La huerta de La Paloma. Eduardo Valencia Hernán

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La huerta de La Paloma - Eduardo Valencia Hernán страница 8

La huerta de La Paloma - Eduardo Valencia Hernán

Скачать книгу

usted asegurarme la lealtad de toda la oficialidad aquí en Madrid? Piense muy bien la respuesta.

      —Señor…

      —Gracias, Riquelme. Entiendo su posición, pero yo debo tomar mis propias decisiones. En todo caso, espero que esto no llegue a más. Ordene que se hagan los preparativos para poner en estado de alerta a la Guardia Civil y a los de asalto y tenga mucho sigilo con los mandos. Sigo pensando que no las tenemos todas con nosotros.

      Es media tarde del sábado 18 y la confusión informativa sigue en aumento. Los periodistas están ávidos de respuestas. Todo son bulos y especulaciones. Desde el Ministerio de la Gobernación no se confirma ni se desmiente nada. No se sabe a ciencia cierta si el general Mola, en Pamplona, se ha sublevado junto con los carlistas y falangistas. Tampoco se sabe nada del general Queipo de Llano en Sevilla. La espera se hace interminable.

      Todo el mundo comienza a estar nervioso y alarmado. Los dimes y diretes recorren toda la ciudad dependiendo su inclinación de la filiación política de quienes lo divulgan. Se comenta que una parte del Ejército de África se ha sublevado pero que elementos leales al gobierno resisten todavía, y que la flota leal a la República se dirige a sofocar a los sediciosos.

      La población sigue distante de los comunicados oficiales y se teme lo peor pese a las arengas gubernativas de calma total. Mientras tanto, un grupo de periodistas, deseosos de noticias frescas, espera en el Ministerio de la Gobernación la habitual conferencia del ministro. Sin embargo, esta vez son recibidos por el subsecretario de Gobernación.

      —Señores —comenta el subsecretario—, la sublevación se limita al protectorado de Marruecos y dentro de poco se les anunciará el fin de esta situación. La calma en la península es total y no se prevé nada al respecto.

      —¿Y qué pasa en Navarra y en Canarias? —comenta un periodista—. Corre el rumor de que Mola se ha sublevado en Pamplona con los carlistas.

      —No sé nada de Navarra. ¡Todo eso es mentira! El general Mola es leal a la República y no hace mucho él mismo se ha puesto en contacto con el señor ministro. Y eso es todo, buenas tardes.

      En la logia matritense están reunidos algunos militares de la UMRA. Han llegado noticias de que el general Queipo de Llano se ha sublevado en Sevilla, aunque los obreros luchan en las calles. Uno de ellos comenta que seguro se solucionará lo mismo que ocurrió con La Sanjurjada. Sin embargo, la impresión general es que la situación va empeorando. Barcelona, Zaragoza, Valencia, Oviedo, etc. De todas partes llegan noticias de conspiraciones en los cuarteles, aunque algunos se aferran a leves esperanzas.

      —No os preocupéis tanto, opina uno de ellos. En Asturias estamos salvados con Aranda y, además, se comenta que un fuerte contingente de mineros se dirige hacia aquí. Asturias está segura.

      —¡Oye! Y del Cuartel de la Montaña, ¿sabes algo?

      —Que están acuartelados.

      —¡Venga ya! —comenta otro—. Están sublevados. Lo mismo que ese Aranda. A saber, qué debe de estar tramando. Da la sensación de que el Gobierno no se entera de lo que pasa, incluso el coronel Serra, del Cuartel de la Montaña, se niega a entregar los cerrojos a un representante del Gobierno. Creo que al final habrá jaleo. Por otro lado, los barrenderos madrileños, ausentes de la realidad en que están inmersos, siguen con su cotidiano trabajo de limpiar las calles, que es para lo que les pagan.

      17. Romero, Luis, Tres días de Julio, Barcelona: Ariel, 1967.

      Castillo de Montjuic. Cuerpo de guardia

      Eduardo, junto con algunos compañeros más, ha sido trasladado de nuevo a Montjuic. Llevan toda la semana, día sí, día no, reforzando los exteriores del castillo-prisión. Ahora toca descanso en el cuerpo de guardia en espera del próximo relevo…

      —¡Eduardo! —despierta Fermín a su compañero con un leve meneo—. Será mejor que te levantes de la tumbona.

      —Déjame estar un rato más.

      —El sargento de guardia —insiste Fermín— ha dicho que estemos todos atentos y que formemos frente a la entrada en quince minutos.

      —Pero ¿qué pasa para alarmar a todo el mundo? —responde todavía somnoliento tras un corto espacio de sueño mal aprovechado.

      —Parece ser que ha habido follón en África y que la cosa se puede poner fea, así que lávate la cara y coge de nuevo el fusil.

      Al poco rato…

      —¡Pelotón! —vocea el sargento Ibáñez—. ¡Firrrmes! Soldados, se nos ha comunicado que hay cierto descontrol abajo en la ciudad, así que, hasta nueva orden, seguiremos de vigilancia externa aquí procurando tener la máxima cautela en espera de que todo se tranquilice y recibamos nuevas órdenes. ¡Ah!, los permisos de fin de semana quedan cancelados.

      —¡Valencia!

      —Sí, mi sargento —responde al instante.

      —Usted, junto con Rodríguez y Sánchez, formará el primer turno de refuerzo hasta que sean relevados.

      —¡A la orden, mi sargento!

      Eduardo está cabreado. No le han dejado dormir lo suficiente y por momentos su crispación va en aumento. Comienza la ronda con los Mauser en la espalda por dos horas más.

      —No me creo nada de lo que ha dicho el sargento. ¿Le has visto la cara? Está realmente preocupado y más blanco que la hostia.

      —Ya habéis oído las órdenes —responde Sánchez—. A cumplirlas y a esperar a ver qué coño pasa. Estoy seguro de que pronto lo sabremos.

      Eduardo recordaba las numerosas veces que actuó de enlace entre la oficialidad del castillo y los jefes y oficiales que estaban prisioneros en el buque-prisión desde el levantamiento en octubre de 1934, incluso había entablado cierta amistad con el teniente coronel Juan Ricart, uno de los implicados en el golpe.

      Conforme iba entrando la noche, muchos ya sabían que lo de África iba en serio y también que las guarniciones militares de Canarias se habían sublevado, por lo que el nombre del general Franco, el golpista, ya empezaba a correr de boca en boca. Era cuestión de horas saber cuál sería el siguiente paso de los rebeldes en su obsesión de desestabilizar al Gobierno de la República. Sin embargo, ante este estado de alarma, nadie podía sospechar como iba a ser la actitud del pueblo y de sus gobernantes, ya que, aunque se esperaba una reacción así por parte del Ejército, los acontecimientos no tardarían en desbordar toda previsión de control frente a los sublevados. Tampoco se sabía que harían los sindicalistas y anarquistas. Las circunstancias en Barcelona habían cambiado desde la revuelta anterior en octubre de 1934. En esta ocasión, era parte del Ejército el que se sublevaba contra el orden establecido y la Generalitat el organismo amenazado por los rebeldes.

      En la comandancia del castillo…

      —A la orden de usted, mi capitán, se presenta el alférez Ramírez.

      —Descanse —responde el capitán Lozano—. Vienen ustedes del regimiento Alcántara, ¿verdad?

      —Sí,

Скачать книгу