Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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sentadas preguntándonos cómo era que algunas clases de dolor eran elegantes y otras no. Dije que las antiguas familias, como los Morton, generalmente pensaban que demostraba buena sangre tener sus dolencias en la parte del cuerpo más alta posible: fiebres cerebrales y jaquecas sonaban mejor, y tal vez correspondían mejor a la aristocracia. Pensé que mi punto de vista sobre esto era acertado, cuando Ethelinda interpuso que le habían contado a menudo que lord Toffey tenía gota y era rengo, y eso me dejó perpleja. Si hay una cosa que me desagrade más que otra, es una persona diciendo algo desde el otro lado cuando estoy tratando de decidirme: ¿cómo puedo razonar si van a perturbarme los argumentos de otra persona?

      Pero aunque yo cuente todas estas peculiaridades de las señoritas Morton, eran en general mujeres buenas: incluso la señorita Dorothy tenía sus momentos de amabilidad y sin duda quería a su pequeña sobrina, aunque siempre estaba tendiéndole trampas para atraparla en algo malo. A la señorita Morton llegué a respetarla, si bien nunca me gustó. Nos invitaban a tomar el té; y nosotras nos poníamos nuestro mejor atuendo; y, luego de que me guardaba en el bolsillo la llave de casa, íbamos caminando despacio a través de la aldea, con el deseo de que la gente que estaba viva en nuestra juventud pudiera habernos visto ahora, yendo como invitadas a tomar el té con la familia de la Casa Solariega; no en la habitación del ama de llaves, sino con la familia, ¡atención! Pero desde que en Morton habían empezado con los tejidos, todo el mundo parecía demasiado ocupado para notarnos; de modo que con gusto nos contentábamos con recordarnos entre nosotras que ninguna de las dos habría creído jamás en nuestra juventud que podríamos vivir hasta ese día. Después del té, la señorita Morton nos hacía hablar de la auténtica familia antigua, a quienes ellas nunca habían conocido; y pueden estar seguras de que les contamos de toda su pompa y su grandeza y sus costumbres majestuosas; pero Ethelinda y yo jamás hablamos de lo que para nosotras era el recuerdo de un sueño triste, terrible. De modo que ellas pensaban en el escudero en su coche de cuatro caballos como representante de la corona en el condado, y en la señora recostada en su sala matinal con su vestido envolvente de terciopelo genovés, repleto de ojos de pavo real (era una pieza de terciopelo que el escudero trajo de Italia, cuando volvió de su gran gira europea), y en la señorita Phillis yendo a un baile en la casa de un gran lord y bailando con un duque regio. Las tres damas nunca se cansaban de escuchar el relato del esplendor que había habido allí, mientras ellas y su madre se morían de hambre en elegante pobreza en Northumberland; y en cuanto a la señorita Cordelia, permanecía sentada en un taburete junto a la rodilla de su tía Annabella, con la mano en la de la tía, y escuchaba, boquiabierta e inadvertida, todo lo que pudiéramos decir.

      Un día, la niña vino llorando a nuestra casa. Era la historia de siempre: ¡la tía Dorothy había sido tan cruel con la tía Annabella! La chiquilla decía que iba a fugarse a la India para contarle a su tío el general, y parecía estar en semejante paroxismo de furia y aflicción y desesperación, que me vino un repentino pensamiento. Pensé que trataría de enseñarle algo sobre la profunda pena que les espera a todas las personas en alguna parte de sus vidas, y sobre el modo en que debería soportarse, contándole del amor y el aguante de la señorita Phillis por su sobrino derrochador y buen mozo. De modo que de un poco llegué a más y le conté todo; los grandes ojos de la niña fueron llenándose despacio de lágrimas, que se desbordaron y cayeron rodando inadvertidas por sus mejillas mientras hablaba yo. No me hizo mucha falta hacerle prometer que no hablara de todo eso con nadie. Ella dijo: “No podría, ¡no!, ni siquiera con la tía Annabella”. Y hasta el día de hoy jamás lo ha vuelto a mencionar, ni siquiera a mí; pero trataba de obligarse a ser más paciente y más silenciosamente útil en el extraño entorno doméstico adonde la habían arrojado.

