Arauca: Una Escuela de Justicia Comunitaria para Colombia. Edgar Ardila
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LA JUSTICIA COMUNITARIA Y LA CONSTRUCCIÓN DE COLOMBIANIDAD EN EL SARARE
Hay una gran distancia entre las fórmulas jurídico-políticas de la modernidad y la realidad de nuestras estructuras orgánicas. Mientras en Europa el concepto de nación precede al del Estado y se concibe como un conjunto humano, que por compartir territorio e historia se siente parte de lo mismo, la Constitución establece la nación a partir del discurso de un pequeño grupo que se considera heredero de españoles y no se identifica con la mayoría, de las pretensiones territoriales que fijan en las normas y de los mapas que no están integrados espacialmente. De acuerdo con esto, el orden jurídico se organiza sobre una nación que es poco más que una formalidad, no solo porque carece del requerido fundamento identitario, sino también del alcance territorial que pregona.
La gran profesora colombiana María Teresa Uribe caracteriza amplias zonas por la carencia institucional del Estado, que no implica necesariamente la falta de presencia física, sino su incapacidad de operar y, en consecuencia, su impotencia para producir los referentes simbólicos de lo nacional que ordenen las relaciones sociales. Con lo cual, en caso de conflicto, la acción reivindicatoria o retaliatoria por mano propia solo encuentra alternativas viables en la intervención de poderes territoriales no nacionales que pueden imponer el orden o competir para imponerlo (Uribe, 2001).
Si bien hoy podemos constatar que —además de una plaza de Bolívar y una estatua de Santander— en esos municipios hay jueces y otros operadores de justicia, su presencia allí en muchos casos no es más que simbólica, porque no garantiza el orden nacional en el territorio, pues para actuar carecen de capacidad operativa, de garantías de seguridad para ellos, de respaldo de la fuerza pública para sus actuaciones y de legitimidad en la comunidad (García, 2008). Así, los conflictos que más afectan a la comunidad son gestionados por los poderes extraestatales, en territorios de todas maneras con orden extraestatal o, de manera más violenta y letal, en las zonas de caos donde compiten los diferentes actores por el dominio territorial (Ardila, 2018).
Arauca es un caso particular dentro de este panorama. Sin haber encontrado una vía para que la región avizorara en la historia condiciones físicas, políticas, económicas y culturales de integración con el resto del país, en apenas cinco décadas ha sido sometida a dinámicas provenientes del resto del país que la lesionan y la fraccionan aún más. Arauca, cultural y físicamente, hace parte de la región bastante homogénea que se conoce como “Los Llanos”, y que comparten Colombia y Venezuela. De manera más o menos similar al resto de los departamentos de esta enorme región, Arauca permaneció más integrada con los llanos1 y relativamente aislada del resto del país, y no ha encontrado oportunidad de participar en la construcción de identidad nacional2.
La expansión paulatina y centenaria de la economía ganadera de pastoreo, aunque generalmente no reivindicaba títulos de propiedad, atacó los sistemas de relacionamiento de la población indígena con la naturaleza, especialmente de los pueblos nómadas. La expulsión creciente de los llamados “guahibos” de sus propios territorios ha estado sustentada en un ideario racista desde el que no solo se les ha excluido de las pocas oportunidades existentes, sino que se les ha asesinado3. Sin embargo, es en la segunda mitad del siglo XX que se producen los rasgos más profundos del actual escenario de fraccionamiento social y cultural, luego de una migración desordenada y agresiva que no solo ataca de frente la territorialidad de los pueblos nativos, sino una cierta comunalidad existente en el pastoreo de ganado.
Durante la mayor parte de la Colonia predominó la población indígena, en parte sometida a la explotación ganadera impulsada por los jesuitas, aunque hubo una paulatina colonización de zonas aledañas, incluso venezolanas, que fueron definiendo una configuración cultural y fenotípica que se conoce externamente como el llanero, y allá denominan criollo. Esta población aprendió de los indígenas su interacción con la naturaleza, pero se vinculó con la ganadería en el pastoreo de los grandes hatos que sucedieron a la expulsión, en el siglo XIX, de la Compañía de Jesús.
