Mujeres letales. Graeme Davis
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Bueno, sir John siguió cabalgando en silencio; las pisadas de los cascos de los muchos caballos y el ruido fuerte de los chanclos de los aldeanos era todo lo que se oía. Por más pesado que fuera el gran portón, lo abrieron por completo sobre sus goznes y siguieron cabalgando hasta la escalinata de la Casa Solariega, donde estaba la dama, con su cerrado, sencillo atuendo puritano, las mejillas un único arrebato carmesí, los grandes ojos destellando fuego y nadie detrás de ella, ni con ella, ni cerca de ella, ni a la vista, más que la anciana nodriza temblorosa, agarrada a su vestido con terror suplicante. Sir John se quedó desconcertado; no podía salir con espadas y armas bélicas contra una mujer; sus mismísimos preparativos para forzar una entrada lo volvían ridículo a sus propios ojos y, bien lo sabía, también a ojos de sus alegres, desdeñosos camaradas; de modo que se dio la vuelta y les pidió que permanecieran donde estaban, mientras él se acercaba con su caballo hasta la escalinata y hablaba con la joven dama; y allí lo vieron, sombrero en mano, hablar con ella; y ella, altiva e impasible, sosteniendo lo suyo como si hubiera sido una reina soberana con un ejército a sus espaldas. Lo que hablaron nadie lo oyó; pero él volvió con su caballo, muy serio y con una expresión muy cambiada, aunque sus ojos grises se mostraban más halconados que nunca, como si estuvieran viendo el camino a su fin, aunque todavía muy lejano. No era alguien a quien hacerle bromas en la cara; de modo que, cuando declaró que había cambiado de opinión y no deseaba molestar a una dama tan hermosa en sus posesiones, él y sus caballeros realistas volvieron cabalgando hasta la posada de la aldea y se pasaron allí de jarana todo el día y agasajaron a los arrendatarios, cortando las ramas que los habían incomodado en la cabalgata matinal, para hacer con ellas una fogata en el parque de la aldea, en la cual quemaron una figura, que algunos llamaron Old Noll5 y otros Richard Carr; y podía servir para cualquiera de los dos, decía la gente, pues si no le hubieran dado el nombre de un hombre, la mayoría de las personas lo habría tomado por un leño bifurcado. Pero la nodriza de la dama les contó después a los aldeanos que la señora Alice entró de la soleada escalinata de la Casa Solariega en la gélida sombra de la casa y se sentó y lloró como su pobre fiel sirvienta jamás la había visto llorar antes, ni podría haber imaginado que su orgullosa joven dama lloraría alguna vez. A lo largo de todo aquel día de verano lloró; y si por puro cansancio cesaba por un momento y sólo suspiraba como si se le estuviera rompiendo el corazón, oían a través de las ventanas de arriba –que estaban abiertas a causa del calor– las campanas de la aldea repicar con alegría a través de los árboles, y estallidos de coros a las canciones de los alegres caballeros realistas, todas a favor de los Estuardo. Todo lo que dijo la joven dama fue una o dos veces: “¡Ay, Dios! ¡Estoy muy falta de amigos!”, y la anciana nodriza sabía que era cierto y no podía contradecirla; y siempre pensaba, como dijo mucho después, que tanto llanto de cansancio mostraba que se acercaba alguna pena grande.
Supongo que fue la pena más amarga que haya sufrido alguna vez una mujer orgullosa; pero llegó en la forma de una alegre boda. Cómo, la aldea nunca lo supo. El alegre caballero se fue de Morton a caballo al día siguiente tan ligero y despreocupado como si se hubiera logrado el objetivo y sir John hubiera tomado posesión; y, al poco rato, la nodriza salió tímidamente a hacer las compras en la aldea y a la señora Alice la vieron en los paseos del bosque tan magnífica y orgullosa como siempre a su manera, sólo que un poco más pálida y un poco más triste. La verdad fue, según me han contado, que ella y sir John se habían quedado prendados entre sí en ese parlamento que mantuvieron en la escalinata de la Casa Solariega; ella, a la manera profunda, feroz en que recibía las impresiones de su entera vida, muy profundamente, como si se le hubieran quemado dentro. Sir John era un hombre de aspecto galante, y tenía una especie de gracia y elegancia foráneas. La manera en que a él le gustaba ella era muy distinta: la manera de un hombre, según me cuentan. Ella era una mujer hermosa a la que había que domar y hacer estar a su entera disposición; y tal vez él leyera en los reblandecidos ojos de ella que era posible conquistarla, y de ese modo todos los problemas legales en torno a la posesión de la propiedad concluían de una forma fácil y agradable. Él fue a quedarse con amigos en el vecindario; se lo veía en los paseos preferidos de ella, con el sombrero emplumado en la mano, haciéndole súplicas, y ella con aspecto más reblandecido y mucho más encantador que nunca; y finalmente, a los arrendatarios se les informó de la boda entonces próxima.
