La persona de Cristo. Donald Macleod

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porque Dios le hizo así; el nuevo hombre (el cristiano) es santo porque Dios lo hace así; el Último Hombre es santo porque Dios lo hace santo. La santidad sólo puede existir en la vida humana en virtud del acto divino y, por lo que respecta a Jesucristo, este acto tiene lugar en el mismísimo inicio de su existencia.

      Los papeles positivos

      Las exposiciones sobre el nacimiento virginal pueden degenerar fácilmente convirtiéndose en meras negativas, como si la doctrina conllevase solamente la exclusión de la paternidad humana. De hecho, también incluye roles muy positivos para María y el Espíritu Santo.

      Si abordamos primero el papel del Espíritu Santo, el lenguaje de Lucas 1:35 es muy significativo: «el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». El verbo episkiazein recuerda a la transfiguración, cuando una nube vino sobre ellos, cubriéndolos (Lc. 9:34). Como las nubes del Sinaí (Ex. 24:15) y las de la parousia, sugiere una presencia teofánica. También nos recuerda que, aunque la concepción de Cristo fue milagrosa, no es inexplicable. Queda explicada por el poder del Espíritu Santo, del mismo modo que la existencia del propio cosmos está explicada por el hecho de que el Espíritu Santo se movía sobre la faz de las aguas (Gn. 1:2). Sin embargo, una cosa se elude cuidadosamente: toda sugerencia de que el Espíritu Santo fuera el Padre de Jesús, o que el nacimiento de éste fuera el resultado de la unión sexual entre María y la deidad. La naturaleza humana de Cristo no fue engendrada de la esencia de Dios, sino creada de la sustancia de la Virgen. Si tanteamos reverentemente un poco más, podemos decir que un óvulo ordinario, producido de una forma natural, fue fertilizado milagrosamente por el poder y la bendición del Espíritu. Por lo tanto, Juan Damasceno46 tenía razón, aunque lo expresara de un modo curioso, cuando describió la oreja de María (su respuesta creyente) como el órgano físico de la concepción milagrosa.

      En aras de la precisión, y para evitar malos entendidos, sería mejor no hablar de Dios como Padre de la naturaleza humana de Cristo. Quizá ni siquiera sea útil hablar de Él como Padre de la naturaleza divina. Él es el Padre de la Persona eterna, el Hijo de Dios. Dado que Cristo no cambia ni renuncia a su identidad cuando se hace carne, Dios es el Padre del Hijo encarnado tanto como del Hijo preexistente. Pero no es el Padre de su naturaleza humana. Es su Creador.

      También el papel de María fue positivo. La humanidad de Cristo no fue creada ex nihilo, sino ex María: de su sustancia.47 Ella contribuyó a él igual que cualquier madre humana contribuye a su hijo: óvulo, genes, un desarrollo fetal normal y un parto común. Él era, en un sentido plenamente correcto, «el fruto de su vientre» (Lc. 1:42). John Pearson escribió que no hay motivo para negar a María «lo que se concede a otras madres en relación con el fruto de su vientre; al Espíritu no se le atribuye nada más que lo necesario para hacer que la Virgen realice los actos de una madre».48

      La contribución de María no concluyó con el nacimiento. Ofreció el hogar, el entorno y los cuidados con los que Jesús creció, y es posible que tuviera que hacerlo sin la ayuda de un marido. La ausencia completa de referencias a José durante el ministerio público de Jesús sugiere poderosamente que a esas alturas ya había muerto. Bajo el cuidado de su madre, Jesús creció física, intelectual, social y espiritualmente (Lc. 2:52); y aunque en determinados momentos ella no entendía, su lealtad hacia Él jamás vaciló. Estuvo con Él hasta el final (Jn. 19:26), y su amor, su respaldo y su guía temprana contribuyeron inestimablemente a hacer de Él el hombre que fue. Esto no quiere decir que merezca nuestra adoración, pero sí nuestra gratitud.

      Capítulo 2. La Preexistencia de Cristo

      La preexistencia de Cristo se afirma claramente en el Credo de Nicea: fue «engendrado del Padre antes de todos los mundos». La doctrina implica, claramente, que en un principio Cristo no fue como nosotros; que sólo llegó a ser como nosotros al compartir voluntariamente nuestra vida; que, como el individuo particular que era, existió antes de la Creación; y que esta existencia como hombre fue continua con su existencia previa como ser celestial.

