La persona de Cristo. Donald Macleod
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Pero esto es un alegato muy especial. El lenguaje que usa Juan para hablar de Jesús —dice Robinson— es el mismo en un sentido endeble y más general que el que emplea sobre el resto de los hombres. ¿Cómo puede ser endeble y más general si son cosas diferentes? Además, los ejemplos son muy selectivos. Robinson omite casi todas las pruebas clásicas de la preexistencia. ¿De qué otro hombre dice Juan que fue en el principio, que estaba con Dios y que era Dios? ¿O que hizo el mundo y antes de que éste existiera tuvo gloria con el Padre? ¿En qué otros labios humanos pone las palabras del YO SOY eterno? ¿De qué ser humano dice que descendió del cielo y que después de la muerte ascendió adonde estuvo antes? Es cierto que Juan aplica a los creyentes un lenguaje demasiado exaltado, como también lo hace Pablo. Pero la clave de ese lenguaje en ambos casos no es la igualdad ontológica, sino el principio de la koinōnia («comunión»).
En realidad, pocas dudas pueden caber sobre que el Evangelio de Juan enseña la preexistencia de Cristo y retrotrae esa doctrina hasta la propia consciencia de sí que tenía Jesús. Pero ¿cuán creíble es el testimonio de Juan? Dunn pregunta: «¿Podemos asumir que la intención de Juan fue la de ofrecer esas expresiones diversas como palabras del propio Jesús?»4. Dunn se muestra escéptico: la cristología clásica de H. P. Liddon5 dependía del cuarto Evangelio «hasta un punto crítico», pero la obra de Strauss y Baur imposibilitó esa dependencia (excepto para unos pocos conservadores ignaros). Según Dun, debido a su carácter patentemente teológico, el cuarto Evangelio es sospechoso si pretende ser una fuente histórica clara: «Sería casi irresponsable usar el testimonio juanino sobre la naturaleza de Jesús como Hijo en un intento de revelar la opinión que tenía Jesús de sí mismo».6
Por supuesto, según los estándares modernos, la postura de Dunn no tiene nada de raro. Es la ortodoxia actual. Pero no debemos ignorar sus consecuencias. El cuarto Evangelio es canónico, y fue aceptado como tal desde el principio. Además, la iglesia primitiva jamás puso en tela de juicio su autoridad, aunque, como señaló J. B. Lightfoot, complicó la vida tanto a ortodoxos como herejes por un igual, «porque el lenguaje de este Evangelio tiene una incidencia muy íntima sobre incontables controversias teológicas que surgieron en los siglos primero, segundo y tercero de la era cristiana: y, por consiguiente, el interés directo de una u otra parte era negar la autoridad apostólica, si tenía fundamentos para hacerlo».7 El propio Dunn es un buen ejemplo del principio de Lightfoot. Tiene un interés teológico y académico para negar la validez (o al menos la naturaleza primitiva) de la doctrina de la preexistencia. El Evangelio de Juan es un obstáculo en su camino, y debe librarse de sus evidencias. Por lo tanto, Dunn osa hacer lo que nadie se atrevió a hacer en la iglesia primitiva. No niega explícitamente la canonicidad de Juan, pero la negativa implícita es enfática: fiarse de Juan es irresponsable. Debemos sin duda preguntarnos: si es irresponsable que un teólogo cristiano se fíe del testimonio inequívoco de un libro canónico indisputable, ¿qué criterio le queda?
Pero ni siquiera éste es el verdadero alcance del problema. No cabe duda de que el cuarto Evangelio ejerció una tremenda influencia sobre la cristología posterior. El vínculo entre él y Nicea y Calcedonia es muy directo. Tampoco es sólo cuestión de dogma. El Evangelio de Juan tuvo la misma influencia sobre la vida y la devoción cristianas. En este Evangelio el discipulado encontró las máximas afirmaciones sobre el amor divino. Dunn es consciente de esto: «En un sentido real, la historia de la controversia teológica es la historia del intento por parte de la iglesia de asimilar la cristología de Juan».8 Sin embargo, Dunn también afirma que «las afirmaciones juaninas de mayor peso son un desarrollo que parte de la tradición anterior, como mucho tangenciales a ella».9 Si como mucho son tangenciales, ¿qué serán como poco? ¿Quiere decir que, durante los dos últimos milenios, la iglesia, al intentar asimilar la cristología juanina, se ha ido por la tangente? ¿Está diciendo que debemos enrollar la alfombra teológica hasta llegar a Calcedonia, pasar por encima del Evangelio de Juan hasta llegar a la cristología de María Magdalena y empezar de cero?
