La huerta de La Paloma. Eduardo Valencia Hernán

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La huerta de La Paloma - Eduardo Valencia Hernán

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en Melilla por si existe la posibilidad de coartar la extensión de la rebelión a la península. Todavía hay esperanza, la Escuadra Naval mandada por el Gobierno les cortará el camino, seguro que lo hará. Finalmente, el cansancio resuelve lo inevitable. Su excelencia duerme profundamente en su despacho. Solo por un rato.

      En las calles de la capital el nuevo día va abriéndose camino. Un tórrido sábado veraniego que se refleja en la soledad de las grandes avenidas. Todo está tranquilo, hace calor. Las organizaciones sindicales y sus grupos armados, que son muchos, siguen expectantes en una vigilancia intensiva. Saben que pronto se producirá el estallido y se ha de estar preparado. Los militantes socialistas y anarquistas que deambulan por la capital van bien armados y pertrechados dentro de sus coches, que recorren las calles a gran velocidad.

      En el otro bando, los grupos de extrema derecha, los falangistas, están también al acecho y van bien armados. Tienen cierta ventaja, pues más de uno ya sabe cuándo será la fecha y la hora de la sublevación en Madrid. Solo se trata de controlar la impaciencia. Escasea la munición y las armas son obsoletas, aunque todos confían en que cuando se haya dado la orden puedan abastecerse desde el propio Cuartel de la Montaña, núcleo militar de la conspiración.

      Bien entrada la tarde, el Congreso de los Diputados comienza a ser un hervidero de periodistas ansiosos por saber que está pasando. Prácticamente todos los diarios de gran tirada, El Socialista, El Sol, El Mundo Obrero, La Voz, La Libertad, están representados por los sabuesos de la información. Nada se consigue de momento; todo son especulaciones. Por fin, el diputado socialista Indalecio Prieto rompe el silencio informativo.

      —¡Señores!, la guarnición de Melilla se ha sublevado. Solo les puedo decir que la situación en la península está controlada, pero las comunicaciones con el protectorado y con Canarias resultan dificultosas. De momento no hay nada más.

      —¡Pero! ¿Se sabe quién o quiénes son los cabecillas de todo esto?

      —No hay confirmación oficial, pero todos los indicios indican que el general Franco está detrás de todo esto.

      En efecto, un comunicado dirigido desde Melilla por el coronel Solans al general Franco, comandante militar de Canarias, y captado por el SIM (servicio de información militar), corrobora lo ya expuesto por el veterano político. La respuesta del general golpista es inmediata:

      «Gloria al heroico Ejército de África. España, sobre todo. Recibid un saludo entusiasta de estas guarniciones que se unen a vosotros y demás compañeros en la península en estos momentos históricos. Fe ciega en el triunfo ¡Viva España con honor!». El estado de shock dentro del Gobierno es manifiesto. Una de las primeras decisiones del gabinete ministerial es la de censurar al máximo cualquier información que pueda alterar la paz ciudadana, pero ya es demasiado tarde. Casares Quiroga, presidente del Consejo de Ministros, consulta con todo el mundo, pero es incapaz de tomar una decisión que pueda clarificar a la población y a su propio equipo de gobierno cuales son los pasos que seguir.

      —¡Señores! —llama la atención a todos los presentes en su despacho—. Tenemos que acelerar el nombramiento del general Núñez de Prado como nuevo inspector general de Marruecos antes de que la situación sea incontrolable y enviarlo a su destino a la mayor brevedad.

      Efectivamente, el general es convocado en la misma tarde y, tras recibir los poderes gubernamentales de su nombramiento, saldrá esa misma noche a un destino incierto del cual no volverá, al menos vivo. Casares considera que, antes de viajar a Marruecos, el general debe aclarar la situación en Zaragoza.

      Está claro que, ante tal indecisión, el pueblo comienza a prepararse para lo peor, y los sindicatos aceleran sus movimientos. No hay tiempo que perder. Todo está en manos de los comunistas, la UGT, la CNT y la FAI. Solo falta el armamento que el Gobierno se niega a distribuir por miedo a perder el control definitivo del poder y del Estado de derecho. La República, tras cinco años de dura pelea contra las facciones involucionistas, se tambalea. Todo está en manos del destino.

      Casares está nervioso, se encierra por unos momentos en su despacho y empieza a ojear la carta que hace unos días recibió del general Franco en su exilio canario. Una nota cargada de quejas y desagravios, pero que leída ahora de nuevo más detenidamente va cargada de intenciones reaccionarias y con un sentido muy determinado:

      El presidente del Consejo abre su pitillera, eso lo tranquiliza. En ese instante llama a la puerta el general Núñez de Prado.

      —¡Pase, Núñez! —comenta Casares—. ¿Alguna novedad?

      —Se confirma lo del general Franco.

      —Precisamente estaba ojeando la carta que le comenté. Valiente cabrón nos ha salido este gallego. Bueno, siéntese y empecemos a arreglar todo este guirigay. Presiento que las próximas horas van a ser muy largas. Vamos a centrarnos en la evolución, tanto en Cataluña como en Aragón.

      —Señor, en Cataluña la situación está más controlada que en Zaragoza. No creo que Llano de la Encomienda esté con los golpistas, al menos eso es lo que nos ha comunicado Pozas, confirmándome que la Guardia Civil allí no crearía problemas.

      —¿Y en Zaragoza? —pregunta Casares.

      —Cabanellas me preocupa. No es de fiar. Está muy esquivo, como si esperase ganar tiempo. Creo que deberíamos actuar rápido antes de que la situación sea irreversible.

      Tras unos instantes de reflexión…

      —¿Estaría usted dispuesto —pregunta Casares— a presentarse allí y en caso necesario tomar el mando de la situación?

      —Señor, un militar está para cumplir órdenes.

      —Bien, no esperaba menos de usted. Déjeme pensarlo y pronto le comunicaré mi decisión.

      Ninguno de los dos podía adivinar el futuro. Casares no hubiera tomado esa decisión si supiera que enviaba al general a una muerte segura. En efecto, Núñez de Prado nunca volverá de Zaragoza, al menos vivo. No tendrá ocasión de tomar posesión de su destino en África.

      Mientras tanto, Casares Quiroga sigue con sus consultas. Es necesario tomar decisiones y quiere tener todas las opiniones disponibles.

      —¡Que pase el general Riquelme!

      Pasados unos segundos…

      —Señor ministro, a sus órdenes.

      —Siéntese, Riquelme… Es usted el único general de división que tengo cerca de mí. Dígame, ¿qué haría usted si el Cuartel de la Montaña se sublevara?

      —Señor, la situación es complicada, pero, de todos modos, sería imprescindible que la tropa no se desplegara por Madrid y se recluyera en el cuartel. Allí son más inofensivos.

      —Quiero comunicarle —responde Casares— que mi intención, en caso de rebelión, es de reducirla con los medios militares disponibles sin armar a la población, y menos a los sindicatos, pues no me fio de su poder en el momento de que tomaran la calle con las armas.

      —En ese caso, solo queda movilizar a la Guardia Civil y a los guardias de

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