Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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lo que me has hecho esperar estos últimos cinco o seis meses!

      –Es lo mismo que dice Matteo. ¡Qué cansadores son los dos!

      –¡Ah, Gianetta! –dije con pasión–, ¡sé seria por un momento! Yo soy un tipo brusco, es cierto; ni la mitad de lo bueno o lo despierto que te resultarían suficientes; pero te amo con todo mi corazón, y ni un emperador podría amarte más.

      –Me alegra –respondió–; no quiero que me ames menos.

      –¡Entonces, no puedes desear hacerme desgraciado! ¿Me lo juras?

      –¡No juro nada! –dijo ella, con otra carcajada–; ¡excepto que no voy a casarme con Matteo!

      ¡Excepto que no iba a casarse con Matteo! Sólo eso. Ni una palabra de esperanza para mí. Nada más que la condenación de mi amigo. Yo podía obtener de allí consuelo, y triunfo egoísta, y alguna especie de garantía vil, si me era posible. Y eso, para mi vergüenza, hice. Me aferré al aliento vano y, ¡tonto de mí!, le permití darme largas sin respuesta. Desde ese día, abandoné todo esfuerzo de autocontrol y me dejé ir ciego a la deriva hacia… la destrucción.

      Finalmente las cosas se pusieron tan mal entre Mat y yo que pareció que se acercaba una ruptura abierta. Nos evitábamos mutuamente, apenas intercambiábamos una docena de frases al día y nos desprendimos de todos nuestros antiguos hábitos familiares. En esa época –¡me estremece recordarlo!– había momentos en que sentía que lo odiaba.

      Así, con el problema ahondándose y ampliándose entre nosotros día a día, pasaron otro mes o cinco semanas; y llegó febrero; y, con febrero, el carnaval. En Génova dicen que fue un carnaval particularmente insulso; y así debe de haber sido, pues, salvo una o dos banderas colgadas en alguna de las calles principales y una especie de aspecto de festa en las mujeres, no había indicios especiales de la estación. Fue, me parece, el segundo día cuando, después de haber estado en la línea toda la mañana, regresé a Génova al anochecer y, para mi sorpresa, encontré a Mat Price en el andén. Se acercó a mí y me apoyó la mano en el brazo.

      –Volviste tarde –dijo–. Llevo tres cuartos de hora esperándote. ¿Comemos juntos hoy?

      Impulsivo como soy, esa prueba de retorno a la buena voluntad convocó de inmediato mis mejores sentimientos.

      –De todo corazón, Mat –respondí–; ¿vamos a lo de Gozzoli?

      –No, no –dijo él, apresurado–. A algún lugar más tranquilo; algún lugar donde podamos conversar. Tengo algo que decirte.

      Noté que estaba pálido y agitado, y una incómoda sensación de aprehensión se apoderó de mí. Nos decidimos por el Pescatore, una pequeña trattoria apartada, cercana al Molo Vecchio. Allí, en un lóbrego salón, mayormente frecuentado por marinos y con olor a tabaco, pedimos nuestra cena sencilla. Mat apenas si tragó bocado; pero, solicitando enseguida una botella de vino siciliano, bebió con avidez.

      –Bueno, Mat –dije yo cuando nos pusieron el último plato sobre la mesa–, ¿qué noticias tienes?

      –Malas.

      –Lo adiviné por tu cara.

      –Malas para ti; malas para mí. Gianetta.

      –¿Qué hay con Gianetta?

      Se pasó la mano nerviosamente por los labios.

      –Gianetta es falsa; peor que falsa –dijo, con voz ronca–. Valora al corazón de un hombre honesto tanto como valora una flor para su pelo: la usa un día, luego la tira para siempre. Se ha portado cruelmente mal con los dos.

      –¿En qué sentido? ¡Santo cielo, habla!

      –En el peor sentido en que una mujer puede portarse mal con quienes la aman. Se ha vendido al marchese Loredano.

      La sangre se me subió a la cabeza y la cara en un torrente que quemaba. Apenas si veía y no me tenía confianza para hablar.

      –La vi ir para la catedral –continuó rápido él–. Hará unas tres horas. Pensé que tal vez iba a confesarse, así que me quedé atrás y la seguí a cierta distancia. Sin embargo, cuando entró, fue derecho a la parte trasera del púlpito, donde estaba esperándola ese hombre. ¿Lo recuerdas?: un viejo que frecuentaba la tienda uno o dos meses atrás. Bueno, al ver que estaban muy sumidos en una conversación, y que estaban muy cerca del púlpito de espaldas a la iglesia, me dio un ataque de furia y fui derecho por el pasillo central, con la intención de hacer o decir algo, no sabía muy bien qué; pero, en cualquier caso, a aferrarla del brazo y llevarla a casa. Cuando estuve a unos pocos pies de distancia, sin embargo, y encontré tan sólo una enorme columna entre ellos y yo, me detuve. Ellos no alcanzaban a verme, ni yo a ellos; pero alcanzaba a oír sus voces con claridad y… y escuché.

      –Bueno, y escuchaste…

      –Los términos de una negociación vergonzosa: belleza por un lado, oro por el otro; tantos miles de francos al año; una villa cerca de Nápoles… ¡Bah! Me enferma repetirlo.

      Y, con un estremecimiento, se sirvió otra copa de vino y se la bebió de un trago.

      –Después de eso –dijo enseguida–, no hice ningún esfuerzo por llevármela. Todo ese asunto era de tanta sangre fría, tan deliberado, tan vergonzoso, que sentí que sólo tenía que borrármela de la memoria y dejarla librada a su destino. Salí a hurtadillas de la catedral y anduve por ahí junto al mar un largo rato, tratando de enderezar mis pensamientos. Entonces me acordé de ti, Ben; y el recuerdo del modo en que esta libertina se había interpuesto entre nosotros y había roto nuestras vidas me volvió loco. Así que me fui hasta la estación y te esperé. Sentí que tenías que saberlo todo; y… y pensé que, quizá, podríamos volvernos juntos a Inglaterra.

      –¡El marchese Loredano!

      Fue todo lo que conseguí decir; todo lo que conseguí pensar. Tal como acababa de decir de sí mismo Mat, me sentía “anonadado”.

      –Hay una cosa más que tal vez podría contarte también –agregó reticente–, aunque sólo sea para mostrarte lo falsa que puede ser una mujer. Nosotros… íbamos a casarnos el mes que viene.

      –¿Nosotros? ¿Quiénes? ¿A qué te refieres?

      –Me refiero a que íbamos a casarnos…, Gianetta y yo.

      Una repentina tormenta de rabia, de desprecio, de incredulidad, se abatió sobre mí ante eso y pareció llevarse lejos mis sentidos.

      –¿Contigo? –exclamé–. ¿Gianetta casarse contigo? No te creo.

      –Ojalá no me lo hubiera creído yo –respondió él, alzando la vista como desconcertado por mi vehemencia–. Pero ella me lo juró; y pienso que, cuando me lo juró, lo decía en serio.

      –¡A mí me dijo, semanas atrás, que jamás sería tu esposa!

      Le subió el color, se le oscureció la frente; pero cuando llegó su respuesta, fue tan calma como la última.

      –¿De veras? –dijo–. Entonces, es sólo una bajeza más. A mí me dijo que te había rechazado; y esa era la razón por la que manteníamos en secreto nuestro compromiso.

      –Dime

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