Un Meta-Modelo Cristiano católico de la persona - Volumen I. William Nordling J.
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3. La bondad es fundamental, la maldad no. La tendencia hacia el mal es un desorden de inclinaciones, que son en sí mismas básicamente buenas. Mientras que las heridas del mal no son fundamentales, la bondad duradera de la creación de Dios sí lo es: «Donde el pecado aumentaba, la gracia abundaba aún más» (Rom 5:20).
4. Nuestra lucha contra el mal. El mal y el pecado ponen en peligro el progreso humano. El mal es un desorden y una privación de lo que deberían ser, según la naturaleza humana creada a imagen de Dios: emociones (odio), pensamientos (mentiras), elecciones (dañarse a uno mismo o a otros), compromisos (adulterio en lugar de fidelidad), o desarrollos (fracasos en el desarrollo de las capacidades humanas o en el cumplimiento de otras responsabilidades). El mal se opone a Dios por la desobediencia a la ley del amor, a través de obsesiones demoníacas y de la oposición espiritual, por ejemplo. En el contexto de las luchas contra el mal y la inquietud que produce el pecado, Dios ofrece la redención y puede hacer que todas las cosas colaboren para el bien (Rom 8:28).
III. Redimida
En la encarnación de Jesucristo, Dios da una nueva dignidad a la naturaleza humana y, a través de la muerte y resurrección de Cristo, redime a toda la humanidad, llamando a cada persona a la comunión con Dios y el prójimo, y a la curación y crecimiento interior (Tit 2:14).
1. Felicidad y beatitud eternas. Las personas están llamadas a la comunión con Dios, que se alcanza plenamente solo a través de la ayuda divina y la presencia amorosa y visión beatífica de Dios en la vida venidera. Sin embargo, esta comunión ya se recibe, como un anticipo, en vida, a través de los dones de la fe, la esperanza y el amor (las virtudes teológicas) y a través de la realización experimentada en nuestras vocaciones (1 Jn 3:2; Mt 5:8).
2. Fe. A través de la fe en Dios y la unión con Jesucristo en el bautismo, cada persona es invitada a convertirse en hijo o hija de Dios (Gál 4:5; 1 Jn 3:1) y recibir el don del Espíritu Santo (He 2:38; Jn 14:26). Están llamadas a participar en el trabajo redentor de la evangelización y la santificación, que Cristo realiza a través de su cuerpo, la Iglesia.
3. Esperanza. El pecado, la muerte y el desorden son definitivamente superados gracias a la redención por Jesús (1 Cor 15:54-55). Además, el sufrimiento causado por sus efectos puede ser convertido en fines de salvación (Rom 5:3). Apoyadas por la esperanza y el sacrificio espiritual en medio del sufrimiento (1 Pe 2:5; Rom 12:1), las personas participan en la superación de los efectos del pecado a través de la obra redentora de Cristo, que nos ofrece la guía del Espíritu Santo, la beatitud eterna con Dios, la resurrección del cuerpo y todas las demás promesas del Reino de Dios al final de los tiempos (Rom 6:3-6; Mt 4:17).
4. Amor. Toda la ley y los profetas dependen de dos mandamientos: para amar a Dios, «con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente […] y para amar al prójimo como a uno mismo» (Mt 22: 37-40; véase también Dt 6: 5; Lev 19:18; Mc 12:30; Lc 17:33). Jesucristo da a conocer a la humanidad a sí misma, haciendo evidente su suprema vocación a través del definitivo don de sí mismo, que es el amor (Concilio Vaticano II, 1965, Gaudium et spes [GS] §22); teniendo una semejanza con Dios, el hombre «no puede encontrarse a sí mismo, si no es a través de un sincero don de sí mismo» (GS §24). Darse a uno mismo está basado en la comunión y a menudo implica una forma de autosacrificio.
5. Naturaleza y gracia. La naturaleza humana siempre permanece debilitada por el pecado (emociones desordenadas por la concupiscencia, debilidad de la razón y la voluntad), pero puede ser asistida, y en ciertos aspectos sanada y divinizada, mediante la gracia divina (1 Tes 5:23). Las personas pueden llegar a ser santas a través de una vida basada en la fe, la esperanza y el amor, así como a través de otras virtudes infundidas y el don del Espíritu Santo. Pueden convertirse en «participantes de la naturaleza divina» (2 Pedro 1:4). Todas las personas están llamadas a vivir una vida moralmente buena y se les ofrece la ayuda divina para hacer el bien.
