Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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un cambio maravilloso para dos operarios especializados de Birmingham recién venidos del Territorio Negro. La ciudad de las hadas, con fondo creciente de Alpes; el puerto atestado de barcos extraños; el maravilloso cielo azul y el mar más azul todavía; las casas pintadas en los muelles; la pintoresca catedral, revestida de mármol blanco y negro; la calle de los joyeros, semejante a un bazar de Las mil y una noches; la calle de los palacios, con sus patios moriscos, sus fuentes y sus naranjos; las mujeres veladas como novias; los galeotes encadenados de a dos; las procesiones de sacerdotes y monjes; el interminable repicar de campanas; el parloteo de una lengua extraña; la singular claridad y luminosidad del clima; todo eso junto formaba tal combinación de prodigios que el primer día deambulamos en una especie de sueño perplejo, como niños en un parque de diversiones. Antes que terminara esa semana, tentados por la belleza del lugar y la liberalidad de la paga, nos habíamos puesto de acuerdo en conseguir trabajo en la Compañía de Ferrocarriles de Génova y dar la espalda para siempre a Birmingham.

      Entonces empezó una nueva vida, una vida tan activa y saludable, tan impregnada de aire fresco y sol, que a veces nos maravillábamos de cómo podíamos haber soportado la penumbra del Territorio Negro. Íbamos constantemente de un lado a otro de la línea: ya a Génova, ya a Turín, haciendo viajes de prueba de las locomotoras y poniendo nuestras antiguas experiencias al servicio de nuestros nuevos empleadores.

      Entretanto, hicimos de Génova nuestra sede y alquilamos un par de habitaciones arriba de una pequeña tienda en una callejuela lateral que descendía hacia los muelles. ¡Qué callecita más ajetreada!: tan empinada y serpenteante que ningún vehículo podía pasar por allí, y tan estrecha que el cielo parecía una mera franja de cinta azul intenso en las alturas. Allí todas las casas, sin embargo, eran tiendas, donde las mercancías usurpaban la vereda, o estaban apiladas junto a la puerta, o colgaban de los balcones como si fueran tapices; y a lo largo del día entero, del amanecer al anochecer, un torrente incesante de transeúntes se derramaba calle arriba y abajo entre el puerto y el barrio alto de la ciudad.

      Nuestra casera era viuda de un platero y vivía de la venta de adornos de filigrana, joyería barata, peinetas, abanicos y juguetes de marfil y azabache. Tenía una única hija llamada Gianetta, que atendía la tienda y era sencillamente la mujer más hermosa que he contemplado en mi vida. Mirando atrás a través de este fatigoso abismo de años y trayendo la imagen de ella ante mí (como puedo y hago) con toda la vivacidad de la vida, soy incapaz, incluso ahora, de detectar un defecto en su hermosura. No intento describirla. No creo que haya un poeta viviente que pueda encontrar las palabras para hacerlo; pero una vez vi una pintura bastante parecida a ella (ni la mitad de preciosa, pero aun así parecida) y, que yo sepa, esa pintura sigue colgada donde la vi por última vez: en las paredes del Louvre. Representaba a una mujer de ojos castaños y cabello dorado, que miraba por encima del hombro hacia un espejo circular sostenido por un hombre de barba en el fondo. En ese hombre, según entendí entonces, el artista había pintado su propio retrato; en ella, el retrato de la mujer a la que amaba. Ninguna pintura que hubiera visto yo alguna vez era la mitad de hermosa que esa, y sin embargo no era digna de ser nombrada en la misma exhalación que Gianetta Coneglia.

      Pueden tener la certeza de que a la tienda de la viuda no le faltaban clientes. Toda Génova sabía qué bonita cara se podía ver detrás de aquel mostradorcito deslucido; y Gianetta, con lo coqueta que era, tenía más enamorados de los que le interesaba recordar, incluso por el nombre. Hidalgos y sencillos, ricos y pobres, del marinero de gorra roja que compraba sus aros o su amuleto al aristócrata que adquiría despreocupado la mitad de las filigranas de la vidriera, ella los trataba a todos por igual: los alentaba, se reía de ellos, los hacía avanzar y los apagaba a su placer. No tenía más corazón que una estatua de mármol, según descubrimos Mat y yo al poco tiempo, a nuestra propia amarga costa.