A menudo tenemos la impresión de que el clásico de Liddon, The Divinity of our Lord (La divinidad de nuestro Señor), nació fuera de tiempo y quedó obsoleto de inmediato por el auge de la erudición crítica moderna; igual que el canal de Calcedonia quedó anticuado por la llegada de los grandes navíos de vapor. Ciertamente, Liddon habla con una «certidumbre majestuosa».10 Pero esto no se debe a que ignorase las cuestiones o porque vivió antes del auge de la crítica. Pronunció sus Sermones Bampton en 1866, treinta y un años después de la Life of Jesus («Vida de Jesús») de Strauss (1835, 1846), y diecinueve años después del Kritishe Untersuchungen Uber Die Kanonische Evangelien (Tubingen, 1847). Liddon era plenamente consciente de la postura que adoptaron esos eruditos sobre el cuarto Evangelio, y observó perspicazmente que el Evangelio de san Juan se había convertido en el campo de batalla del Nuevo Testamento.11 También observó que:
Lo que está en juego cuando se desafía la autenticidad del Evangelio de san Juan no es cuestión de una mera crítica diletante. El meollo de esta investigación trascendental se encuentra muy cerca de la esencial del credo de la cristiandad [...] Y es que el Evangelio de Juan es la afirmación escrita más manifiesta de la Deidad de Aquel cuyas pretensiones sobre la humanidad no pueden analizarse sin pasión, ya sea la del amor que adora o la de la enemistad vehemente y decidida.12
Lo cual, traducido, quiere decir: el hecho de que «los poderes elementales del universo» (Gá. 4:9, mi traducción) conocen perfectamente la importancia estratégica del cuarto Evangelio es el único motivo por el que han concentrado sobre él sus ataques.
Dentro de los límites del programa de sus sermones, Liddon se enfrentó completamente a Strauss y a Baur en su propio terreno. Cinco años después, el máximo erudito británico del Nuevo Testamento, J. B. Lightfoot, pronunció una conferencia magistral sobre Internal Evidence for the Authenticity and Genuineness of St. John’s Gospel (Evidencias internas de la autenticidad del Evangelio de san Juan).13 El valor permanente que tiene la contribución de Lightfoot es que demuestra, incluso exageradamente, que Juan no era un «teólogo despegado del suelo». Su Evangelio abunda en detalles históricos, biográficos, geográficos y topográficos. Lightfoot concluye: «El evangelista no va flotando por las nubes de la especulación teológica. Aunque con su vista penetra en los misterios de lo invisible, sus pies están firmes sobre el terreno sólido de los hechos externos».14 Este punto de vista ha suscitado un apoyo creciente, representado por el estudio de C. H. Dodd, Historical Tradition in the Fourth Gospel («La tradición histórica en el cuarto Evangelio»,15 los Sermones Bampton de J. A. T. Robinson, publicados póstumamente,16 y, en menor escala, el ensayo de Robinson His Witness is Trae: A Test of the Johannine Claim («Su testimonio es verdadero: una prueba de la afirmación juanina»).17
Está claro que a Juan le interesaban los hechos, pensaba sin duda que eran importantes y es evidente que quiso relatarlos. A priori, deberíamos esperar que su actitud se tradujese en su plasmación de las palabras de Cristo. Un hombre que desea ofrecer la situación exacta de Getsemaní, la identidad precisa de quien arrestó a Jesús, el tiempo específico que duró la construcción del templo y el instante concreto de la crucifixión no va a inventarse palabras que poner en la boca de Aquel a quien considera la Verdad.
Por supuesto, Dunn no ignora las tendencias más conservadoras de la erudición bíblica. Se muestra abierto a la idea de que el cuarto Evangelio fue escrito antes del año 70 d. C., y es muy consciente de «la renovación