La persona de Cristo. Donald Macleod
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César imperial, muerto ya y vuelto a la arcilla, Podrá muy bien tapar un agujero para que no entre el viento.43
¿Podríamos reducir la doctrina neotestamentaria de la resurrección a esto? Tampoco podemos reducir la doctrina de la preexistencia de Cristo a la idea de que Él estaba presente en el polvo de estrellas. Cuando tuvo gloria con el Padre antes de que el mundo fuese, ¿lo hizo como un átomo de hidrógeno (Jn. 17:5)?
El tercer enfoque44 es más sofisticado. Robinson comienza señalando que, para nosotros, existe una tensión insoluble entre la preexistencia y la humanidad de Cristo. ¿Por qué? Debido a nuestras presuposiciones, en especial nuestra idea de que lo que preexistió fue una persona. Los escritores del Nuevo Testamento, según Robinson, no sentían semejante tensión, porque no compartían nuestras presuposiciones. Según ellos, lo que se encarnó no fue una persona, sino una vida, poder o actividad que adoptó un cuerpo y una expresión en un ser humano individual. Cristo fue la encarnación de la agencia divina, la presencia y la gloria divinas. Pero no fue la encarnación de una persona divina.
Uno se siente tentado a responder a esto diciendo: puede que sea verdad, pero no es lo que enseña el Nuevo Testamento. En el Nuevo Testamento, la existencia de Jesús como hombre es una continuación de su existencia previa o anterior como ser celestial. El Verbo que habitó entre nosotros es el mismo Verbo que estaba con Dios. El Cristo que hallamos en forma de hombre es el mismo que anteriormente existió en forma de Dios. El Cristo que vive en la pobreza es el mismo que, previamente, fue rico. Además, aunque podamos distinguir correctamente entre Dios y su palabra, poder, actividad y presencia, no cabe duda de que en el Nuevo Testamento tales cosas se hipostatizan en las personas del Hijo y del Espíritu Santo. El Hijo no sólo es enviado; viene por propia voluntad y como expresión de un altruismo incomparable. La combinación de lo volitivo y lo altruista, ¿no da como resultado lo personal?
Anthony Tyrrell Hanson también desea reinterpretar la doctrina de la preexistencia, pero su enfoque es distinto al de Robinson. De hecho, Hanson es muy crítico del enfoque de Robinson sobre la evidencia del Nuevo Testamento: «En cada caso me parece que no ha logrado tomar en consideración la evidencia de que, en realidad, esos escritores creían que Cristo era un ser divino preexistente».45 Pero aunque Hanson sabe lo que dicen Pablo y Juan, no se siente impulsado a aceptarlo: «La evidencia que convenció a los escritores neotestamentarios no nos convence».46 Él arguye que lo que debemos hacer es conservar la intención subyacente en la doctrina de la preexistencia, aunque no podamos aceptarla con detalle. La doctrina no se originó en Jesús, sino en la iglesia primitiva. ¿Por qué la inventaron? ¡Para conservar y expresar la realidad de Cristo como revelación de Dios! Si Dios se había revelado de forma suprema en Cristo, entonces (pensaban los primeros cristianos), Dios debe haber sido siempre como ahora se le conoce en Cristo. En consecuencia, toda revelación de Dios en la era precristiana debe haber sido una revelación de Dios en Cristo. En la práctica (y en su intención), Hanson desmitifica la doctrina de la preexistencia: representa la existencia anterior del amor altruista de Dios.
