Mujeres letales. Graeme Davis

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de si a la señorita Sophronia le había gustado nuestra interrupción; pero sé que a la pequeña señorita Cordelia Mannisty sí.

      –¿La joven dama está encorvada? –preguntó Ethelinda durante una pausa en la conversación. Yo había notado que los ojos de mi hermana se posaban en la niña; aunque, haciendo un esfuerzo, a veces lograba mirar ocasionalmente alguna otra cosa.

      –¡No!, señora, en absoluto –dijo la señorita Morton–. Pero nació en la India y la columna vertebral no se la endurecido todavía apropiadamente. Además, mis dos hermanas y yo nos hacemos cargo de ella una semana cada una; y sus sistemas de educación (yo diría de no educación) difieren tan total y enteramente de mis ideas, que, cuando la señorita Mannisty viene conmigo, me considero afortunada si puedo deshacer el…, ¡ejem!, que le han hecho durante una quincena de ausencia. Cordelia, querida, repite para estas buenas damas la lección de geografía que aprendiste esta mañana.

      La pobre señorita Mannisty empezó a contarnos un montón de cosas acerca de un río de Yorkshire del que nunca habíamos oído hablar, aunque me atrevería a decir que deberíamos haberlo hecho, y luego otro montón de cosas acerca de las ciudades por las que pasa y por qué eran famosas; y todo lo que puedo recordar –de hecho, que pude entender en ese momento– es que Pomfret era famosa por las pastillas Pomfret de regaliz, que yo conocía de antes. Pero Ethelinda boqueó en busca de aire antes que se terminara, porque estaba casi ahogada de asombro; y cuando se acabó, dijo:

      –¡Querida linda, es maravilloso!

      La señorita Morton pareció un poco disgustada y respondió:

      –En absoluto. Las buenas chicas pueden aprender cualquier cosa que quieran, incluso los verbos franceses. Sí, Cordelia, pueden. Y ser buena es mejor que ser linda. Aquí no pensamos en el aspecto. Puedes bajarte, niña, y salir al jardín; y ten cuidado de ponerte el tocado, de lo contrario vas a llenarte de pecas.

      Nosotras nos levantamos para despedirnos al mismo tiempo y salimos de la habitación detrás de la chiquilla. Ethelinda hurgó en su bolsillo.

      –Aquí tienes una moneda de seis peniques para ti, querida. Vamos, estoy segura de que puedes aceptarlo de una anciana como yo, a quien le has enseñado más geografía de la que yo hubiera pensado que se podía extraer de la Biblia.

      Pues Ethelinda siempre sostenía que los largos capítulos de la Biblia que eran todos nombres eran geografía; y aunque yo sabía muy bien que no era así, de todas maneras había olvidado cuál era la palabra correcta, así que la dejé tranquila, pues una palabra dura iba tan bien como otra. La pequeña señorita miró como si no estuviera segura de si podía aceptar; pero supongo que nosotras teníamos sendas caras viejas amables, porque finalmente le llegó una sonrisa a los ojos –no a la boca, ella había vivido demasiado con gente seria y callada para eso– y, con una mirada melancólica a nosotras, dijo:

      –Gracias. Pero ¿no van a ir a ver a tía Annabella?

      Nosotras dijimos que nos gustaría presentar nuestros respetos a sus otras dos tías si podíamos tomarnos esa libertad; y tal vez ella nos mostraría el camino. Pero, ante la puerta de una habitación, se detuvo en seco y dijo, apenada:

      –No puedo entrar; no es mi semana de estar con la tía Annabella. –Y luego se fue despacio y apesadumbrada hacia la puerta del jardín.

      –Esta niña está amedrentada por alguien –le dije a Ethelinda.

