Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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los pies de Julieta y ella sonreía, y luego chillaba, porque veía mi transformación, y de nuevo sonreía, porque aún su bello enamorado estaba de rodillas frente a ella. Pero no era yo: era él, el demonio, engalanado con mis extremidades, hablando con mi voz, conquistándola con mis expresiones de amor. Me esforcé por advertírselo, pero mi lengua se negó a su función; me esforcé por arrancarlo de ella, pero me encontré arraigado al suelo; me desperté con la angustia del dolor. Allí estaban los precipicios escarchados; allí el mar salpicón, la playa sosegada y el cielo azul por encima de todo. ¿Qué significaba? ¿Mi sueño no era otra cosa que un espejo de la verdad? ¿Él estaba cortejando y conquistando a mi prometida? Quería volver a Génova al instante, pero estaba desterrado. Me reí, el alarido del enano brotó por mis labios: ¡yo desterrado! ¡Ah, no! No habían exiliado las inmundas extremidades que tenía yo ahora; con ellas podría entrar, sin miedo de incurrir en la amenazada pena de muerte, en mi propia ciudad, mi ciudad natal.

      Empecé a caminar en dirección a Génova. Ya estaba un poco acostumbrado a mis extremidades deformadas; nadie estuvo jamás tan mal adaptado al movimiento recto; fue con infinita dificultad que avancé. Entonces también deseaba evitar todas las aldeas esparcidas aquí y allá por la marina, pues no tenía ganas de hacer una exhibición de mi fealdad. No estaba muy seguro de que, si me veían, los meros niños no me matarían a piedrazos cuando pasara, por ser un monstruo; algunos saludos poco amables recibí, en efecto, de algunos campesinos o pescadores con los que me encontré por azar. Pero ya era noche oscura antes que me acercara a Génova. El clima estaba tan templado y agradable que se me ocurrió que el marqués y su hija muy probablemente se habían ido de la ciudad a su retiro campestre. Fue de Villa Torella que yo había intentado llevarme por la fuerza a Julieta; había pasado muchas horas reconociendo el lugar y conocía cada pulgada de terreno de sus inmediaciones. Estaba hermosamente situada, envuelta en árboles, sobre las márgenes de un río. A medida que me aproximaba, fue haciéndose evidente que mi conjetura era correcta; es más, que las horas estaban dedicándose a festines y regocijos. Pues la casa estaba iluminada; compases de música suave y alegre me llegaban con la brisa. Se me cayó el alma al suelo. Era tal la generosa amabilidad del corazón de Torella que me sentí seguro de que no se habría permitido manifestaciones públicas de júbilo justo después de mi infortunado destierro, excepto por una causa en la que no me atrevía a pensar mucho.

      La gente campesina estaba llena de energía y congregada alrededor; se me hizo necesario ocultarme; y sin embargo, ansiaba dirigirme a alguien, o escuchar conversación de otros, o de alguna manera obtener información sobre lo que estaba pasando en realidad. Finalmente, entrando por los paseos de los alrededores inmediatos de la mansión, encontré uno lo bastante oscuro para velar mi excesiva horridez; y sin embargo, otros al igual que yo se entretenían en esas sombras. Pronto colegí todo lo que quería saber; todo lo que, primero, me hizo morir el corazón mismísimo de espanto, y luego, lo hizo hervir de indignación. Al día siguiente Julieta iba a ser entregada al penitente, reformado, amado Guido: ¡al día siguiente mi novia iba a pronunciar sus votos matrimoniales para con un demonio del infierno! ¡Y eso lo había hecho yo!: mi maldito orgullo, mi violencia diabólica y mi perversa autoidolatría habían provocado ese hecho. Pues si hubiera actuado como había actuado el desgraciado que me había robado mi figura; si, con actitud a la vez complaciente y digna, me hubiera presentado ante Torella diciendo: “Obré mal, perdóneme; soy indigno de su angélica hija, pero permítame reclamarla de aquí en adelante, cuando mi conducta modificada manifieste que abjuro de mis vicios y me esfuerzo por hacerme de algún modo digno de ella. Voy a servir contra los infieles; y cuando mi celo por la religión y mi verdadera penitencia por el pasado parezcan, a su juicio, haber anulado mis crímenes, permítame llamarme de nuevo hijo suyo”. Así habrá hablado él; y el penitente fue bienvenido tal como el hijo pródigo de las Escrituras: mataron por él al novillo cebado; y él, prosiguiendo todavía por el mismo sendero, exhibió un pesar tan franco por sus locuras, una concesión tan humilde de todos sus derechos y una resolución tan ferviente de recuperarlos mediante una vida de contrición y virtud, que rápidamente conquistó al amable viejo; y un completo perdón y el don de su encantadora hija se siguieron en veloz sucesión.

