Arauca: Una Escuela de Justicia Comunitaria para Colombia. Edgar Ardila
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Los acumulados comunitarios deben fortalecerse para que se apropien conscientemente con vocación de permanencia y desarrollen su potencial, y para que se proyecten nacionalmente en diálogo con la institucionalidad del país. Y es allí donde encuentra su sentido la labor que realizamos desde una entidad académica como la Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional de Colombia en esas tierras. Entendemos que nuestro papel debe ser el de participar en la construcción del proyecto de nación desde el Sarare y para el Sarare. Es decir, un proyecto dirigido a que lo que es la región sea una parte del horizonte del país y que lo que construimos como país le aporte a la región. Que la suerte de los Hiawathas que germinan en las comunidades piedemontanas sea recogida como activo en los acumulados normativos e institucionales del país y que en lo nacional haya un aporte reconocible y útil para la gestión de las necesidades específicas del territorio, empezando por la convivencia pacífica, la inclusión y la igualdad en las relaciones.
Ese marco define los propósitos de una labor académica que para ser participativa exige que se haga de la mano y en diálogo con los diferentes sujetos que interactúan en el territorio. En primer lugar, ante todo la labor es de visibilización. Debe contarse con sensibilidad para percibir los problemas y sus respuestas. Al mismo tiempo, con herramientas conceptuales y metodológicas que permitan reconocer y hacer visibles, para la comunidad y los actores llamados a interlocutar con ella, las dinámicas mediante las cuales se regula y gestiona la convivencia. Se busca que se reconozca el aporte y la potencialidad que tienen a través de un enriquecimiento teórico y comparativo.
En segundo lugar, el rol de la Universidad es el de aportar en la transformación positiva de lo que existe. Es el más exigente, porque nos movemos entre dos extremos peligrosos que deben evitarse. De un lado, existe el riesgo de que se entable una relación vertical en la que se impongan los conocimientos académicos y los valores que portan y, en consecuencia, el mejoramiento que se promueve se reduzca a una modernización más burda o más sofisticada. Del otro lado, puede caerse en una visión que mitifica lo comunitario y se limita a recoger y hacer un mejoramiento formal por considerar que la intervención contamina los procesos, dejando intactas o reforzando dinámicas de violencia estructural, de dominación, de explotación o de discriminación. El mejoramiento implica el diálogo de saberes en un ejercicio constante de autoevaluación de lo que se hace y de autocrítica sobre lo que hay y lo que se propone.
En tercer lugar, nuestra labor es la de aportar en el posicionamiento de las herramientas comunitarias. Su fortaleza y su impacto están marcados por su capacidad de incidir gracias al apoyo que reciben y a los canales mediante los cuales actúan. Entonces, como equipo académico tenemos una tarea de interlocución mediante la cual acompañemos la producción de capital social comunitario y construyamos puentes para generar condiciones para una interacción horizontal y un diálogo de saberes también con los diferentes actores presentes en el territorio, incluidos los operadores jurídicos.
Nuestra labor se dirige entonces a procurar el diálogo con actores e instancias situadas en espacios subalternos o marginales que, aunque no aparecen en los libros de historia, en los discursos políticos ni en los programas oficiales, cimentan algún nivel de convivencia y son lo más importante para que allí pueda continuar la vida en común. Más allá en las comunidades cuentan con muy poco. A esa escala, los códigos y las instituciones oficiales tienen muy poca o nula incidencia en la gestión de los conflictos y el orden social; mientras el uso directo de la fuerza, estatal o no, por basarse primordialmente en la intimidación, puede causar fractura en la comunidad y solo tiene un impacto limitado en el tiempo y en el espacio. Resulta evidente que las respuestas comunitarias a las necesidades de justicia son las que logran impactos sostenibles, y generalmente son las que llegan y resultan creíbles en cada sitio.
Con la misma perspectiva deben leerse los programas de acceso a la justicia que el Estado ha adelantado en este y otros territorios similares en el país. Lo que se ofrece son unas figuras que son sucedáneas de la justicia estatal, que cuentan con menos recursos, menos exigencias formales, casi nulo respaldo institucional y menos alcances para atender casos. En ellas no se ve la intención de incluir y recoger los procesos y las instancias puntuales existentes. Por ello, tampoco resultan creíbles y logran un impacto muy reducido. De hecho, pueden llegar dando palos de ciego al desconocer las prioridades en las necesidades de justicia que tiene la gente en cada lugar. Los irrisorios recursos que se les asignan4 no les permiten continuidad ni en el territorio —porque casi solo alcanzan la zona urbana de municipios rurales— ni en el tiempo —son inversiones episódicas, sin sostenibilidad financiera—, mientras que los actores y las instancias comunitarias están presentes todos los días, en lugares mucho más cercanos física, social y culturalmente para sus factibles usuarios.
Llegar a una zona con una oferta insostenible de justicia causa un daño peor que la ausencia generalizada del Estado, porque genera unas expectativas que deslegitiman lo logrado por la comunidad a través de sus propias instancias o procedimientos y transforman intereses en pretensiones jurídicas que probablemente las instancias oficiales no van a poder garantizar. El acceso a la justicia, entendido como la finalidad de mejorar las condiciones de convivencia y garantía de los derechos, tiene mucho más sentido si se construye sobre lo que la comunidad misma prodiga, reconociendo sus limitaciones y sus alcances, sus ventajas y sus desventajas, sus carencias y sus aportes. La gestión de los conflictos y la convivencia puede avanzar mucho, incluso en los programas oficiales, si se apalanca en las capacidades comunitarias y se dirige a trabajar de la mano con sus propias instancias para superar los problemas que tienen.
Y en esa dirección se inscribe la labor de la Escuela de Justicia Comunitaria de la Universidad Nacional. Como actor externo, a través del diálogo y el análisis conjunto con los actores locales, la Escuela apunta a fortalecer en la comunidad la respuesta a las necesidades de justicia que se le presentan y a transformar la experiencia colectiva con la normatividad y los conflictos. Como equipo universitario, no solo aportamos saberes y herramientas que puedan ser apropiadas críticamente en nuestros escenarios directos de acción, sino que procuramos identificar y abstraer los elementos y aprendizajes que pueden favorecer a otros grupos humanos, a través de la gestión de conocimiento dirigido a obras escritas o a la labor pedagógica nuestra o de entidades colegas.
Es en ese sentido que encontramos en esta región una escuela para el país. En conjunto con los actores del Sarare hemos hecho aprendizajes sobre la justicia comunitaria que pueden irrigarse al resto del país para mejorar la respuesta a la conflictividad y la administración de justicia, cohesionarnos desde la diversidad, construirnos como nación desde los diferentes rincones del territorio y convivir pacíficamente en todas las escalas, estableciendo condiciones para que los conflictos sean tramitados adecuadamente desde los espacios más próximos.
En cuanto a lo primero, por la necesidad que tiene la comunidad de unos mínimos de armonía, es prioritario que la gestión comunitaria de los conflictos se realice con integralidad, sobre todo en estas zonas, donde la fortaleza interna de las instancias se funda sobre el propósito implícito de evitar que los conflictos desborden a la comunidad como condición para la sobrevivencia incluso física. En la comunidad puede conocerse el contexto de cada conflicto y los factores que inciden en su desarrollo o tratamiento. Para avanzar en esa gestión integral, debe contarse con herramientas —capacitación específica, recursos y respaldo— que eleven la calidad de las actuaciones y las decisiones e impactar positivamente