Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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como quizá me pase a mí, después de todo!

      –¿Estás loco? –exclamó él–. ¿A qué te refieres?

      –A que pienso que es tan sólo un truco para hacer que me vaya a Inglaterra; que no creo ni una sílaba de tu cuento. ¡Eres un mentiroso, y te odio!

      Se levantó y, apoyando una mano en el respaldo de su silla, me miró a la cara con severidad.

      –Si no fueras Benjamin Hardy –dijo, con deliberación–, te apalearía hasta una pulgada antes de matarte.

      No bien terminaron de salir de su boca esas palabras, me abalancé sobre él. Nunca pude recordar con claridad lo que siguió. Una maldición, un golpe, un forcejeo, un momento de furia ciega, un grito, una confusión de lenguas, un círculo de caras extrañas. Luego veo a Mat recostado en los brazos de un espectador; a mí tembloroso y perplejo… el cuchillo cayendo de mi mano; sangre en el piso; sangre en mis manos; sangre en su camisa. Y luego oigo esas terribles palabras:

      –¡Ah, Ben, me asesinaste!

      No murió; por lo menos, no allí y entonces. Se lo llevaron al hospital más cercano y estuvo unas semanas entre la vida y la muerte. Su caso, decían, era difícil y riesgoso. El cuchillo había entrado justo debajo de la clavícula y perforado hasta los pulmones. No se le permitía hablar ni darse vuelta, apenas respirar con libertad. No podía siquiera levantar la cabeza para beber. Yo me quedé sentado junto a él día y noche durante todo ese tiempo doloroso. Renuncié a mi puesto en el ferrocarril; dejé mi alojamiento en el vicolo Balba; intenté olvidar que alguna vez había respirado en este mundo una mujer como Gianetta Coneglia. Viví solo para Mat; y él trató de vivir, creo yo, más por mí que por él. Así, en las amargas horas silenciosas de pesar y penitencia, cuando ninguna otra mano más que la mía se acercaba a sus labios o le acomodaba la almohada, la antigua amistad volvió incluso con más confianza y lealtad que antes. Él me perdonó, completa y libremente; y yo habría dado agradecido la vida por él.

      Finalmente llegó una clara mañana de primavera en que, dado de alta como convaleciente, salió tambaleante por las puertas del hospital, apoyado en mi brazo y débil como un infante. No estaba curado; tampoco, según me enteré entonces para mi horror y angustia, era posible que se curase alguna vez. Podría seguir viviendo, con cuidado, unos años; pero los pulmones estaban dañados por encima de toda esperanza de remedio, y nunca más podría volver a ser un hombre fuerte y saludable. Esas, dichas a mí en un aparte, fueron las palabras de despedida del médico principal, quien me aconsejó llevarlo sin demora más hacia el sur.

      Lo llevé a una pequeña ciudad costera llamada Rocca, a unas treinta millas de Génova, un lugar solitario y protegido en la Riviera, donde el mar era más azul todavía que el cielo y los acantilados eran verdes con extrañas plantas tropicales, cactus y aloes y palmeras egipcias. Aquí nos alojamos en la casa de un pequeño comerciante; y Mat, para usar sus propias palabras, “se puso a trabajar en ponerse bien en serio”. Pero, ¡ay!, era un trabajo que ninguna seriedad podía promover. Día tras día bajamos a la playa y nos quedamos horas sentados bebiendo el aire marino y observando las velas que iban y venían por alta mar. Al poco tiempo él ya no pudo ir más lejos que el jardín de la casa donde vivíamos. Un poco más adelante, se pasaba los días en un sofá junto a la ventana abierta, a la paciente espera del final. ¡Ay, del final! Habíamos llegado a eso. Iba consumiéndose rápido, menguando con la mengua del verano, y consciente de que la Guadaña estaba cerca. Su único objetivo era ahora suavizar la angustia de mi remordimiento y prepararme para lo que debía llegar pronto.

      –No seguiría viviendo, si pudiera –dijo, acostado en el sofá una nochecita de verano y con la vista levantada hacia las estrellas–. Si pudiera elegir en este momento, pediría irme. Me gustaría que Gianetta supiera que la perdoné.

      –Lo sabrá –le dije, temblando de repente de los pies a la cabeza.

      Me apretó la mano.

      –¿Y le escribirás a mi padre?

