Mujeres letales. Graeme Davis

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Mujeres letales - Graeme Davis страница 26

Автор:
Серия:
Издательство:
Mujeres letales - Graeme  Davis

Скачать книгу

actual, algo así como Culo y Colas, o Trasero y Nalgas (N. del T.).

      RELATO DE UN INGENIERO

       Amelia B. Edwards 1866

      Amelia Ann Blandford Edwards nació en Londres en 1831. Hija de un banquero y ex oficial del ejército, se formó en su casa con la madre y demostró ser una promesa como escritora desde temprana edad: publicó su primer poema a los siete años y su primer cuento a los doce. A los veintitantos se convirtió en una novelista popular, conocida por el tiempo y el esfuerzo que dedicaba a los escenarios y a los trasfondos de sus narraciones. Una vez estimó que cada una le llevaba dos años de investigación y escritura.

      Edwards nunca se casó. Murió en abril de 1892, tres meses después que su compañera, Ellen Drew Braysher. Ambas fueron enterradas una al lado de la otra –junto con la hija de Braysher, Sarah, que había fallecido en 1864–, y en 2016 Inglaterra Histórica (oficialmente la Historic Buildings and Monuments Commission for England) incluyó la tumba como monumento histórico, celebrándola como un hito en la historia LGBT inglesa.

      Edwards escribió unos cuantos cuentos de fantasmas, muchos de los cuales, como “The Phantom Coach” (“El coche fantasma”) y “The Four-Fifteen Express” (“El expreso de las cuatro y cuarto”) aparecen regularmente en antologías. Al igual que este último, “Relato de un ingeniero” es un cuento ferroviario: dos jóvenes ingleses van a Italia en busca de trabajo y emociones y se ven enredados en amor, asesinato y –años más tarde– una redención sobrenatural.

      Se llamaba Matthew Price, señor; yo me llamo Benjamin Hardy. Nacimos con pocos días de diferencia; nos criamos en la misma aldea; aprendimos en la misma escuela. No puedo recordar un tiempo en que no hayamos sido amigos íntimos. Incluso de chicos, nunca supimos lo que era una pelea. No teníamos ningún pensamiento, no teníamos ninguna posesión, que no fueran en común. Nos respaldábamos mutuamente, sin miedo, a muerte. Era una amistad como esas sobre las que uno lee a veces en los libros: fuerte y firme como los grandes Peñascos de nuestros páramos nativos, leal como el sol en el cielo.

      El nombre de nuestra aldea era Chadleigh. Muy elevada por encima de las llanuras de pastoreo que se expandían a nuestros pies como un lago verde inconmensurable y se disolvían en bruma en el lejano horizonte, estaba anidada, diminuto caserío construido en piedra, en un hueco protegido más o menos a mitad de camino entre el llano y la meseta. Por encima de nosotros, alzándose cresta tras cresta, falda tras falda, se extendía la región montañosa de los páramos, desnuda y desolada en su mayor parte, con una parcela aquí y allá de campo cultivado o plantación resistente, y coronada en lo más alto por cúmulos de inmensos riscos grises, abruptos, aislados, vetustos, más antiguos que el diluvio. Esos eran los Peñascos: Peñasco de los Druidas, Peñasco del Rey, Peñasco del Castillo y similares; lugares sagrados, según me han contado, en tiempos antiguos, donde se realizaban coronaciones, quemas, sacrificios humanos y toda clase de ritos paganos sangrientos. También huesos han encontrado allí, y puntas de flechas y adornos de oro y vidrio. Yo tenía un vago temor reverencial por los Peñascos en aquellos tiempos juveniles, y no me habría acercado allí después del anochecer ni a cambio del soborno más cuantioso.

