Mujeres letales. Graeme Davis
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”“¡Sálvame, oh, sálvame!”, exclamó ella como loca. Antes que yo pudiera contestar, su tío abrió la puerta con estrépito y se plantó delante de nosotras como un rayo encarnado. Tenía en la mano una carta abierta, los ojos le centelleaban, las ventanas de su nariz estaban dilatadas, temblaba tanto de rabia que los aparadores y la antigua vajilla de porcelana volvieron a sacudirse.
”“¿Conoces”, dijo, “a Charles Le Maitre?”.
”Amelie contestó que sí.
”“¿Cómo es que trabas relaciones con el hijo de mi más mortal enemigo?”
”No hubo respuesta. La pregunta se repitió. Amelie dijo que se había encontrado con él, ¡y al fin confesó que había sido en la parte del castillo en ruinas! Se echó a los pies del tío, se aferró a sus rodillas: el amor le había enseñado elocuencia. Le dijo cuán profundamente lamentaba Charles la antigua enemistad; qué sincero y leal y bueno era él. Inclinándose bien hasta abajo, hasta que su cabellera estuvo amontonada sobre el piso, confesó, con modestia pero con firmeza, que amaba a ese joven; que sacrificaría la riqueza del mundo entero antes que olvidarlo.
”Monsieur parecía estar asfixiándose; se arrancó del cuello el pañuelo de encaje y lo desparramó en pedazos por el piso, hasta que ella lo abrazó. Él la apartó, finalmente; ¡le reprochó el pan que había comido y amontonó odio sobre la memoria de la madre de ella! Pero aunque la naturaleza de Amelie era tierna y afectuosa, el antiguo espíritu de la antigua raza se despertó en su interior; la chica menuda se levantó y se plantó bien erguida frente al hombre de las tormentas.
”“¿Piensas”, dijo, “que porque me inclino ante ti soy débil?, ¿que porque te tengo paciencia no tengo pensamientos? Tú le diste comida a este cuerpo, pero no alimentaste mi corazón; no me diste ni amor, ni ternura, ni compasión; me mostraste frente a tus amigos, como mostrabas a tu caballo. Si por bondad hubieras sembrado las semillas del amor en mi pecho; si hubieras sido un padre para mí en la ternura, yo habría sido para ti… una hija. Nunca conocí un tiempo en que no temblara al oír tus pasos; pero ya no va a ser más así. De buena gana te he querido, he confiado en ti, te estimé; pero temía darte a conocer que tenía corazón, por miedo a que me lo rompieras e insultaras. Ah, señor, quienes esperan amor donde no lo dan y confianza donde no la hay, malogran la hermosa época de la juventud y almacenan para sí una vejez deshonrosa.
”La escena terminó con la caída de monsieur en un ataque de nervios y el traslado de Amelie desmayada a su aposento.
”Esa noche el castillo estuvo envuelto en tormentas; llegaban desde todos los puntos cardinales: ¡trueno, relámpago, granizo y lluvia! El señor estaba acostado en su majestuosa cama y estaba preocupado; apenas podía creer que Amelie hubiera dicho las palabras que él había oído: por más insensible y egoísta que fuera, era también un hombre perspicaz y era la verdad que había en ellas lo que le impactaba. Pero su corazón todavía estaba endurecido; había dado órdenes de que encerraran a Amelie con llave en su aposento y de que detuvieran y apresaran a su enamorado cuando viniera al lugar habitual de los encuentros. Monsieur, como dije, estaba acostado en su majestuosa cama, mientras los relámpagos iluminaban, a intervalos, el oscuro aposento. Yo me había echado en el piso junto a la puerta de ella, pero no alcanzaba a oírla llorar, aunque sabía que estaba dominada por la pena. Mientras estaba allí sentada, con la cabeza apoyada en el dintel de la puerta, una figura pasó desde el aposento a través del roble macizo, sin que se descorrieran los cerrojos. La vi con tanta nitidez como veo ahora las caras de ustedes, bajo la influencia de diversas emociones; nada se abrió, sino que pasó a través, una figura sombría, oscura y vaporosa, pero claramente definida. Supe que era “La Femme Noir” y temblé, porque nunca venía por capricho, sino siempre con un propósito. No tenía miedo por Amelie, porque “La Femme Noir” jamás combatía con las personas magnánimas o virtuosas. Pasó despacio, más despacio de lo que estoy hablando yo, por el corredor, haciéndose cada vez más alta a medida que avanzaba, hasta que entró en el aposento de monsieur