Mujeres letales. Graeme Davis

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Mujeres letales - Graeme  Davis

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sobre las herraduras de su caballo; pero prestaba poca atención a las respuestas, porque estaba más ocupado con un viejo sirviente de la Casa Solariega, que había estado entreteniéndose en torno a la herrería la mitad de la mañana, para acudir, según pensaba la gente del lugar, a alguna cita con sir John. Cuando terminaron de conversar, sir John se irguió derecho en la montura, se aclaró la garganta y dijo en alta voz:

      –Me aflige oír que su señora está tan mal.

      –¿Está enferma mi señora? –dijo el herrero, como si dudara de la palabra del remilgado viejo sirviente. Y este habría esgrimido una afirmación airada (había estado en Worcester y luchado del lado correcto), pero sir John lo cortó en seco.

      –Mi señora está muy enferma, buen señor Fox. Tiene afectado acá –continuó él, señalándose la cabeza–. Vine a llevarla a Londres, donde el médico del rey va a atenderla. –Y cabalgó despacio hasta la Casa Solariega.

      La señora estaba mejor que nunca en su vida, y más feliz de lo que había estado muchas veces, pues en unos minutos algunas de las personas a quienes más estimaba estarían con ella, algunas de las que habían conocido y valorado a su padre, su difunto padre, a quien su corazón apenado se volvía en la aflicción, como el único verdadero enamorado y amigo que ella había tenido en la tierra. Muchos de los predicadores habrían llegado cabalgando desde lejos: ¿estaba todo en orden en sus habitaciones y sobre la mesa del inmenso salón comedor? Ella había entrado últimamente en hábitos agitados y presurosos. Se dio una vuelta por abajo y luego subió la enorme escalera de roble para ver si en el aposento de la torre estaba todo en orden para el señor Hilton, el más anciano de los predicadores. Entretanto, abajo las doncellas traían tremendas tajadas de carne sazonada fría, cuartos de cordero, pasteles de pollo y todas provisiones semejantes, cuando, de repente, no supieron cómo, se encontraron todas aferradas por brazos fuertes, sus delantales echados sobre sus cabezas a manera de mordaza y ellas mismas llevadas fuera de la casa al prado trasero de las aves de corral, donde, con amenazas de qué cosas peores podrían sucederles, fueron enviadas con muchas palabras vergonzosas (sir John no siempre lograba dominar a sus hombres, muchos de los cuales habían sido soldados en las guerras francesas) de vuelta a la aldea. Se fueron corriendo como liebres asustadas. La señora estaba esparciendo lavanda del año anterior en la habitación del predicador peliblanco y agitando el tarro aromático en el tocador cuando oyó pasos en las escaleras resonantes. No era el paso medido de un puritano; era el estruendo de un hombre de guerra que se acercaba cada vez más, con rápidas zancadas sonoras. Ella conocía esos pasos; el corazón cesó de latirle, no por miedo, sino porque todavía amaba a sir John; y dio un paso adelante para salirle al encuentro, y luego se quedó quieta y tembló, pues se le presentó delante el falso pensamiento halagador de que él podría haber venido todavía en un veloz impulso de revivir el amor y que ese paso apresurado podría estar motivado por la ternura apasionada de un marido. Pero cuando él llegó a la puerta, ella parecía tan calma e indiferente como siempre.

      –Mi señora –dijo él–, usted está reuniendo a sus amigos para algún banquete. ¿Podría saber quiénes están así invitados a una juerga en mi casa? Algunos tipos groseros, veo, por el cúmulo de carne y bebida que hay abajo: bebedores y borrachos, me temo.

      Pero, por la forma de su mirada, ella vio que él sabía todo; y le habló con fría nitidez.

      –El señor Ephraim Dixon, el señor Zerubbabel Hopkins, el señor Ayuda-o-muero Perkins y algunos otros piadosos clérigos, que vienen a pasar la tarde en mi casa.

      Él fue hasta ella y en su rabia le pegó. Ella no levantó ni un brazo para defenderse, sino que se enrojeció un poco por el dolor y luego, corriéndose la pañoleta a un costado, miró la marca carmesí en su cuello blanco.