      Al rato, la señorita Morton se puso pálida y gris y agotada, en medio de toda su rigidez. La señora Turner nos susurró que, pese a todas sus expresiones severas e impasibles, estaba enferma de muerte; que había ido a ver en secreto al gran doctor de Drumble, y que él le había dicho que debía poner su casa en orden. Ni siquiera las hermanas sabían eso; pero a la señora Turner le obsesionó la mente y nos contó. Mucho después de eso, mantuvo su semana de disciplina con la señorita Cordelia; y caminó a su manera erguida, militar, por la aldea, regañando a la gente por tener familias demasiado grandes y quemar demasiado carbón y comer demasiada manteca. Una mañana envió a la señora Turner en busca de sus hermanas; y, en su ausencia, hurgó hasta encontrar un viejo relicario hecho con cabello de las cuatro señoritas Morton cuando eran todas niñas; y, tras ensartar el ojo del relicario con un trozo de cinta marrón, lo ató alrededor del cuello de Cordelia y, después de besarla, le dijo que había sido una buena chica y se había curado del encorvamiento; que debía temer a Dios y honrar al rey, y que ahora podía irse y tomarse unas vacaciones. En el momento mismo en que la niña la miraba con asombro ante la inusitada ternura con la que le decía eso, por su cara pasó un sombrío espasmo y Cordelia corrió asustada a llamar a la señora Turner. Pero cuando vino, y vinieron las otras dos hermanas, ya había recobrado la compostura. Estaba a solas con las hermanas en su habitación cuando se despidió, de modo que nadie sabe qué les dijo ni cómo les contó a ellas (que la creían en buen estado de salud) que las señales de una muerte próxima que el doctor había predicho ya habían llegado. Una cosa en la que ambas estuvieron de acuerdo en decir –y ya era mucho que la señorita Dorothy estuviera de acuerdo en algo– fue que le legara su sala de estar, la de dos escalones arriba, a la señorita Annabella por ser la que le seguía en edad. Luego salieron de la habitación llorando y fueron las dos juntas a la habitación de la señorita Annabella, a sentarse tomadas de la mano (por primera vez desde la infancia, creería yo) y estar atentas al sonido de la campanilla de mano que debía colocarse cerca de ella, por si, en su agonía, requería la presencia de la señora Turner. Pero nunca sonó. El mediodía se transformó en atardecer. La señorita Cordelia entró a hurtadillas desde el jardín de sombras largas, negras, verdes y extraños, espeluznantes sonidos de viento nocturno por entre los árboles, y se deslizó hasta el fuego de la cocina. Finalmente, la señora Turner golpeó a la puerta de la señorita Morton y, al no oír respuesta, entró y la encontró fría y muerta en su silla.

      Supongo que una u otra vez nosotras les habíamos contado del funeral que tuvo el viejo escudero; el padre de la señorita Phillis, quiero decir. Había tenido una procesión de arrendatarios de media milla de largo que lo siguió hasta la tumba. La señorita Dorothy envió a buscarme para que le contara qué arrendatarios de su hermano podrían seguir el ataúd de la señorita Morton; pero entre la gente que trabajaba en las hilanderías y la tierra que había dejado de pertenecer a la familia, no pudimos juntar más que veinte personas, entre hombres y mujeres; y uno o dos estaban bastante sucios para que se les pagara por la pérdida de tiempo.

      La pobre señorita Annabella no deseaba ir a la habitación de los dos escalones; ni se atrevía aún a quedarse atrás, pues la señorita Dorothy, en una especie de despecho por no haberla recibido ella como legado, seguía diciéndole a la señorita Annabella que era su deber ocuparla; que era la última voluntad de la señorita Sophronia, y que no le extrañaría si la señorita Sophronia fuera a aparecérsele a la señorita Annabella, si ella no dejaba su cálida habitación, llena de comodidad y grato aroma, por el lúgubre aposento del noreste. Nosotras le dijimos a la señora Turner que temíamos que la señorita Dorothy fuera a ser tristemente muy mandona con la señorita Annabella, y ella sólo meneó la cabeza; lo cual, de parte de una mujer tan habladora, significaba mucho. Pero, justo cuando la señorita Cordelia empezaba a encorvarse, llegó a casa el general, sin que nadie supiera de su venida. Cortante y brusco fue hablar con él. Envió a la señorita Cordelia a una escuela; pero no antes que ella tuviera tiempo de contarnos que quería mucho a su tío, a pesar de sus maneras veloces y apresuradas. Se llevó a las hermanas a Cheltenham, y fue asombroso lo rejuvenecidas que volvieron. Él siempre estaba aquí, allá y en todas partes; y era muy cortés con nosotras en el trato: nos dejaba la llave de la Casa Solariega cada vez que se iban. La señorita Dorothy le tenía miedo, lo cual era una bendición, pues eso la mantenía en orden, y la verdad es que me dio bastante pena cuando ella murió; y en cuanto a la señorita Annabella, se preocupaba por ella hasta que se le dañó la salud y la señorita Cordelia tuvo que dejar la escuela para venir a hacerle compañía. La señorita Cordelia no era linda; tenía una expresión demasiado

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