por la puerta ubicada exactamente enfrente de donde estaba yo. Se detuvo a los pies de la cama de plumas y el relámpago, ya no más intermitente, con sus amplios destellos mantenía una iluminación continua. Se quedó un rato inmóvil por completo, aunque en tono alto el señor le demandaba de dónde había venido y qué quería. Por fin, durante una pausa de la tormenta, ella le dijo que todo el poder que él poseía no iba a evitar la unión de Amelie y Charles. Oí esa voz yo misma; sonaba como el viento nocturno entre los abetos: fría y estridente, algo que helaba tanto los oídos como el corazón. Aparté la vista mientras ella hablaba y, cuando volví a mirar, ¡había desaparecido! La tormenta continuó aumentando su violencia, y la rabia del señor seguía el ritmo de la guerra de los elementos. Los sirvientes temblaban de terror indefinido; tenían miedo de no sabían qué: los perros les acrecentaban la aprehensión con sus terribles aullidos y luego con ladridos en el tono más alto posible; el señor caminaba por su aposento, llamando en vano a su personal doméstico, pataleando y maldiciendo como un maníaco. Por fin, en medio de destellos de relámpago, se dirigió al extremo de las grandes escaleras y de inmediato el estruendo de la campanilla de alarma se mezcló con el trueno y el rugido de los torrentes montañeses; eso aceleró la llegada de los sirvientes a su presencia, aunque no parecían muy capaces de entender lo que les decía: insistía en que llevaran a Charles ante él. Todos temblábamos, porque estaba loco y lívido de rabia. El guardián, a cuyo cuidado estaba el joven, no se atrevía a entrar en el vestíbulo donde resonaban esas sonoras palabras y pasos pesados, pues, cuando fue en busca de su prisionero, encontró todos los cerrojos y trancas descorridos y la puerta de hierro totalmente abierta: había desaparecido. Monsieur pareció encontrar alivio cuando sus energías fueron convocadas a la acción: ordenó una persecusión instantánea y montó en su corcel, a pesar de la tormenta, a pesar de la furia de los elementos. Aunque los enormes portones se sacudían y el castillo se agitaba como una hoja de álamo temblón, salió, con su senda iluminada por el relámpago: por más osado y valeroso que fuera su caballo, le resultó casi imposible hacerlo avanzar; hundió profundo las espuelas en los flancos del noble animal, hasta que el rojo de la sangre se mezcló con la lluvia. Finalmente se precipitó alocado por la senda hacia el puente que el joven debía atravesar; y cuando llegaron allí, el señor divisó flotando la capa del perseguido, unas pocas yardas más adelante. De nuevo el caballo se reveló contra la voluntad de él, en cuyos ojos destelló el relámpago, y el torrente pareció una masa de fuego rojo; no se oía ningún ruido más que las rugientes aguas; los asistentes al avanzar se aferraron al pasamanos del puente. El joven, inconsciente de la persecusión, continuaba con rapidez: y de nuevo provocado, el caballo se lanzó hacia delante. Al instante, la figura de “La Femme Noir” pasó con la ráfaga que se precipitó por el barranco; el torrente la siguió en su trayectoria, y más de la mitad del puente resultó barrida para siempre. Mientras el señor refrenaba al caballo que antes había impulsado tanto hacia delante, vio al joven de rodillas con los brazos extendidos en la orilla opuesta, de rodillas en gratitud por haberse librado de ese doble peligro. Todos quedaron impactados por la piedad del joven y se alegraron fervientemente de que se hubiera librado, aunque no se atrevieron a decirlo ni a mostrar que lo pensaban. Nunca vi a una persona tan cambiada como al señor cuando reingresó por el portón del castillo: sus mejillas habían empalidecido, sus ojos se habían apagado; su pluma feroz pendía quebrada encima de su hombro, su paso era desigual y con la voz de una muchachita débil dijo: “Tráiganme una copa de vino”. Yo era su copera, y por primera vez en su vida me agradeció con cortesía, y en el calor de la gratitud me palmeó el hombro; la caricia casi me arroja a través del vestíbulo. Qué pasó en su habitación reservada no lo sé. Algunos dijeron que la “La Femme Noir” volvió a visitarlo: yo no sé decir, no la vi; hablo de lo que vi, no de lo que oí decir. La tormenta se fue con un trueno restallante,