      –Me lo merezco –dijo–. Me casé con uno de los enemigos de mi padre; uno de esos que habrían perseguido al viejo hasta matarlo. Le di al enemigo de mi padre casa y tierras, cuando vino como mendigo hasta mi puerta; seguí mi díscolo, perverso corazón en eso, en vez de hacer caso a las palabras de mi padre moribundo. ¡Pégame de nuevo y véngate de él una vez más!

      Pero él no quiso, porque ella se lo pedía. Él se soltó la faja y le ató fuerte los brazos, juntos, y ella ni se resistió ni habló. Entonces, empujándola para obligarla a sentarse en el borde de la cama:

      –Siéntate aquí –dijo– y escucha cómo voy a recibir a los viejos hipócritas a quienes te atreviste a invitar a mi casa: mi casa y la casa de mis ancestros, mucho antes que tu padre, un buhonero farsante, anduviera pregonando sus mercancías y estafara a hombres honestos.

      Y, abriendo la ventana del aposento justo arriba de aquella escalinata de la Casa Solariega donde ella lo había esperado con su belleza de doncella tres escasos años breves antes, saludó al grupo de predicadores que entraban a caballo hasta la Casa Solariega con un lenguaje terrible tan repugnante (mi señora lo había provocado más allá de lo soportable, como ven) que los ancianos se dieron la vuelta horrorizados y regresaron lo mejor que pudieron a sus propios lugares.

      Entretanto, abajo los sirvientes de sir John obedecieron las órdenes de su señor. Habían recorrido la casa, cerrado todas las ventanas, todos los postigos y todas las puertas, pero dejando todo lo demás tal como estaba: las carnes frías sobre la mesa, las carnes calientes en el asador, las jarras de plata en el aparador, todo tal como si estuviera dispuesto para un banquete; y entonces el sirviente principal de sir John, del que hablé antes, subió a decirle a su señor que estaba todo listo.

      –¿Están listos el caballo y el asiento trasero? Entonces tú y yo debemos ser las criadas de mi señora. –Y aparentemente en broma para ella, pero en realidad con una profunda intención, vistieron a la indefensa mujer con sus cosas de montar todas mal puestas, y, extraño y desordenado, sir John la bajó por las escaleras; y él y su hombre la ataron al asiento trasero; y sir John se montó adelante. El hombre cerró con llave la puerta grande de la casa y los ecos del ruido metálico atravesaron la Casa Solariega vacía con un ruido ominoso–. Tira la llave –dijo sir John– bien profundo en el mero allá. Mi señora puede ir a buscarla si está así dispuesta, la próxima vez que le ponga en libertad los brazos. Hasta entonces, yo sé de quién dirán que es la Casa Solariega Morton.

      –¡Sir John! Dirán que es la Casa del Diablo, y tú serás su mayordomo.

      Pero la pobre señora habría hecho mejor en refrenar la lengua, pues sir John tan sólo se rio y le dijo que siguiera despotricando. Cuando pasó a través de la aldea, con su sirviente cabalgando detrás, los arrendatarios salieron y se quedaron junto a sus puertas y se compadecieron de él por tener una esposa loca, y lo elogiaron por cuidar de ella y por la oportunidad que le daba de mejorar, al llevarla a que la viera el médico del rey. Pero, en cierto modo, la Casa Solariega recibió un nombre feo; las carnes asadas y hervidas, los patos, los pollos tuvieron tiempo de reducirse a polvo, antes que algún ser humano se atreviera a entrar allí; o, de hecho, tuviera algún derecho a entrar allí, pues sir John jamás volvió a Morton; y en cuanto a mi señora, algunos dijeron que había muerto, y algunos dijeron que estaba loca y encerrada en Londres, y algunos dijeron que sir John la había llevado a un convento en el extranjero.

      –¿Y qué se hizo de ella? –preguntamos nosotras, acercándonos con sigilo a la señora Dawson.

      –¿Y

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