Mujeres letales. Graeme Davis

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a la Providencia intercambiar conversación con ese mago. Pero el Poder, en todas sus formas, es respetado por el hombre. El temor reverencial, la curiosidad, una fascinación pegajosa me impulsaron hacia él.

      –Vamos, no te asustes, amigo –dijo el desgraciado–; tengo buen humor cuando me complacen; y algo me complace en tu cuerpo bien proporcionado y tu cara atractiva, aunque pareces un poco desolado. Has sufrido un naufragio en tierra; yo, un naufragio en el mar. Tal vez pueda aquietar la tempestad de tu fortuna como hice con la mía. ¿Vamos a ser amigos? –Y me tendió la mano; yo no pude tocarla–. Bueno, entonces, compañeros; con eso también alcanza. Y ahora, mientras descanso después del zarandeo que acabo de experimentar, cuéntame por qué, joven y galán como pareces, vagas así solo y abatido por esta costa salvaje.

      La voz del desgraciado era chillona y horrible, y sus contorsiones al hablar daban susto al contemplarlas. Sin embargo, consiguió alguna especie de influencia sobre mí, que yo no podía dominar, y le conté mi historia. Cuando terminé, se rio largo y fuerte: las rocas devolvieron en eco el sonido: el infierno parecía estar aullando a mi alrededor.

      –¡Oh primo de Lucifer! –dijo–; de modo que tú también has caído por tu orgullo; y, aunque brillante como el hijo de la Mañana, estás dispuesto a renunciar a tu buen aspecto, a tu novia y a tu bienestar antes que someterte a la tiranía del bien. Honro tu elección, ¡lo juro por mi alma! De modo que has escapado y cedido la victoria, y pretendes morirte de hambre en estas rocas y dejar que las aves te arranquen a picotazos los ojos muertos, mientras tu enemigo y tu prometida se regocijan de tu ruina. Tu orgullo es extrañamente afín a la humildad, me parece.

      Mientras él hablaba, mil pensamientos colmilludos me picaron hasta el corazón.

      –¿Qué querías que hiciera? –exclamé.

      –¿Yo? Nada, excepto que te arrodilles y digas tus oraciones antes de morir. Pero si estuviera en tu lugar, sé la acción que habría que llevar a cabo.

      Me acerqué a él. Sus poderes sobrenaturales lo convertían en un oráculo a mis ojos; sin embargo, un extraño estremecimiento de otro mundo vibró a través de mi figura mientras decía:

      –¡Habla!, instrúyeme, ¿qué acto aconsejas?

      –¡Véngate, hombre! ¡Humilla a tus enemigos!, ¡pisa el cuello del viejo y apodérate de su hija!

      –¡Al este y al oeste dirijo la mirada –exclamé yo– y no veo con qué medios! De tener oro, mucho podría lograr; pero, pobre y solo, estoy impotente.

      El enano había estado sentado sobre su cofre mientras escuchaba mi relato. Ahora se bajó; tocó un resorte; ¡se abrió! Qué mina de riquezas –de joyas centelleantes, radiante oro y pálida plata– se exhibía allí dentro. Un deseo loco de poseer ese tesoro nació dentro de mí.

      –Sin duda –dije– alguien tan poderoso como tú podría hacer cualquier cosa.

      –No –dijo con humildad el monstruo–, soy menos omnipotente de lo que parezco. Poseo algunas cosas que podrías codiciar; pero las daría todas por una pequeña parte, o incluso por un préstamo, de lo que es tuyo.

      –Mis posesiones están a tu servicio –respondí con rencor–: mi pobreza, mi exilio, mi desgracia, todo eso lo regalo libremente.

      –¡Muy bien! Te agradezco. Agrega una sola cosa más a tu regalo y mi tesoro es tuyo.

      –Siendo una nada mi única herencia, ¿qué otra cosa, además de nada, querrías tener?

      –Tu hermosa cara y tus extremidades bien formadas.

      Tuve un escalofrío. Ese monstruo todopoderoso, ¿me asesinaría? Yo no tenía daga. Me olvidé de rezar, pero me puse pálido.