Esa situación empezó a tener un cambio rotundo y unos choques interculturales por la migración masiva de los departamentos andinos a partir de la violencia del medio siglo, pero que arreció con la expectativa generada por el descubrimiento de petróleo en los años ochenta. La población del Sarare por lo menos se duplicó en treinta años, principalmente, por la inmigración, que expandió una tendencia cultural y fenotipo andino en los municipios de Saravena, Fortul y Arauquita, que los lugareños denominan “guates”.
Los desplazamientos forzados por el conflicto armado compelieron por décadas a oriundos de Santander, Boyacá y otras regiones de Colombia a abrirse espacio en este territorio, en disputa con la población ya asentada. Pero los recién llegados no pudieron dejar atrás los factores y los actores que los llevaron hasta allí y tampoco encontraron respuestas institucionales a sus necesidades en el nuevo territorio. Por el contrario, lo protuberante ha sido la presencia y el control de los actores armados. Con un Estado ausente, en medio de los esfuerzos autogestionarios de las comunidades, fueron medrando proyectos territoriales guerrilleros que, ante las necesidades de las comunidades, procuraron cooptar los recursos y las organizaciones que ellas habían desarrollado o, simplemente, imponer sus condiciones para hacer alguna oferta para la solución de conflictos y otras necesidades de la comunidad.
En los años ochenta, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) se hizo fuerte y predominó en el territorio. En los noventa, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) lograron disputarle amplias zonas e imponerse en varias de ellas en una confrontación crónica que se prolonga hasta esta década, dejando más líderes sociales víctimas que bajas entre las partes. Al comienzo del siglo, aprovechando el repliegue de la guerrilla, logrado por las fuerzas armadas del Estado, grupos paramilitares se expandieron desde el sur, arrasando el liderazgo social existente entonces. En todos los casos, las comunidades tuvieron que reconstruirse luego de que, al asesinar o desplazar a sus líderes, se les privaba de los recursos colectivos para atender sus necesidades.
Frente a muchos de sus problemas, en las últimas décadas, el Estado viene dando respuestas muy precarias y limitadas en su alcance. El Sarare, a pesar de la enorme riqueza petrolera —que en su mayoría se bombea por un tubo sin que llegue a verse—, es una zona marginalizada y se encuentra por debajo de los índices de satisfacción de las necesidades que se registran en el país (datos de pobreza, participación, estratos económicos, PIB per cápita, NBI).
Pero ese no es el único problema, el territorio está fuertemente fragmentado. Por una parte, a causa de la lucha bélica por el territorio, se ha incrementado el aislamiento de unas zonas y otras; y se han dividido en su interior, incluso, las comunidades y hasta a las familias por la desconfianza, la polarización y la estigmatización mutuas. Por otra parte, las dinámicas de poblamiento y la ubicación socioeconómica han demarcado cuatro grupos sociales que tienden a diferenciarse y a discriminar de arriba hacia abajo así: en la cresta, beneficiarios de la economía petrolera y de los recursos públicos, como la burocracia estatal sempiterna; enseguida, los guates, que a través de la apropiación de la tierra y el comercio se han convertido en el sector que dinamiza la economía capitalista en la región y constituye la población mayoritaria, salvo en Tame; en un nivel inferior, está el sector que identifica a todos los llaneros, los criollos, que son población en general carente de propiedades y de acceso a los beneficios sociales y se ubica en zonas muy marginales; en la parte más baja, u’was, hitnüs, macaguanes, betoyes y sikuanis, muy reducidos en sus miembros, población indígena que se mantiene aferrada a su identidad, de cara a una sociedad que mayoritariamente los excluye.