Mujeres letales. Graeme Davis

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e inclinadas. Me figuro que sir Johan se esperaba que la dama hubiera reunido a sus amigos y estuviera dispuesta a una especie de batalla en defensa de la entrada a la casa; pero ella no tenía amigos. No tenía ninguna relación más cercana que la del duque de Albemarle, y él estaba enojado con ella porque se había negado a ir a la corte para salvar de ese modo su propiedad, según él le aconsejaba.

      Supongo que fue la pena más amarga que haya sufrido alguna vez una mujer orgullosa; pero llegó en la forma de una alegre boda. Cómo, la aldea nunca lo supo. El alegre caballero se fue de Morton a caballo al día siguiente tan ligero y despreocupado como si se hubiera logrado el objetivo y sir John hubiera tomado posesión; y, al poco rato, la nodriza salió tímidamente a hacer las compras en la aldea y a la señora Alice la vieron en los paseos del bosque tan magnífica y orgullosa como siempre a su manera, sólo que un poco más pálida y un poco más triste. La verdad fue, según me han contado, que ella y sir John se habían quedado prendados entre sí en ese parlamento que mantuvieron en la escalinata de la Casa Solariega; ella, a la manera profunda, feroz en que recibía las impresiones de su entera vida, muy profundamente, como si se le hubieran quemado dentro. Sir John era un hombre de aspecto galante, y tenía una especie de gracia y elegancia foráneas. La manera en que a él le gustaba ella era muy distinta: la manera de un hombre, según me cuentan. Ella era una mujer hermosa a la que había que domar y hacer estar a su entera disposición; y tal vez él leyera en los reblandecidos ojos de ella que era posible conquistarla, y de ese modo todos los problemas legales en torno a la posesión de la propiedad concluían de una forma fácil y agradable. Él fue a quedarse con amigos en el vecindario; se lo veía en los paseos preferidos de ella, con el sombrero emplumado en la mano, haciéndole súplicas, y ella con aspecto más reblandecido y mucho más encantador que nunca; y finalmente, a los arrendatarios se les informó de la boda entonces próxima.

      Después que se casaron, él se quedó un tiempo con ella en la Casa Solariega y luego regresó a la corte. Dicen que el rechazo obstinado de ella a acompañarlo a Londres fue el motivo de su primera pelea; pero esas voluntades empedernidas y fuertes pelearían desde el primer día de su vida de casados. Ella dijo que la corte no era lugar para una mujer honesta; pero con seguridad sir John sabía más del asunto y ella debería haber confiado en que él se ocuparía de cuidarla. No obstante, la dejó completamente sola; y al principio ella lloró con muchísima amargura, y luego se entregó a su antiguo orgullo y fue más altanera y lúgubre que nunca. Al poco tiempo descubrió conventículos ocultos; y, como sir John jamás la privó de dinero, congregó a su alrededor a los remanentes del antiguo partido puritano y trató de consolarse con largas oraciones, sorbidas a través de la nariz, por la ausencia del marido, pero no sirvió de nada. La tratara como la tratase, ella seguía amándolo con un amor terrible. Una vez, según dicen, se puso el vestido de su doncella de servicio y se fue furtivamente a Londres a averiguar qué sería lo que lo mantenía allí; y algo vio u oyó decir que la cambió por completo, pues volvió como si se le hubiera roto el corazón. Dicen que la única persona a quien amaba con toda la fuerza feroz de su corazón había resultado falsa con ella; y si era así, ¡de qué extrañarse! En la mejor de las épocas ella no era más que una criatura lúgubre, y era un gran honor para la hija de su padre haberse casado con un Morton. No debía tener demasiadas expectativas.

      Después de su desaliento vino su religión. Todo anciano predicador puritano del país era bienvenido en la Casa Solariega Morton. Con seguridad eso era suficiente para indignar a sir John. A los Morton nunca les había interesado tener mucha religión, pero lo que tenían había sido hasta el momento bueno en su especie. De modo que, cuando vino sir John esperando un saludo alegre y una tierna muestra de amor, su dama lo exhortó y rezó por él y le citó el último texto puritano que había oído; y él la maldijo, a ella y a sus predicadores; y luego hizo un juramento mortal de que ninguno de ellos encontraría refugio ni bienvenida en ninguna casa de él. Ella lo miró con desprecio y dijo que todavía le faltaba saber en qué condado de Inglaterra se podía encontrar la casa de la que hablaba, pero que en la casa que había comprado su padre, y había heredado ella, todo aquel que predicara el Evangelio sería bienvenido, cualesquiera que fuesen las leyes que los reyes dictaran y cualesquiera que fuesen los juramentos que juraran los secuaces de los reyes. Él no respondió nada, la peor señal para ella; pero tomó una determinación al respecto; y en una hora estaba cabalgando de regreso hacia la bruja francesa que lo había cautivado.

      Antes de irse de Morton, dispuso sus espías. Anhelaba atrapar a la esposa en sus feroces garras y castigarla por desafiarlo. Ella lo había hecho odiarla con sus maneras puritanas. Contó los días hasta que llegó el mensajero, salpicado hasta lo alto de la caña de las largas botas, para decir que la señora había invitado a los farsantes predicadores puritanos del vecindario a un encuentro de oraciones y una comida y una noche de descanso en su casa. Sir John sonrió mientras le daba al mensajero cinco piezas de oro por la molestia; y de inmediato tomó caballos de posta y cabalgó largos días hasta llegar a Morton; y justo a tiempo, pues era el día mismo del encuentro de oraciones. En el interior las comidas se hacían en ese entonces a la una. La gente importante de Londres podía trasnochar y comer a las tres de la tarde más o menos; pero los Morton siempre se habían aferrado a las buenas viejas costumbres, y, como las campanas de la iglesia estaban dando las doce cuando sir John entró cabalgando en la aldea, él supo que podía aflojar las bridas; y, echando un vistazo

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