      He dicho que nacimos en la misma aldea. Él era hijo de un pequeño granjero, de nombre William Price, y era el mayor de una familia de siete; yo era el hijo único de Ephraim Hardy, el herrero de Chadleigh, hombre muy conocido en aquella zona, cuyo recuerdo no se ha borrado hasta el día de hoy. En la misma medida en que se supone que un granjero es más importante que un herrero, del padre de Mat podría decirse que tenía un rango superior al del mío; pero William Price, con su pequeña propiedad y sus siete niños, era, de hecho, tan pobre como muchos jornaleros; mientras que el herrero, pudiente, ajetreado, popular y manirroto, era una persona de cierta relevancia en el lugar. Todo esto, sin embargo, no tenía nada que ver con Mat y conmigo. Jamás se nos pasaba por la cabeza a ninguno de los dos que su chaqueta estuviera rota en los codos o que nuestros fondos mutuos provinieran por completo de mi bolsillo. Nos bastaba con sentarnos en el mismo banco de escuela, estudiar nuestras tareas del mismo manual, pelear las batallas del otro, escudar las faltas del otro, pescar, juntar nueces, hacernos la rabona, robar juntos en huertos y nidos de pájaros y pasar toda media hora, autorizada o sustraída, en compañía del otro. Fue una época feliz; pero no podía seguir para siempre. Mi padre, como era próspero, resolvió hacerme avanzar en el mundo. Yo tenía que saber más y desempeñarme mejor que él mismo. La herrería no era suficientemente buena, el pequeño mundo de Chadleigh no era suficientemente amplio, para mí. Así sucedió que yo seguí balanceando el portafolios cuando Mat ya estaba silbando en el arado y que al fin, cuando mi rumbo futuro había cobrado forma, nos separáramos, según nos pareció en ese momento, de por vida. Pues, como hijo de herrero que era yo, el horno y la fragua, de una u otra forma, me agradaban más y elegí ser ingeniero mecánico. De modo que mi padre al poco tiempo me colocó como aprendiz en una fundición de Birmingham; y, luego de decirle adiós a Mat y a Chadleigh y a los viejos Peñascos grises a cuya sombra había pasado todos los días de mi vida, dirigí la cara hacia el norte y me encaminé hacia “el Territorio Negro”.

      No voy a prolongar esta parte de mi cuento. Cómo me desempeñé en mi período de aprendizaje; cómo, una vez que cumplí todo mi plazo y me convertí en un trabajador calificado, saqué a Mat del arado y lo llevé al Territorio Negro, donde compartí con él alojamiento, salarios, experiencia, en resumen, todo lo que tenía para dar; cómo él, naturalmente rápido para aprender y rebosante de energía silenciosa, se abrió camino paso a paso y llegó al poco tiempo a ser “personal principal” en su departamento; cómo, durante todos esos años de transformación, y prueba, y esfuerzo, el antiguo afecto juvenil jamás flaqueó ni aflojó, sino que se mantuvo, creciendo con nuestro crecimiento y reforzándose con nuestra fuerza; todos esos son hechos que no necesito más que esbozar aquí.

      Alrededor de esa época –se recordará que hablo de los tiempos en que Mat y yo estábamos del lado positivo de los treinta– sucedió que nuestra firma obtuvo un contrato para proveer seis locomotoras de primera clase para la nueva línea, entonces en proceso de construcción, que correría entre Turín y Génova. Era el primer pedido italiano que recibíamos. Habíamos tenido negocios con Francia, Holanda, Bélgica, Alemania, pero nunca con Italia. La relación, por lo tanto, era nueva y valiosa, tanto más valiosa porque nuestros vecinos trasalpinos acababan de empezar recientemente a construir las vías ferroviarias y con seguridad precisarían más de nuestro buen trabajo inglés a medida que avanzaran. De modo que la firma de Birmingham se puso a trabajar con voluntad en el contrato, extendió nuestras horas de trabajo, aumentó nuestros salarios, tomó más personal y decidió, si la energía y la rapidez lo permitían, ubicarse a la cabeza del mercado laboral italiano y quedarse allí. Se merecían y lograron el éxito. Las seis locomotoras no sólo salieron a tiempo, sino que estuvieron embarcadas, despachadas y entregadas con una rapidez que asombró bastante a nuestro consignatario piamontés. Yo me sentí no poco orgulloso, pueden estar seguros, cuando resulté nombrado para supervisar el transporte de

Скачать книгу