Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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amable de los hombres, y ella se esforzó por mostrame que, obedeciéndole, todo lo siguiente sería bueno. Él recibiría mi demorada sumisión con cálido afecto y un generoso perdón seguiría a mi arrepentimiento: palabras infructuosas para que use una hija dulce y joven con un hombre acostumbrado a convertir su voluntad en ley, ¡y que sentía en su propio corazón a un déspota tan terrible y riguroso que no podía rendir obediencia a nada salvo a sus propios deseos imperiosos! Mi resentimiento creció con la resistencia; mis salvajes compañeros estaban listos para agregar combustible a la llama. Trazamos un plan para llevarnos a Julieta por la fuerza. Al principio pareció coronado con el éxito. A mitad de camino, a nuestro regreso, nos tomaron desprevenidos el padre angustiado y sus sirvientes. Se produjo un conflicto. Antes que llegara la guardia de la ciudad para decidir la victoria en favor de nuestros antagonistas, dos de los servidores de Torella recibieron heridas de peligro.

      Esa parte de mi historia me pesa sobremanera. Como soy un hombre cambiado, me aborrezco en el recuerdo. Ojalá nadie que oiga este cuento se haya sentido así jamás. Un caballo enfurecido por un jinete armado de espuelas punzantes no era más esclavo que yo de la violenta tiranía de mi temperamento. Un diablo poseía mi alma, irritándola hasta la locura. Sentí la voz de la conciencia en mi interior; pero si me rendí a ella por un breve intervalo, fue sólo para ser arrancado un momento después, como por un remolino, transportado en el torrente de la rabia desesperada, juguete de las tormentas engendradas por el orgullo. Me llevaron preso y, a instancias de Torella, me dejaron en libertad. De nuevo regresé para llevarme por la fuerza tanto a él como a la hija a Francia, desventurado país que entonces, asolado por saqueadores y pandillas de soldadesca ilegal, ofrecía agradecido refugio a un criminal como yo. Nuestra conjura fue descubierta. Me sentenciaron al destierro; y, como mis deudas eran ya enormes, mis bienes remanentes fueron puestos en manos de comisionados para pagarlas. Torella de nuevo ofreció su mediación, exigiendo sólo mi promesa de no renovar mis tentativas abortadas con respecto a él y a su hija. Desdeñé sus ofertas y me figuré que triunfaba cuando me echaron de Génova, exiliado solitario sin un centavo. Mis compañeros se habían ido: los habían despachado de la ciudad unas semanas antes y ya estaban en Francia. Me encontraba solo: sin amigos, sin una espada en el flanco ni un ducado en la bolsa.

      Vagué a lo largo de la costa, con un torbellino de pasión poseyendo y desgarrando mi alma. Era como si un carbón al rojo vivo estuviera quemándome el pecho. Al principio medité qué hacer. Me uniría a una pandilla de saqueadores. ¡Venganza!, la palabra me parecía un bálsamo; la abracé, la acaricié, hasta que, como una serpiente, me picó. Entonces de nuevo abjuraría de Génova y la despreciaría, ese pequeño rincón del mundo. Regresaría a París, donde pululaban tantos de mis amigos; donde mis servicios serían aceptados con entusiasmo; donde me abriría camino con mi espada y haría que mi insignificante ciudad natal y el falso de Torella lamentaran el día en que me expulsaron, como a un nuevo Coriolano, de sus murallas. ¿Regresaría a París, así, a pie, como un mendigo, y me presentaría en mi pobreza ante las personas a quienes antes había invitado con suntuosidad? En ese mero pensamiento había hiel.

      La realidad de las cosas empezó a amanecer en mi mente, trayendo en su séquito la desesperación. Durante varios meses había estado preso: los males de mi calabozo habían azotado mi alma hasta la locura, pero habían sojuzgado mi estructura corporal. Estaba endeble y lánguido. Torella había usado mil artificios para suministrarme comodidad; yo los había detectado y despreciado todos, y recogí la cosecha de mi obstinación. ¿Qué había que hacer? ¿Debía agacharme frente a mi enemigo y demandar perdón? ¡Antes morir diez mil muertes! ¡Jamás obtendrían esa victoria! ¡Odio, juré odio eterno! ¿Odio de quién? ¿A quién? ¡De un marginado errante a un noble poderoso! Mis sentimientos y yo no éramos nada para ellos: ya se habían olvidado de alguien tan indigno. ¡Y Julieta! Su cara de ángel y su figura de sílfide destellaban entre las nubes de mi desesperación con vana belleza; porque la había perdido, ¡a ella, gloria y flor del mundo! ¡Otro va a llamarla suya! ¡Esa sonrisa del paraíso va a bendecir a otro!

