien lo sé; pero ella propuso que prescindiéramos del almuerzo y sólo hiciéramos desayuno y té a modo de cena, con lo cual estuve de acuerdo, pueden estar seguras.

      Un día de horneada yo había hecho algunas tartas para el té, pasteles de papa los llamábamos. Tenían un olor sabroso y picante; y, para tentar a Ethelinda, que no estaba del todo bien, cociné una tajada de tocino. Justo cuando estábamos sentándonos, golpeó a nuestra puerta la señorita Phillis. La hicimos pasar. Sólo Dios sabe lo blanca y demacrada que estaba. El calor de nuestra cocina la hizo tambalearse y por un rato no pudo hablar. Pero todo el tiempo miraba la comida que estaba sobre la mesa como si temiera cerrar los ojos por miedo a que todo se esfumara. Era una mirada ávida como la de un animal, ¡pobre alma!

      –Si me atreviera… –dijo Ethelinda, con el deseo de invitarla a compartir nuestra comida, pero con temor de expresar lo que pensaba. No lo expresó, pero le pasó el buen, caliente, enmantecado pastel; el cual ella agarró y, al llevárselo a los labios como para probarlo, se echó atrás en la silla, llorando.

      Nunca antes habíamos visto llorar a un Morton; fue algo espantoso. Nos quedamos calladas y pasmadas. Ella se recuperó, pero no probó la comida; por el contrario, la cubrió con las dos manos, como si tuviera miedo de perderla.

      –Si me permiten –dijo, en cierta manera majestuosa, como para compensar el hecho de que la hubiéramos visto llorar–, se la llevo a mi sobrino.

      Y se levantó para irse; pero apenas si podía mantenerse en pie por la debilidad y tuvo que volver a sentarse; nos sonrió y dijo que estaba un poco mareada, pero se le pasaría enseguida; pero, mientras sonreía, los labios exangües se le fueron muy atrás por encima de los dientes, haciendo que su cara semejara en cierto modo una calavera.

      –Señorita Morton –dije yo–, háganos el honor de tomar el té con nosotras esta única vez. Su padre, el escudero, una vez almorzó con mi padre, y estamos orgullosas de eso hasta el día de hoy.

      Le serví té, que ella se bebió; de la comida se arredró como si sólo verla la enfermase de nuevo. Pero cuando se levantó para irse, la miró con sus ojos tristes, lobunos, como si no pudiera dejarla; y finalmente rompió en un llanto bajo y dijo:

      –¡Ay, Bridget, estamos famélicos! ¡Estamos famélicos por falta de comida! Yo puedo soportarlo, no me importa; pero él sufre, ¡ah, cómo sufre! Permítanme llevarle comida por esta única noche.

      Casi no podíamos hablar; teníamos el corazón en la garganta y por las mejillas nos corrían las lágrimas como lluvia. Preparamos un canasto y lo llevamos hasta su puerta misma, sin aventurarnos a decir ni una palabra, pues sabíamos lo que debía de haberle costado decir eso. Cuando la dejamos en su cabaña, hicimos nuestra profunda reverencia habitual, pero ella cayó sobre nuestros cuellos y nos besó. Durante varias noches posteriores ella rondó nuestra casa, pero nunca volvió a entrar y a mirarnos a la luz de la vela o del fuego, mucho menos a encontrarse con nosotros a la luz del día. Nosotras le llevábamos comida con tanta regularidad como nos era posible y se la dábamos en silencio y con las reverencias más profundas a nuestro alcance, de tan honradas que nos sentíamos. Teníamos muchos planes ahora que nos había permitido saber de su aflicción. Teníamos la esperanza de que nos concediera la posibilidad de seguir sirviéndola de alguna manera, según nos correspondía como Sidebotham. Pero una noche no vino; nos quedamos afuera al viento frío, crudo, escudriñando la oscuridad en busca de su figura delgada, agotada; todo en vano. A última hora de la tarde siguiente, el joven escudero levantó el pestillo y se plantó en el medio de nuestra sala de cocina. El techo era bajo y se hacía más bajo todavía por las vigas profundas que sostenían el piso de arriba; él se inclinó mientras nos miraba y trataba de formar palabras, pero de su boca no salía ningún sonido. Nunca he visto un dolor tan demacrado; ¡no, jamás! Finalmente me tomó del hombro y me condujo fuera de la casa.

      –¡Venga conmigo! –dijo, cuando estuvimos al aire libre, como si eso le diera fuerzas para hablar audiblemente.

      No me hizo falta una segunda frase. Entramos los dos en la cabaña de la señorita Phillis, una libertad que nunca antes me había tomado. El escaso mobiliario que había allí quedaba claro a la vista que estaba constituido por fragmentos en desuso del antiguo esplendor de la Casa Solariega Morton. No había fuego. En el hogar había grises cenizas de madera. Un antiguo sofá, en un tiempo blanco y dorado, ahora estaba doblemente desvencijado por su caída de su antigua situación. Sobre él yacía la señorita Phillis, muy pálida; muy quieta; los ojos cerrados.

      –¡Dígame! –jadeó él–. ¿Está muerta? Me parece que está dormida; pero se ve tan fuerte… como si pudiera estar…

      No podía decir de nuevo la espantosa palabra. Me incliné y no sentí ningún calor; sólo una atmósfera helada parecía rodearla.

      –¡Está muerta! –respondí

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