6. Vocación. La vocación se entiende a menudo como un fenómeno religioso, en el que las personas responden a una llamada de Dios para cumplir una función espiritual o un trabajo de vida. Desde una perspectiva cristiana, las vocaciones o llamadas espirituales adoptan tres formas básicas: a) las llamadas a una persona para su relación con Dios, a través de su búsqueda de la santidad; b) el estado de compromiso de una persona en la vida —ya sea soltera, casada, ordenada o religiosa, y c) el trabajo y el servicio de una persona a través del trabajo remunerado, los esfuerzos voluntarios y el servicio diario en las familias y los amigos. Son todas formas de entrega de uno mismo y son todas transformaciones, bajo la gracia, de las capacidades humanas. (Sobre el fundamento filosófico de las vocaciones, véase premisa V.1-4, en este capítulo.)
7. Vocación de santidad. La vocación común a la santidad se basa en la llamada en este mundo a amar a Dios y al prójimo como a uno mismo, y a vivir una vida de buenas obras, que Dios preparó de antemano para cada persona (Lc 10:27; 1 Tes 4:3; Ef 2:10). Dios le da a cada uno una vocación personal: en un papel único e irrepetible, Dios llama a cada persona a realizar el cumplimiento del plan divino (2 Tim 1:9; Concilio Vaticano II, 1964, Lumen gentium [LG] §39).
8. Estados vocacionales. Todas las personas comienzan la vida como solteras y pueden continuar sus vidas así, en el amor y el servicio a Dios y al prójimo. En general, ser miembro de una familia es el primer estado vocacional, y es dentro de esa familia donde se enseña a recibir y dar amor. También hay vocaciones que se comprometen con un estado de vida, es decir, vocaciones para comprometerse a casarse, ordenarse o consagrarse (religiosas). Todos estos estados implican la colaboración en la obra de Dios de santificarse a uno mismo y a otras personas (1 Pe 5:1-4; LG §41-43).
9. Trabajo y servicio. A través de un tercer nivel de vocación, las personas se comprometen con el trabajo y el servicio, remunerado o no, y esto ayuda a su realización y santificación personales, contribuyendo a la vez al bien de la familia, de las demás personas y de la humanidad (Gn 2:15; Mt 25:20). Es a través de ese trabajo como uno puede ejercer el mandato divino de ir más allá de los amigos y la familia para amar al prójimo, acoger al extranjero, ejercer la justicia para los pobres y hacer el bien al enemigo.
10. Oración y sacramentos. Cada persona está llamada a la comunión con Dios a través de la oración. Las prácticas religiosas de oración unen a los individuos a la comunidad y a Dios. Debido a la importancia de la persona en su totalidad, la adoración involucra al cuerpo (a través del silencio y el canto, estar de pie o arrodillarse, comer y beber) y la relación (a través de saludos y darse la paz, o bendiciones y respuestas comunitarias). De esta manera, nuestro cuerpo participa e incluso conoce la fe. Dios ofrece no solo la salvación eterna, sino también apoyo temporal, la curación y la orientación a través de los sacramentos, que están disponibles para todos los creyentes cristianos. Comenzando por el bautismo, los sacramentos son los siete signos eficaces de la gracia divina, instituidos por Jesucristo, ofrecidos por obra del Espíritu Santo y confiados a la Iglesia (2 Cor 5:17; Lc 22:19-20; Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], 2000, §1210). La gracia de Dios no se limita a los sacramentos, ya que permite el bautismo del deseo, que a través de la justicia y la misericordia de Dios se ofrece incluso a los no creyentes.
Esta visión teológica cristiana de la persona (esbozada a través de las premisas explicadas en los apartados A.I-III) se refiere a una realidad ontológica, existencial y teológica para toda la vida humana. En el siguiente apartado, se abordan, resumidamente, cuestiones metafísicas u ontológicas,