      –Sí.

      Yo me había echado un poco atrás, para que no pudiera ver las lágrimas que corrían por mis mejillas; pero él se levantó sobre el codo y miró alrededor.

      –No te preocupes, Ben –susurró; apoyó la cabeza fatigado en la almohada y así murió.

      Y ese fue el final del asunto. Ese fue el final de todo lo que hacía que la vida fuera vida para mí. Allí lo enterré, oyendo el oleaje de un mar extraño sobre una costa extraña. Me quedé junto a la tumba hasta que se fueron el sacerdote y los circunstantes. Vi caer la tierra en el hueco hasta el último terrón y al sepulturero aplastarla con los pies. Entonces, y no antes de entonces, sentí que lo había perdido para siempre: el amigo al que había amado y odiado y matado. Entonces, y no antes de entonces, supe que todo descanso y gozo y esperanza se habían acabado para mí. Desde ese momento se me endureció adentro el corazón y mi vida se llenó de odio. Día y noche, tierra y mar, trabajo y descanso, comida y sueño eran odiosos por igual para mí. Era la maldición de Caín, y el hecho de que mi hermano me hubiera perdonado no la hacía en absoluto más liviana. Paz en la tierra no había más para mí, y la buena voluntad hacia los hombres estaba muerta en mi corazón para siempre. El remordimiento suaviza ciertas naturalezas; pero envenenó la mía. Odiaba a toda la humanidad; pero por encima de toda la humanidad odiaba a la mujer que se había interpuesto entre nosotros dos y había arruinado la vida de ambos.

      Él me había pedido que la buscara y fuera mensajero de su perdón. Antes habría bajado al puerto de Génova y habría asumido la gorra de sarga y el grillete con bola de cualquier galeote que estuviera esforzándose en las obras públicas; pero a pesar de todo eso, hice lo mejor que pude por obedecerle. Volví, solo y a pie. Volví, con la intención de decirle a ella: “Gianetta Coneglia, él te perdonó, pero Dios jamás va a perdonarte”. Pero se había ido. La pequeña tienda estaba alquilada a un nuevo ocupante; y los vecinos sólo sabían que madre e hija se habían marchado de allí muy de repente, y que se suponía que Gianetta estaba bajo la “protección” del marchese Loredano. Cómo hice indagaciones aquí y allá; cómo averigüé que se habían ido a Nápoles, y cómo, inquieto y temerario de mi tiempo, trabajé a bordo a cambio del pasaje en un vapor francés y la seguí; cómo, encontrada la suntuosa villa que era ahora de ella, me enteré de que se había ido de allí unos días atrás a París, donde el marchese era embajador de las Dos Sicilias; cómo, trabajando a bordo a cambio del pasaje de vuelta hasta Marsella y, de allí, en parte por río y en parte por tren, me dirigí a París; cómo, día tras día, recorrí las calles y los parques, vigilé los portones del embajador, seguí su carro y por fin, después de semanas de espera, descubrí el domicilio de ella; cómo, tras escribir una solicitud de entrevista, sus sirvientes me rechazaron de la puerta y me arrojaron mi carta en la cara; cómo, levantando la vista hacia sus ventanas, yo entonces, en vez de perdonar, la maldije solemnemente con las maldiciones más ácidas que mi lengua pudiera idear, y cómo hecho esto, me sacudí de los pies el polvo de París y me convertí en un vagabundo por la faz de la tierra, son hechos que no tengo ahora espacio para contar.

      Los siguientes seis u ocho años de mi vida fueron bastante cambiantes e inestables. Hombre inquieto y malhumorado, tomé empleo aquí y allá, según la oportunidad se ofrecía, volviendo mi mano a muchas cosas y preocupándome poco por lo que ganaba, en la medida en que el trabajo fuera duro y el cambio incesante. Primero de todo, me empleé como jefe de ingenieros en uno de los vapores franceses que hacían viajes entre Marsella y Constantinopla. En Constantinopla cambié a uno de los barcos de la Austrian Lloyd y trabajé un tiempo yendo a y viniendo de Alejandría, Jaffa y esas regiones. Después de eso, me junté con un grupo de hombres del señor Layard en El Cairo y entonces fui Nilo arriba y ocupé un puesto en las excavaciones del túmulo de Nimrud. Luego me convertí en ingeniero mecánico

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