      Incluso ahora me falla adentro el corazón cuando vuelvo a revolver estas ideas desalentadoras. Ya sojuzgado casi hasta las lágrimas, ya desvariando en mi intenso dolor, seguí errando a lo largo de la costa rocosa, que a cada paso se volvía más salvaje y más desolada. Rocas colgantes y precipicios escarchados miraban al océano sin mareas; negras cavernas abrían sus bostezos; y por siempre, entre los nichos excavados por el mar, murmuraban y se estrellaban las aguas infecundas. Ya mi camino estaba prácticamente obstruido por un abrupto promontorio, ya se volvía casi inviable por fragmentos caídos del acantilado. El anochecer estaba cerca cuando, desde el mar, surgió, como por el movimiento de una varita mágica, una espesa red de nubes, manchando el tardío azur del cielo y oscureciendo y perturbando la profundidad hasta entonces plácida. Las nubes tenían formas extrañas, fantásticas, y cambiaban y se mezclaban y parecían conducidas por un hechizo poderoso. Las olas elevaban sus crestas blancas; el trueno primero murmuró, luego rugió a través del páramo acuático, que tomó un tinte púrpura profundo, salpicado de espuma. El sitio en donde me encontraba miraba, hacia un lado, hacia el extendido océano; hacia el otro, estaba obstruido por un promontorio escabroso. Rodeando ese cabo llegó de repente, impulsado por el viento, un navío. En vano los marineros trataban de forzarle un paso hacia mar abierto: el vendaval lo impulsaba contra las rocas. ¡Van a perecer! ¡Todos los de a bordo van a perecer! ¡Ojalá estuviera entre ellos! Y a mi joven corazón llegó por vez primera la idea de la muerte combinada con la de júbilo. Era un espectáculo espantoso contemplar ese navío en lucha con su destino. Apenas alcanzaba a distinguir a los marineros, pero los oía. ¡Pronto todo se acabó! Una roca, apenas cubierta por las aguas agitadas, y por lo tanto inadvertida, estaba al acecho de su presa. El estruendo de un trueno rompió sobre mi cabeza en el momento en que, con un choque horroroso, el navío se estrelló contra su enemigo invisible. En un breve espacio de tiempo se hizo añicos. Allí estaba yo a salvo; y allí estaban mis prójimos batallando, sin ninguna esperanza, contra la aniquilación. Me parecía verlos luchar: demasiado verazmente oí sus alaridos, derrotando al aullante oleaje con su aguda agonía de dolor. Las oscuras rompientes lanzaban de acá para allá los fragmentos del naufragio: pronto desaparecieron. Me había fascinado observar hasta el último momento: al final caí de rodillas, me tapé la cara con las manos. Volví a alzar la vista: algo flotaba hacia la costa entre las ondas. Se acercaba más y más. ¿Era una figura humana? Se hizo cada vez más nítida; y al final, una ola poderosa, alzando la carga completa, la depositó sobre una roca. ¡Un ser humano a horcajadas sobre un cofre! ¡Un ser humano! Aunque, ¿era un ser humano? Con seguridad jamás había existido uno semejante: un enano contrahecho, de ojos bizcos, rasgos distorsionados y cuerpo deforme, hasta el punto de que se convertía en un horror contemplarlo. Mi sangre, que había estado entibiándose con respecto a un prójimo arrebatado así a una tumba acuática, se heló en mi corazón. El enano se bajó de su cofre; se sacudió el pelo lacio y rebelde del odioso semblante.

      –¡Por San Belcebú! –exclamó–, resulté bien derrotado. –Miró en derredor y me vio–. ¡Oh, por el demonio!, aquí hay otro aliado para el Poderoso. ¿A qué santo le ofreciste tus oraciones, amigo, si no al mío? Aunque no te recuerdo a bordo.

      Me retraje del monstruo y su blasfemia. De nuevo me interrogó, y yo mascullé alguna respuesta inaudible. Él continuó:

      –Tu voz está ahogada por este rugido disonante. ¡Qué ruido hace el inmenso océano! Los escolares desatados de su prisión no son más estruendosos que estas olas puestas en libertad de jugar. Me molestan. No quiero más de su alboroto inoportuno. ¡Silencio, tú, Canoso! ¡Vientos, fuera de aquí! ¡Nubes, vuelen a las antípodas y dejen despejado nuestro cielo!

      Mientras hablaba, extendió los dos brazos largos, flacos, que tenían la apariencia de patas de araña, y pareció abrazar con ellos la extensión que había frente a él. ¿Fue un milagro? Las nubes se rompieron y escaparon; el cielo de azur al principio se asomó, y luego se extendió un tranquilo campo de azul por encima de nosotros; el vendaval tempestuoso se intercambió con el suave soplo del oeste; el mar se volvió calmo; las olas se redujeron a ondulaciones.

      –Me

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