      ¡Ah, ojalá un ángel del Paraíso me hubiera susurrado que actuara así! Pero ahora, ¿cuál sería el destino de la inocente Julieta? ¿Permitiría Dios esa unión inmunda?, ¿o, destruida por algún prodigio, conectaría el nombre deshonrado de Carega con el peor de los crímenes? Mañana al amanecer iban a estar casados: había una sola manera de impedirlo: enfrentar a mi enemigo y forzar la ratificación de nuestro acuerdo. Sentí que eso solamente podría lograrse mediante una lucha mortal. Yo no tenía espada –si es que mis brazos deformes podían empuñar un arma de soldado–, pero tenía una daga y en ella residía mi esperanza. No había tiempo para sopesar o considerar muy bien la cuestión: podía morir en el intento; pero, además del ardor de los celos y de la desesperación de mi corazón, el honor, la mera humanidad exigían mi caída antes que la no destrucción de las maquinaciones de ese demonio.

      Los invitados se marcharon, las lucen empezaban a desaparecer; era evidente que los habitantes de la villa iban en busca de reposo. Me escondí entre los árboles; el jardín fue quedándose desierto; se cerraron los portones; vagué por allí hasta llegar a una ventana: ¡ah, muy bien la conocía!; una suave luz crepuscular alumbraba la habitación, las cortinas estaban a medio descorrer. Era el templo de la inocencia y la belleza. Su esplendor estaba templado, por así decirlo, por los leves desarreglos que ocasionaba el hecho de que estuviera habitado, y todos los objetos esparcidos exhibían el gusto de la que lo santificaba con su presencia. La vi entrar a veloz paso tenue; la vi acercarse a la ventana; descorrió más aún la cortina y miró hacia la noche. El frescor de la brisa jugó entre sus rizos y los alzó flotando del translúcido mármol de su frente. Juntó las manos, elevó los ojos al cielo. Oí su voz. ¡Guido!, murmuró suave, ¡Guido mío!, y luego, como si la venciera la plenitud de su corazón, cayó de rodillas; los ojos levantados, la actitud agraciada, la gratitud radiante que le iluminaba la cara…, ¡ah, qué palabras anodinas! Corazón mío, siempre imaginas, aunque no puedes retratarla, la belleza celestial de esa criatura de la luz y el amor.

      Oí pasos, pasos firmes y veloces a lo largo del paseo en sombras. Pronto vi avanzar a un caballero, suntuosamente vestido, joven y, me pareció, de agraciado aspecto. Me escondí más cerca todavía. El joven se aproximó; se detuvo bajo la ventana. Ella se incorporó y, al volver a mirar afuera, lo vio y dijo… No puedo, no, en este tiempo lejano no puedo registrar sus términos de suave ternura plateada; a mí estaban dirigidas, pero la respuesta fue de él.

      –No voy a irme –exclamó–; aquí donde has estado, donde planea tu recuerdo como un fantasma descendido del cielo, voy a pasar las largas horas hasta que nos reunamos para jamás, Julieta mía, ni de día ni de noche, volver a separarnos. Pero tú sí, mi amor, retírate; el frío matinal y la brisa intermitente van a ponerte pálidas las mejillas y a llenar de languidez tus ojos iluminados de amor. ¡Ah, dulcísima!, si pudiera imprimir un solo beso en ellos, podría, me parece, reposar.

      Y entonces se aproximó aún más y me pareció que estaba por treparse al aposento. Yo había vacilado, para no aterrarla; ahora ya no era dueño de mí mismo. Me lancé adelante, me arrojé encima de él, lo aparté, exclamé:

      –¡Ah, desgraciado repugnante y malformado!

      No necesito repetir los epítetos, todos tendientes, según parecía, a hacerle recriminaciones a una persona por quien siento actualmente cierta parcialidad. Un alarido brotó de los labios de Julieta. Yo no oía ni veía, solo sentía a mi enemigo, cuya garganta había aferrado, y la empuñadura de mi daga; él luchó, pero no pudo escapar. Finalmente, exhaló estas palabras roncas:

      –¡Adelante! ¡Clávala! ¡Destruye este cuerpo, vas a seguir viviendo: que tu vida sea larga y alegre!

      La daga en descenso se detuvo ante esas palabras, y él, sintiendo que se relajaba mi apretón, se soltó y desenfundó su espada, mientras el alboroto en la casa y el vuelo de antorchas de una habitación a otra mostraban que

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