      –Pido un préstamo, no un regalo –dijo la horrorosa criatura–: préstame tu cuerpo tres días; tendrás el mío para enjaular tu alma mientras tanto y, en pago, mi cofre. ¿Qué dices de la oferta? Tres breves días.

      Nos dicen que es peligroso mantener conversaciones ilegales; y bien lo demuestro yo. Mansamente escrito, tal vez pueda parecer increíble que prestara oídos a esa propuesta; pero, a pesar de su fealdad antinatural, había algo fascinante en un ser cuya voz podía gobernar la tierra, el aire y el mar. Sentí un agudo deseo de acceder, pues con ese cofre yo podría dominar los mundos. Mi única vacilación provenía del miedo a que él no fuera fiel a su oferta. Entonces, pensé: pronto voy a morir aquí en estas arenas solitarias y las extremidades que él codicia ya no serán mías; vale la pena correr el riesgo. Y, además, sabía que, de acuerdo con todas las reglas del arte de la magia, había fórmulas y juramentos que ninguno de sus practicantes se atrevía a romper. Vacilé en contestar; y él siguió, ya exhibiendo su riqueza, ya hablando del precio nimio que solicitaba, hasta que pareció una locura negarse. Es así: coloquemos nuestra barca en la corriente del río y allá va, hacia la cascada y la catarata se apresura; cedamos nuestra conducta al salvaje torrente de la pasión y allá vamos, sin saber adónde.

      Él hizo muchos juramentos y yo lo conjuré por muchos nombres sagrados, hasta que vi a ese prodigio de poder, ese soberano de los elementos, vibrar como una hoja de otoño frente a mis palabras; y como si el espíritu hablara a regañadientes y a la fuerza en su interior, al fin él, con voz entrecortada, reveló el hechizo con el cual se lo podía obligar, en caso de que deseara jugar sucio, a entregar el botín ilegítimo. Nuestra cálida sangre viva debía mezclarse para hacer que se arruinara el encanto.

      Basta de este impío tema. Yo estaba persuadido, la cosa estaba hecha. La mañana amaneció sobre mí cuando estaba tendido en la playa de guijarros, y no reconocí mi propia sombra cuando cayó de mí. Me sentí cambiado a una forma de terror, y maldije mi fe fácil y mi ciega credulidad. El cofre estaba allí, allí el oro y las piedras preciosas por las cuales yo había vendido el cuerpo de carne que la naturaleza me había dado. Ese espectáculo apaciguó un poco mis emociones: tres días pasarían pronto.

      Y pasaron. El enano me había suministrado abundantes provisiones para comer. Al principio apenas podía caminar, de tan extrañas y descoyuntadas que estaban todas mis extremidades; y mi voz: era la de ese demonio. Pero me mantuve en silencio, y volví la cara en dirección al sol para no poder ver mi sombra, y conté las horas, y rumié sobre mi futura conducta. Poner a Torella a mis pies, poseer a mi Julieta a pesar de él, toda esa riqueza mía podría lograrlo con facilidad. Durante la noche oscura dormía, y soñaba con el cumplimiento de mis deseos. Dos soles se habían puesto, el tercero amanecía. Yo estaba agitado, con miedo. ¡Ah expectativa, qué cosa horrenda eres, cuando te enciende más el miedo que la esperanza! ¡Cómo te enroscas en torno al corazón y torturas sus pulsaciones! Cómo lanzas punzadas desconocidas por todo nuestro endeble mecanismo, ya pareciendo que nos haces añicos como vidrio roto hasta la nada, ya dándonos una nueva fuerza que no puede hacer nada, y así nos atormentas con una sensación, como la que debe de experimentar un hombre fuerte que no puede romper sus grillos, aunque se doblen ante su apretón. Despacio fue marchando la esfera luminosa, luminosa, hacia arriba por el cielo oriental; largo tiempo se demoró en el cenit, y más despacio aún vagó hacia abajo por el occidental: tocó el borde del horizonte, ¡y se perdió! Sus esplendores estaban en las cumbres del acantilado; se volvieron pardos y grises. El lucero de la tarde brilló luminoso. Pronto llegaría él.

      Bueno,

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