Después que se casaron, él se quedó un tiempo con ella en la Casa Solariega y luego regresó a la corte. Dicen que el rechazo obstinado de ella a acompañarlo a Londres fue el motivo de su primera pelea; pero esas voluntades empedernidas y fuertes pelearían desde el primer día de su vida de casados. Ella dijo que la corte no era lugar para una mujer honesta; pero con seguridad sir John sabía más del asunto y ella debería haber confiado en que él se ocuparía de cuidarla. No obstante, la dejó completamente sola; y al principio ella lloró con muchísima amargura, y luego se entregó a su antiguo orgullo y fue más altanera y lúgubre que nunca. Al poco tiempo descubrió conventículos ocultos; y, como sir John jamás la privó de dinero, congregó a su alrededor a los remanentes del antiguo partido puritano y trató de consolarse con largas oraciones, sorbidas a través de la nariz, por la ausencia del marido, pero no sirvió de nada. La tratara como la tratase, ella seguía amándolo con un amor terrible. Una vez, según dicen, se puso el vestido de su doncella de servicio y se fue furtivamente a Londres a averiguar qué sería lo que lo mantenía allí; y algo vio u oyó decir que la cambió por completo, pues volvió como si se le hubiera roto el corazón. Dicen que la única persona a quien amaba con toda la fuerza feroz de su corazón había resultado falsa con ella; y si era así, ¡de qué extrañarse! En la mejor de las épocas ella no era más que una criatura lúgubre, y era un gran honor para la hija de su padre haberse casado con un Morton. No debía tener demasiadas expectativas.
Después de su desaliento vino su religión. Todo anciano predicador puritano del país era bienvenido en la Casa Solariega Morton. Con seguridad eso era suficiente para indignar a sir John. A los Morton nunca les había interesado tener mucha religión, pero lo que tenían había sido hasta el momento bueno en su especie. De modo que, cuando vino sir John esperando un saludo alegre y una tierna muestra de amor, su dama lo exhortó y rezó por él y le citó el último texto puritano que había oído; y él la maldijo, a ella y a sus predicadores; y luego hizo un juramento mortal de que ninguno de ellos encontraría refugio ni bienvenida en ninguna casa de él. Ella lo miró con desprecio y dijo que todavía le faltaba saber en qué condado de Inglaterra se podía encontrar la casa de la que hablaba, pero que en la casa que había comprado su padre, y había heredado ella, todo aquel que predicara el Evangelio sería bienvenido, cualesquiera que fuesen las leyes que los reyes dictaran y cualesquiera que fuesen los juramentos que juraran los secuaces de los reyes. Él no respondió nada, la peor señal para ella; pero tomó una determinación al respecto; y en una hora estaba cabalgando de regreso hacia la bruja francesa que lo había cautivado.
Antes de irse de Morton, dispuso sus espías. Anhelaba atrapar a la esposa en sus feroces garras y castigarla por desafiarlo. Ella lo había hecho odiarla con sus maneras puritanas. Contó los días hasta que llegó el mensajero, salpicado hasta lo alto de la caña de las largas botas, para decir que la señora había invitado a los farsantes predicadores puritanos del vecindario a un encuentro de oraciones y una comida y una noche de descanso en su casa. Sir John sonrió mientras le daba al mensajero cinco piezas de oro por la molestia; y de inmediato tomó caballos de posta y cabalgó largos días hasta llegar a Morton; y justo a tiempo, pues era el día mismo del encuentro de oraciones. En el interior las comidas se hacían en ese entonces a la una. La gente importante de Londres podía trasnochar y comer a las tres de la tarde más o menos; pero los Morton siempre se habían aferrado a las buenas viejas costumbres, y, como las campanas de la iglesia estaban dando las doce cuando sir John entró cabalgando en la aldea, él supo que podía aflojar las bridas; y, echando un vistazo