      No sé decir hasta el día de hoy cómo ocurrió, o qué me hizo sospechar por vez primera cómo iban las cosas para nosotros dos; pero, mucho antes de que menguara aquel otoño, entre mi amigo y yo había surgido un frío. No era nada que hubiera podido ser puesto en palabras. No era nada que ninguno de los dos hubiera podido explicar o justificar para salvar su vida. Nos alojábamos juntos, comíamos juntos, trabajábamos juntos, exactamente como antes; hacíamos juntos incluso nuestras largas caminatas vespertinas, cuando terminaba nuestro día de trabajo; y excepto, quizá, que estábamos más callados que en otros tiempos, ningún mero espectador habría podido detectar una sombra de cambio. Con todo, lo había, silencioso y sutil, y ensanchaba cada día el abismo entre nosotros.

      No era culpa de él. Él también era demasiado leal y de buen corazón para haber provocado voluntariamente semejante estado de cosas entre nosotros. Ni tampoco creo –por más fogosa que sea mi naturaleza– que fuera culpa mía. Era toda de ella, de ella de principio a fin: el pecado, y la vergüenza, y el pesar.

      Si ella hubiera demostrado una preferencia justa y abierta por alguno de nosotros, ningún daño real habría venido de allí. Yo me habría impuesto a mí mismo cualquier restricción, y sabe Dios que habría soportado cualquier sufrimiento, por ver a Mat realmente feliz. Sé que él habría hecho lo mismo, y más si hubiera podido, por mí. Pero a Gianetta no le importaba un comino ninguno de los dos. Jamás tuvo la intención de elegir entre nosotros. Separarnos le gratificaba la vanidad; le divertía jugar con nosotros. Excedería mis facultades decir cómo, mediante mil imperceptibles matices de coquetería –la persistencia de una mirada, la sustitución de una palabra, el aleteo de una sonrisa–, ella se las ingeniaba para trastornarnos la cabeza y torturarnos el corazón y hacernos amarla. Nos engañó a los dos. Nos alentaba esperanzas; nos enloquecía de celos; nos abrumaba de desesperación. Por mi parte, cuando parecía despertarse en mí una repentina sensación de la ruina que rondaba nuestra senda y veía que la más leal amistad que haya atado alguna vez dos vidas marchaba a la deriva hacia el naufragio y la destrucción, me preguntaba si alguna mujer en el mundo valía lo que Mat había sido para mí y yo para él. Pero eso no sucedía muy a menudo. Yo estaba más dispuesto a cerrar los ojos a la verdad que a afrentarla; y de ese modo seguí viviendo, tercamente, en un sueño.

      Así pasó el otoño y llegó el invierno, el extraño, traicionero invierno genovés, verde de olivos y encinas, luminoso de sol y glacial de tormentas. Con todo, rivales en el fondo y amigos en la superficie, Mat y yo seguimos quedándonos en nuestro alojamiento del vicolo Balba. Todavía Gianetta nos retenía con sus artimañas fatales y su hermosura más fatal aún. Finalmente llegó un día en que sentí que ya no podía seguir soportando el horrible padecimiento y la incertidumbre de esa situación. El sol, juré, no volvería a ponerse antes que yo conociera mi sentencia. Ella tenía que elegir entre nosotros. Tenía que aceptarme o dejarme ir. Yo estaba temerario. Estaba desesperado. Estaba decidido a saber lo peor o lo mejor. Si lo peor, de inmediato le daría la espalda a Génova, a ella, a todos los afanes y propósitos de mi vida pasada, y empezaría de nuevo el mundo. Eso le dije a ella, con pasión y con dureza, plantándomele delante en la pequeña sala trasera de la tienda, una desapacible mañana de diciembre.

      –Si te atrae más Mat –dije–, dímelo en una palabra y nunca más voy a volver a molestarte. Él es más digno de tu amor. Yo soy celoso y exigente; él es tan confiable y desinteresado como una mujer. Habla, Gianetta, ¿tengo que decirte adiós para siempre, o tengo que escribirle a mi madre en Inglaterra pidiéndole que le rece a Dios que bendiga a la mujer que ha prometido ser mi esposa?

      –Abogas bien por la causa de tu amigo –respondió ella, altanera–. Matteo debería estarte agradecido. Esto es más de lo que él haya hecho por ti alguna vez.

      –¡Dame una respuesta, por piedad! –exclamé yo–, ¡y déjame ir!

      –Eres libre de irte o quedarte, signor inglese –respondió ella–. Yo no soy tu carcelera.

      –¿Me pides que me vaya?

      –Beata Madre! No.

      –¿Te casarás

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