Por supuesto, es cierto e importante que Cristo es la revelación de Dios. Pero en el Nuevo Testamento esta «unidad reveladora» descansa sobre la unidad ontológica. Jesús puede decir «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn. 14:9), sólo porque también puede decir «Yo y el Padre uno somos» (Jn. 10:30). De otro modo, Cristo revela a Dios sólo desde fuera, como observador, y no es más que el último de los profetas: una posición contradiría la idea que se establece en Hebreos 1:1, que nos dice que Dios habló sus última palabra no por medio de un profeta, sino de su Hijo. Si la ontología es errónea (si el escritor da una respuesta equivocada a la pregunta «¿Quién es Él?»), toda su teología de la revelación también es errónea. La verdadera relación de la doctrina de la preexistencia con la obra de la revelación está bien expresada por Pannenberg: «La unidad reveladora de Jesús con el Dios que es de la eternidad a la eternidad nos obliga conceptualmente a aceptar la idea de que Jesús, como Hijo de Dios, es preexistente [...] Si Dios se ha revelado en Jesús, entonces la comunión de éste con Dios, su filiación, pertenece a la eternidad».47
Otros estudiosos se resisten a la tentación de desmitificar la preexistencia de Cristo, y prefieren rechazarla sobre fundamentos teológicos. De entre éstos, el más frecuente es que no es coherente con la humanidad de Cristo. Esto lo afirma con una fuerza especial John Knox: «La creencia en la preexistencia de Jesús es incompatible con la creencia en su humanidad normal y genuina [...] Podemos tener la humanidad sin la preexistencia, y la preexistencia sin la humanidad. No hay absolutamente ninguna manera de tener ambas».48
Podemos hacer tres comentarios sobre esto:
En primer lugar, el uso que hace Knox de la humanidad de Cristo como principio regulador de cristología es inaceptable. Para él, no basta con conservar la veracidad de la humanidad, debe protegerla de toda presión y tensión: «Si tuviéramos que decidir entre la preexistencia y una vida genuinamente humana, no cabe duda de cuál sería la elección».49 Esto es puro dogmatismo. Como mínimo, hay la misma justificación para hacer de la deidad el principio regente y de emitir una afirmación directamente opuesta a la de Knox: «Si tuviéramos que decidir entre la crucifixión y una existencia divina genuina, no cabe duda de cuál sería la elección». Sin duda, es un tributo al énfasis que la iglesia primitiva ponía en la divinidad del Salvador que la primera herejía cristológica fuera la negación de la carne de Cristo (docetismo). Por supuesto, Knox lo sabe perfectamente e, incluso, acusa a Pablo de emplear el lenguaje del docetismo en Filipenses 2:7-8 y en Romanos 8:2: «Hemos de admitir la presencia en el pensamiento paulino, al menos en ocasiones o en según qué conexiones, de una reserva o de cierta duda respecto a la plena autenticidad de la humanidad de Jesús».50 Tanto si esto es justo para Pablo como si no, al menos admite que la iglesia primitiva era extremadamente sensible sobre el tema de la deidad de Cristo, y de que se preocupaba, al menos en apariencia, de intentar no forzar este atributo, más que el de la humanidad. Esto no es sólo cuestión de palabras, también aparece en la actitud práctica de la iglesia hacia Cristo. Correctamente o no, los primeros cristianos le adoraban. Correctamente o no, no le llamaban hermano sino Señor. Estas actitudes eran totalmente esenciales para la existencia de la iglesia, y reflejan una consciencia que consideraba crucial la deidad del Salvador. Frente a este trasfondo, no cabe ninguna justificación para hacer de la humanidad el principio cristológico directivo, que debe protegerse de cualquier presión y cargas, y que descarta por principio toda sugerencia de trascendencia.
En segundo lugar, es difícil aceptar la asunción implícita de Know de que debe existir una continuidad absoluta entre la humanidad de Cristo y la nuestra. Comentando sobre Juan 17:5 («Y ahora, glorifícame tú, Padre, junto a ti, con la gloria que tenía contigo antes que el mundo existiera»), Knox pregunta: «¿Podemos imaginar que un verdadero hombre hablase de semejante manera?».51 Un verdadero hombre, en este sentido, probablemente significa un mero hombre. A lo que podemos responder: ¿Podemos imaginar a un verdadero hombre diciendo «Venid a mí, todos los que estáis cansados y cargados, y yo os haré descansar» (Mt. 11:28), o haciendo y diciendo cualquiera de las cosas registradas en los Evangelios? Demos un paso más radical: ¿Podemos imaginar que los Evangelios se escribieron sobre un mero hombre? De hecho, aunque Knox niega el nacimiento virginal, la ausencia de pecado y la preexistencia, su propio Cristo dista mucho de ser normal. «La realidad del Logos —escribe— estuvo plenamente presente en el Acontecimiento que fue el centro de la vida humana de Jesús y, por tanto, de forma preeminente en esa propia vida humana».52 ¿No es éste el lenguaje del docetismo? Ciertamente, no es normal hablar de la vida de una persona como el centro de un Acontecimiento (con A mayúscula); y sin duda no es nada ordinario un hombre en quien estaba presente la realidad del Logos de forma plena y preeminente. La religión de Knox somete esta lógica a una presión intolerable.
En tercer lugar, la negativa de Knox de la preexistencia personal de Cristo