      –Pero sabe un montón de geografía…

      Las palabras de Ethelinda se cortaron en seco por la apertura de la puerta en respuesta a nuestro toque. La otrora hermosa señorita Annabella Morton estaba frente a nosotras y nos pedía que entráramos. Vestía de blanco, con un sombrero de terciopelo doblado hacia arriba y dos o tres plumas negras cortas cayendo de él. No me gustaría decir que se había puesto colorete, pero tenía un color muy lindo en las mejillas; en esa medida no puede hacer ni bien ni mal. Al principio parecía tan distinta de cualquiera a quien yo hubiera visto en mi vida, que me pregunté qué podría haber encontrado en ella de su gusto la niña, pues que le gustaba era muy claro. Pero, cuando habló la señorita Annabella, caí bajo el encanto. Su voz era muy dulce y lastimera y quedaba muy bien con la clase de cosas que decía ella; todo acerca de encantos de la naturaleza y lágrimas y aflicciones y ese tipo de conversación, que me recordaba bastante a la poesía: muy linda de escuchar, aunque yo nunca pude entenderla tan bien como la simple, cómoda prosa. Con todo, no sé muy bien por qué me gustó la señorita Annabella. Me parece que sentí pena por ella; aunque no sé si hubiera sentido eso de no habérmelo puesto ella en la cabeza. La habitación parecía muy cómoda; una espineta en un rincón para que se divirtiera, un buen sofá donde recostarse. Al rato conseguimos que hablara de su sobrinita, y ella también tenía su sistema educativo. Decía que esperaba desarrollar las sensibilidades y cultivar los gustos. Mientras estaba con ella, su adorada sobrina leía obras de imaginación y adquiría todo lo que la señorita Annabella pudiera impartir sobre las bellas artes. Ninguna de nosotras dos sabía bien a qué apuntaba, en ese momento; pero después, a fuerza de interrogar a la pequeña señorita, y mediante el uso de nuestros ojos y oídos, averiguamos que le leía en voz alta a la tía tendida en el sofá. Santo Sebastiano; o El joven protector era en lo que estaban absortas en ese momento; y, como era en cinco volúmenes y la protagonista hablaba en un inglés chapurreado –que requería una lectura repetida para hacerlo inteligible–, les duró largo tiempo. También aprendía a tocar la espineta; no mucho, pues nunca escuché más de dos canciones, una de las cuales era Dios salve al rey y la otra no. Pero me figuro que la pobre niña recibía lecciones de una de las tías y se asustaba con los modos cortantes y los numerosos caprichos de las otras. Bien podía tenerle cariño a su tía amable, pensativa (la señorita Annabella me dijo que era pensativa, de modo que sé que tengo razón en calificarla así), con su voz suave y sus interminables novelas y los gratos aromas que planeaban por la adormilada habitación.

      Nadie nos tentó a ir al aposento de la señorita Dorothy cuando salimos del de la señorita Annabella; de modo que no vimos a la menor de las señoritas Morton ese primer día. Las dos habíamos atesorado muchos pequeños misterios que debía explicarnos nuestro diccionario, la señora Turner.

      –¿Quién es la pequeña señorita Mannisty? –preguntamos en una exhalación, cuando vimos a nuestra amiga de la Casa Solariega. Y entonces nos enteramos de que había habido una cuarta señorita Morton, menor todavía, que no tenía nada de belleza, ni nada de ingenio, ni nada de nada; de modo que la señorita Sophronia, la hermana mayor, le había permitido casarse con un tal señor Mannisty y de allí en más habló siempre de ella como “mi pobre hermana Jane”. Ella y el marido se habían ido a la India y ambos habían muerto allí; y el general les había impuesto a las hermanas una especie de condición de que debían hacerse cargo de la niña, de lo contrario a ninguna de ellas le gustaban los niños, excepto a la señorita Annabella.

      –A la señorita Annabella le gustan los niños –dije yo–. Entonces esa es la razón por la que los niños gustan de ella.

      –No puedo decir que a ella le gusten los niños; porque nunca tenemos más que a la señorita Cordelia en nuestra casa; pero ella le gusta entrañablemente.

      –¡Pobre pequeña! –dijo Ethelinda–, ¿nunca puede jugar con otras niñas? –Estoy segura de que, desde aquella vez, Ethelinda consideró que se hallaba en estado de enfermedad por esa circunstancia misma, y que su conocimiento de geografía era uno de los síntomas del trastorno; porque solía decir a menudo–: ¡Ojalá no supiera tanto de geografía! Estoy segura de que eso no está muy bien.

      Si estaba o no bien que supiera geografía no lo sé; pero la niña anhelaba compañía. Muy pocos días después

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