Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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bajábamos las escaleras. Practicábamos nuestras escalas y dábamos un vistazo a las lecciones que habíamos preparado la nochecita anterior, hasta las ocho y media, cuando hacían su aparición la señorita Wheeler y madame Dubois; entonces se leían las oraciones y después desayunábamos café y cuadrados macizos de pan con manteca, que eran muy buenos durante la primera parte de la semana. Terminado el desayuno, la señora Wheeler tomaba asiento en la cabecera de la mesa y comenzaba el asunto.

      La señora Wheeler era una persona alta, robusta, de voz sonora y actitud autoritaria. Prestaba asidua atención a nuestra conducta, y a menudo nos aseguraban que estaba siendo poco a poco víctima de la tarea de rogarnos que mantuviéramos la cabeza en alto.

      Madame Dubois era una mujer pequeña, mayor, arrugada, de temperamento muy irascible. Llevaba turbante en la cabeza, y usaba algodones en los oídos, y mascullaba las palabras hasta triturarlas. A la una la señora Wheeler cerraba su escritorio y salía deslizándose de la habitación, mientras nosotras procedíamos a subir a cambiarnos para nuestro paseo. La comida estaba lista a nuestro regreso a las tres. Era una comida sencilla, terminaba pronto; y después la señorita Winter ocupaba el lugar de la señora Wheeler a la cabecera de la mesa larga y presidía nuestros estudios hasta el té-cena de las siete. A mí ese intervalo me parecía la parte más grata del día, pues la señorita Winter era despierta y prestaba especial atención donde veía inteligencia o deseos de aprender. Yo estaba menos con ella, no obstante, que muchas de las chicas, porque, por ser una de las alumnas mayores, me esperaba la señora Wheeler para la práctica de piano al menos tres horas diarias. El estudio era una habitación muy amplia, sin alfombrar, con vista a un espacioso jardín de flores. Una parte de los mejores días de primavera y verano se pasaban en ese jardín. A mí me gustaba más estar allí que ir de paseo, porque no nos obligaban a estar juntas. Solía tomar un libro y, cuando el clima no era demasiado frío, me sentaba muy cerca de una fuente, a la sombra de un laburno que pendía sobre ella. Me pregunto si la fuente y el laburno seguirán allí.

      La Casa Woodford era bastante famosa por sus internas misteriosas. Estaba la señora Sparkes, la residente, que siempre tomaba el desayuno en su habitación y se rumoreaba que había venido por mar desde una región lejana de la tierra, donde ella y el capitán Sparkes (su marido) nadaban en oro. Se entendía que, si tenía los derechos, ella valdría diez mil al año. Me temo que no los tenía, pues sospecho que su ingreso habitual alcanzaba a poco más de cien. Era de carácter muy bondadoso, y a todas nos caía bien; pero nuestra vaga asociación de ella con el mar y las tormentas y los arrecifes de coral ocasionaba que circularan como historia suya las más alocadas leyendas. Luego había una bonita chica pálida, de pelo rizado brillante, quien, descubrimos, o nos pareció descubrir, era hija de un vizconde, a quien ella no le caía bien. Era un tema muy sugerente; como el de una joven italiana, que tenía en su posesión una daga de verdad, que muchas de nosotras creíamos que llevaba siempre encima. Pero me parece que todas esas quedaban eclipsadas, en general, por la señorita Winter, quien jamás hablaba de sus parientes, visitaba la oficina de correos en busca de sus cartas para que no las llevaran a la escuela y, además, tenía un pequeño ropero de roble en su habitación, cuya llave llevaba colgada del cuello. ¡Qué vida tenía con algunas de las chicas! ¡Y qué solitaria era, además! Pues no se hallaba ni con la señora Wheeler ni con nosotras; y era imposible estar en términos amistosos con madame Dubois.

      ¡Pobre señorita Winter! Yo jamás la molesté con preguntas impertinentes, y quizá se sentía agradecida conmigo por mi paciencia, pues mis compañeras, todas y cada una, declaraban que ella “trataba con favoritismo a Ruth Irvine”. Yo no era popular entre ellas, porque estudiaba en los feriados de media jornada y en la hora anterior al momento de acostarnos, cuando nos dejaban hacer lo que nos diera la gana. Trataban de reírse de mí por eso; pero no podían; entonces me odiaban como sólo pueden odiar las escolares, y se vengaban diciendo que “mi padre era pobre y yo estaba, por esa razón, ansiosa por aprovechar el tiempo al máximo mientras estaba en la Casa Woodford”. Esa pulla tenía la intención de infligirme una severa mortificación, ya que la escuela estaba impregnada de un profundo respeto por la riqueza, que derivaba, por supuesto, de su directora.

