Arauca: Una Escuela de Justicia Comunitaria para Colombia. Edgar Ardila
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La acción coactiva de actores ilegales es, en parte, una consecuencia de esa exclusión. La instrumentalización de la violencia para tramitar los conflictos ha sido un recurso más utilizado que la fuerza que corresponde a los actores estatales en buena parte del territorio. La población se somete a los actores armados no solo por miedo a sus represalias, sino también, en muchos casos, por la necesidad que se tiene de zanjar conflictos que no se está dispuesto dejar en suspenso, y ese es el camino que predomina. Es la contracara de la inacción del Estado que aparece en muchos estudios sobre la violencia en esta u otras zonas del país. Pero tampoco desde aquí puede comprenderse plenamente el conjunto de dinámicas que determinan los comportamientos y enmarcan las dinámicas de orden social reinantes en la zona.
La manera como la gente actúa y se relaciona entre sí, también como tramita sus controversias, es la sumatoria de diversos vectores que interactúan de manera compleja y muchas veces contradictoria. Están sin resolverse los choques que surgen de las normas que siguen las personas para trabajar, para acceder a la naturaleza y a los bienes, para intercambiar recursos, para reproducirse o para participar en las acciones colectivas, pues estas no son homogéneas. Para los indígenas y una parte del campesinado, los parámetros son los que plantaron los ancestros; mientras que, para los colonos de las últimas décadas, son los que trajeron de sus zonas de origen. El impulso de las normas estatales también llega débil al pasar por los filtros de comunidades de fe o de grupos políticos poco interesados en el discurso de la legalidad.
Además, ya hemos visto que, como resultante de ese juego vectorial muchas veces también conflictivo, han ido surgiendo, con mayor o menor sostenibilidad, instancias, saberes y procedimientos mediante los cuales las comunidades han buscado atender por sí mismas las necesidades de justicia que se presentan a su interior. Esas normas y esas instancias, con sus limitaciones y sus defectos, tienen una profunda y extensa significación en la vida de los sarareños. El modo de ser araucano se ha venido construyendo en esa área comunitaria todavía poco visible pero mucho más real y presente que los códigos legales y las metralletas. Hay una trayectoria de experiencias, incluso algunas efímeras y ocasionales, que han ido dejando también enseñanzas sobre cómo abordar los conflictos y han decantado capacidades que se han convertido en el patrimonio más valioso para enfrentarlos. Son esas normas y esas instancias las que representan el sentir y el ser de este territorio llanero.
Es allí donde se ubica el lugar específico de la EJCUN en la misión de la Universidad. La resignificación de la nación no puede hacerse con la exclusión de Arauca, de sus identidades, de su obra colectiva, de las normas que encauzan su interacción, de los instrumentos que han generado para tramitar sus controversias pacíficamente. El sistema jurídico y la función de administrar justicia debe buscar los caminos para que este acumulado pueda ser canalizado. Empeñarse en desconocerlo, intentando imponer modelos únicos, es remar contra la corriente y, sobre todo, puede tener un efecto que solo llega a destruir lo poco o mucho con lo que cuenta la población.
Si, ante la inexistencia o la ineficacia del Estado, son las instancias y las reglas comunitarias lo que funciona en medio de la dura realidad específica del piedemonte, se trata de conocerlas y reconocerlas, de valorarlas y evaluarlas, de fortalecerlas y de criticarlas. De hecho, es necesario partir de la base de que no se trata de una realidad uniforme, sino de un escenario en el que se han ido estructurando tendencias y proyectos diferentes y, en muchos sentidos, contradictorios entre sí. Entonces, nuestra labor no se limita a describir y a ser testigos de su experiencia, se trata de entablar un diálogo con su normatividad y sus instancias en busca de que la propia comunidad se transforme y fortalezca desde sus propias contradicciones y en su interacción con las dinámicas nacionales. Pero también se trata de que el proyecto de nación y de sus estructuras jurídicas se enriquezcan con el aporte que se hace desde una región específica, de que la oferta institucional se nutra con los aprendizajes que se elevan también desde estas realidades que no son excepcionales en el país.
¿REINVENTARNOS O SIMPLEMENTE RECONOCERNOS?
La epopeya fundacional de la nación iroquesa, una de las más extendidas de nuestro continente al momento de la Conquista, no narra una guerra sino una paz. Hiawatha fue un personaje real que dedicó su vida hasta lograr, a través del diálogo cuidadoso y fecundo, que se fueran construyendo las instituciones y las reglas comunes que les permitirían vivir en paz y prosperar sin que las contradicciones fueran causa de conflagración. Onondogas, mohicanos, entre otros, hasta entonces enemigos acérrimos, a través de esa narrativa, proyectaron los valores éticos y políticos con los que fueron dándose sentido como grupo humano y establecieron las condiciones organizativas que requerían para proyectarse hacia el futuro como una nación.
Por la misma época, los Estados europeos se estaban creando a través de la espada y la conquista. Ricardo Corazón de León, el Cid Campeador, Juana de Arco y tantas otras figuras guerreras representan lo que llegó a imponerse como identidad de naciones enteras y que llevó a que, incluso hasta mediados del siglo XX, en el viejo continente no se reconociera preeminencia en quien no hubiera liderado una acción bélica. Fue con esa idiosincrasia que exportaron su institucionalidad y sus modelos de organización política a los territorios de quienes llamaron “pieles rojas” o simplemente “hombres rojos”, destruyendo o reduciendo saberes e instituciones de todo el continente, a veces muy sofisticados, como los que habían alcanzado entre los aztecas mesoamericanos o en el Tahuantinsuyo, de la zona Andina. Muchas estatuas lo dicen, los grandes personajes que han protagonizado la historia luego del siglo XVI se representan con una espada ensangrentada en alto.
La imagen no cambia: un jinete que no se apea para interactuar con la población común. Tanto el conquistador como el prócer representan el poder foráneo que desconoce a los actores y al territorio mismo. De hecho, la gran efeméride del piedemonte araucano es un diálogo de Bolívar y Santander, donde no se recuerda que haya participado la gente de ahí; ni que, posteriormente, las causas de los indígenas y los campesinos de entonces hubieran dejado alguna huella en los planes del gobierno al que le pusieron pertrechos, provisiones y personas que fueron a luchar. Hoy, en la escena siguen campeando guerreros que, sin bajarse de sus cabalgaduras y sus camionetas, aseguran que serán los vencedores.
Las comunidades araucanas, en medio de dificultades y tras reiteradas pérdidas, han tenido que prodigarse por sí mismos, y mediante la cooperación y el apoyo mutuo, muy buena parte de los recursos que disfrutan en común. La base de esa resiliencia ha sido el aprendizaje colectivo para el cuidado de la convivencia mediante normas de comportamiento y la gestión de conflictos. Las pautas de conducta para la interacción interna y con el exterior se dirigen armonizar al máximo los procesos vitales diversos que coexisten, al mismo tiempo que procuran el cuidado colectivo frente a los factores de violencia que pueden irrumpir o escalar. La gran vulnerabilidad en la que se vive, especialmente en las zonas rurales, ha llevado a que cualquier tipo de controversia a su interior sea motivo para que toda la comunidad se sienta implicada y se sienta beneficiada cuando se produzca un resultado satisfactorio que la zanje. Cuantos más incidentes sean resueltos mediante las herramientas comunitarias creadas para atender la conflictividad, menos vulnerables serán a la acción violenta.
En el Sarare no es visible un personaje mítico como Hiawatha, pero de tantos acumulados