      La preexistencia en Juan

      Durante el siglo XX, esta doctrina se ha puesto mucho en duda incluso dentro de la misma iglesia. Pero hay una cosa sobre la que existe un consenso mayoritario: la doctrina se enseña en el Evangelio de Juan. La encontramos en el prólogo y en las primeras palabras: «En el principio era el Verbo». El verbo usado es importante. Era contrasta con se hizo (en el v. 14). El Verbo nunca se hizo en el sentido de llegar a ser. Simplemente, era. Juan usa el tiempo imperfecto (notemos de nuevo el contraste con el aoristo del v. 14), para indicar no tanto la continuidad como el final abierto de este estado existencial. Se corresponde con el Yo soy de Juan 8:58 («antes que Abraham naciera, yo soy») y al ho ōn («el que es y que era», Ap. 1:8) de Apocalipsis. También resulta interesante que Juan vincule esto (sin duda no por accidente) con las primeras palabras de Génesis: «En el principio». Es evidente que quiere enfatizar que, «en el principio», cuando todo lo creado llegó a ser, el Verbo no empezó a existir, porque ya existía anteriormente.

      En el resto del Evangelio de Juan hallamos frecuentes alusiones a la preexistencia de Cristo. En Juan 8:57-58, por ejemplo, los judíos desafían a Jesús: «Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?». Jesús contesta que ha visto a Abraham, porque «antes que Abraham naciera [genesthai], yo soy [egō eimi]». El tiempo presente es notable, tanto porque subraya la cualidad atemporal, de final abierto, de la existencia de Cristo, como porque señala la continuidad entre su vida encarnada y su pasado pre-encarnado. También le vincula de una forma impactante con «el Dios de vuestros padres», quien, cuando Moisés le preguntó su nombre, repuso: «Y dijo Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y añadió: Así dirás a los hijos de Israel: “YO SOY me ha enviado a vosotros”.» (Ex. 3:14).

      Muchos especialistas consideran que es muy improbable que Jesús hubiera afirmado semejante pretensión a la divinidad.1 Sin embargo, sin duda es necesaria una afirmación así para explicar la crucifixión, ¿no? Jesús debió decir y enseñar algo tremendamente ofensivo para los gobernantes judíos: algo que se señalase como algo más que un mero reformador social o político. Según Marcos 14:62, fue condenado por blasfemia. Para los oídos judíos, unas palabras como las de Juan 8:58 caerían, sin duda, dentro de esta categoría.

      La mejor ventana que tenemos para conocer la opinión que tenía Jesús de sí mismo es la oración de Juan 17. Manifiesta una intimidad especial debido a las circunstancias (en el umbral del Calvario), y debido a la compañía (nadie más que los discípulos). Por lo que respecta a nuestro propósito, por el momento las palabras más impactantes son las del versículo 5: «y ahora, glorifícame tú, Padre, junto a ti, con la gloria que tenía contigo antes que el mundo existiera». La doctrina de la preexistencia de Jesús relumbra a través de estas palabras, sin ninguna ambigüedad. Jesús tuvo gloria antes que el mundo fuese: y la tuvo en la presencia del Padre (para soi, «contigo»). Ruega a Dios que le devuelva a la posición que ocupaba antes de la encarnación.2

      También tenemos las afirmaciones de Juan sobre el Hijo del Hombre. En dos de ellas se afirma firmemente la idea de la preexistencia. Una es Juan 3:13: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, es decir, el Hijo del Hombre [que está en el cielo]». Aunque, como hacen algunos editores, omitimos la última frase, la postura está clara: el Hijo del Hombre está presente en la Tierra sólo porque ha descendido del cielo. La otra aseveración relevante sobre el Hijo del Hombre es Juan 6:62: «¿Pues qué si vierais al Hijo del Hombre ascender adonde antes estaba?». Aquí la idea es similar a Juan 17:5. La ascensión no supone el acceso a un tipo de existencia nuevo y desconocido, sino un regreso a lo que el Señor había conocido antes.

      Uno de los pocos escritores que cuestiona si Juan enseñó realmente la preexistencia personal

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