      Sospecho que estudié de más en ese período, pues me convertí en mártir de atroces dolores de cabeza, que a la noche me impedían dormir; y tenía, además, toda clase de costumbres complicadas y afecciones nerviosas. ¡Ah! ¡Los serios esfuerzos de la señora Wheeler por hacerme agraciada! ¡Su desesperación por mis codos! ¡Su desesperanza por mis hombros! ¡Y su mirada indignada ante mi manera de entrar en una habitación!

      Ese año pasé las vacaciones de verano en la Casa Woodford, pues mi padre estaba en el extranjero y yo no tenía ningún pariente lo suficientemente amable como para apiadarse de mi estado de sin hogar, estaba muy desanimada; y mi depresión aumentó tanto la baja fiebre nerviosa que pendía sobre mí, que me vi obligada a guardar cama unos días. La señorita Winter me cuidó por su propia voluntad, y fue para mí como una hermana. Ahora que las otras chicas se habían ido, estaba muy comunicativa. Me enteré de que era huérfana y tenía un hermano y tres hermanas, en todos los casos más jóvenes que ella, que tenían el hábito de consultarla en toda ocasión de importancia. A mí me gustaba mucho oírla hablar de ellos: me parecían prodigios de talento y bondad. El hermano era empleado en una casa mercantil de Londres; las hermanas estaban formándose en una escuela para hijas de militares. El afecto que la unía a ese hermano y a esas hermanas me pareció más fuerte que la muerte o la vida.

      Las vacaciones de las profesoras nunca empezaban hasta mucho después que las nuestras; pero en las vacaciones de verano se les permitía hacer excursiones a pie; y la señorita Winter regresaba de ellas a mi cuarto de enferma, cargada de musgos y flores silvestres. En medio de la desatención y el desprecio de otras, yo sentía un gran consuelo en su apego por mí. Cuando llegó el día de su partida, me dio La balada del viejo marinero de Coleridge; y yo debía guardar eso para siempre y no olvidarme nunca de ella si alguna vez volvía a verla. No creo que hablara así porque tuviera algún presentimiento de enfermedad, pues era muy feliz a su manera tranquila; pero nunca se permitía mirar adelante con mucha esperanza en el futuro. Recibí una carta de ella, para decir que había llegado sana y salva a las habitaciones del hermano en el centro de Londres y se iba a Dover, donde se encontraban las hermanas, y pedirme que no me preocupara por ella. Traté de estar animada, pero el tiempo pasaba cansino sin ella. Todas las mañanas, en el desayuno, oía hablar por vigésima vez de la señorita Nash, que apreciaba tanto la ventaja de pasar las vacaciones con una persona como la señora Wheeler que difícilmente se la pudiera inducir a irse de la Casa Woodford. Ella jamás se quejaba de que el piano del salón trasero tuviera varias notas mudas, ni de que la Historia antigua de Rollin no fuera el espécimen más alegre de la literatura educada. No era un acto caritativo de mi parte; pero no podía evitarlo: odiaba a la señorita Nash. La última parte del día era más agradable: normalmente la señora Sparkes me invitaba a tomar el té y la cena, y me agasajaban en el salón delantero con torta de alcaravea y bollos, al igual que con vino de grosella. Habría disfrutado sumamente de esas invitaciones, pero yo había escrito un poema en cuatro cantos, donde el difunto capitán Sparkes figuraba como pirata y era fusilado por un voluminoso catálogo de atrocidades; y ese secreto era como una carga de plomo en mi mente y me impedía sentirme cómoda con la señora Sparkes. Fue después de una nochecita pasada con esta dama, y en ausencia de la señora Wheeler, que se había ido a Londres para hacer arreglos relativos a la recepción de una nueva alumna, que… pasó eso por primera vez.

      Era una noche tranquila y sofocante; la luna estaba muy luminosa. Yo estaba acostada en mi cama estrecha, blanca, con el pelo todo desordenado sobre la almohada; sin poder dormirme, de ninguna manera, sino total, persistente y obstinadamente despierta, y con todos los sentidos tan aguzados, que podía oír con nitidez el flujo de la fuente afuera y el tictac del reloj a lo lejos en el vestíbulo de abajo. Había dejado abierta la puerta de mi aposento, debido al calor. De repente, a medianoche, cuando la casa estaba en profundo silencio, una ráfaga de aire frío pareció soplar bien hacia dentro de la habitación; y casi inmediatamente después, oí un ruido de pisadas en las escaleras. El dormirme parecía algo

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