El desarrollo y la integración de América Latina. Armando Di Filippo

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por ejemplo, el así denominado GPS al cual confiamos la orientación de nuestro automóvil), y nos adormece, entreteniéndonos con banalidades “a la carta” como por ejemplo los juegos electrónicos que proliferan desde las redes sociales.

      Estamos como la rana sumergida en el confort del agua tibia de una gran cacerola que el fuego va calentando lentamente. Cuando la temperatura supera cierto grado, la rana intenta salir, pero ya es demasiado tarde y termina hervida. Quizá el calentamiento global nos hierva de manera literal y no figurativa, pero la inteligencia artificial del robot planetario que estamos creando va corroyendo gradualmente nuestra dignidad humana y es otra forma de deshumanizarnos.

      ¿Qué es lo nuevo de este planteamiento? Lo nuevo es que se requiere una nueva ética fundada en el concepto de naturaleza humana, y de necesidades objetivas requeridas para la sobrevivencia de la especie (Hinkelammert).

      Los seres humanos ya no se subordinan masivamente a un poder trascendente de naturaleza ultraterrena, como el otrora ejercido por los mandamientos de las grandes religiones monoteístas. Los ciudadanos también descreen de los mensajes ideológicamente interesados que propagan los políticos profesionales distribuyendo promesas incumplibles para alcanzar el Gobierno. Mientras escribo estas conclusiones, recuerdo que a fines de 2019 varios países grandes y medianos de América del Sur (Chile, Bolivia, Ecuador, Perú, Colombia, etc.) registraron inusitados estallidos sociales de protestas contra el capitalismo neoliberal. Cuando esta pandemia sea (esperemos) controlada, la situación económica, biológico-ambiental y política será probablemente aún más grave.

      Además, en el marco de la cultura que complementa los regímenes neoliberales surgen múltiples formas de complicidad entre los detentadores de los poderes económicos y políticos desafiando todos los preceptos éticos heredados. Así, la ciudadanía confía cada vez menos en poderes temporales de tipo secular que deban depender de la moralidad y honradez de los gobernantes.

      Hoy surge un panorama ambivalente. De un lado las tecnologías de la información, de la comunicación y del conocimiento (componentes del poder cultural porque modelan la opinión pública) que se consolidan y propagan en el siglo XXI, han dado lugar a “periodismos rebeldes” (Wikileaks, Panamá Papers, etc.) que desafían los poderes establecidos, y a redes sociales interactivas (Facebook, Twitter, Youtube, Instagram, etc.) que democratizan, pero también banalizan en grado importante, los mecanismos mediáticos en que se asienta la opinión pública. Aun así, las actividades y complicidades ilícitas de los que detentan el poder económico y político salen hoy implacablemente a la luz generando una seguidilla de escándalos mediáticos que no tiene precedentes en la historia.

      De otro lado, el control por parte del capital transnacional de los mecanismos del poder mediático que modela la cultura contemporánea, introduce cuotas crecientes de sensacionalismo, exitismo, banalidad, y modelos superficiales de vida asociados a la lógica del individualismo utilitarista, y al afán de lucro, distrayendo y perturbando la búsqueda de las virtudes personales y cívicas.

      Sin embargo, esto no significa ignorar ni rechazar la ética de las convicciones traducida en algunos valores fundamentales de la cultura occidental que nos legaron los grandes filósofos y moralistas del pasado. Sino más bien, se trata de poner a prueba esas convicciones en el ámbito de la lucha de poderes como un fundamento de la ética de las responsabilidades. En suma, las responsabilidades no pueden eludir el sustrato de las convicciones. Ambas se suponen recíprocamente.

      Filósofos y moralistas probablemente deban reformular sus éticas de las convicciones, para que puedan conectarse conceptualmente con las éticas de las responsabilidades que estamos delegando a los instrumentos portadores de la inteligencia artificial para evadir los riesgos del aprendiz de brujo recordado más arriba.

      La noción de dignidad humana es clave en este argumento por su carácter multidimensional, y dice relación con la esfera económica, pero lo económico es una condición para el ejercicio de la dignidad en las esferas política y cultural. Los derechos humanos adquieren validez en la medida en que se interiorizan en el comportamiento habitual de los actores sociales dotados de poder. El artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (San Francisco 1948) afirma: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

      Las teorías del valor económico subyacentes a la lógica de los mercados, deben expresar este amplio contexto de poderes que hoy influencian la vida humana. El instrumento valorizador con el cual intentamos medir la dinámica de los mercados podría, quizá, tomar como punto de partida una renta básica universal, noción apoyada por diferentes filósofos político-sociales, que incluya pero que trascienda la canasta mínima de subsistencia que se puede adquirir con un ingreso pecuniario.

      Aquí la multidimensionalidad de los poderes que hemos enumerado guarda correspondencia con la multidimensionalidad de la naturaleza humana que es transhistórica. Siguiendo a Aristóteles, somos animales inteligentes interactuando en los sistemas biológico-ambientales de donde provenimos, por ser animales instrumentalmente racionales interactuamos en sistemas económicos, y por ser, además, moralmente racionales interactuamos en sistemas culturales. Por último, somos animales políticos, es decir, construimos sistemas políticos de donde surgen estructuras multidimensionales de poder donde actuamos como ciudadanos. En la tradición republicana grecolatina nuestra lucha por la libertad y la igualdad consiste en sustraernos a las formas de dominación que brotan de los sistemas injustos donde transcurren nuestras vidas.

      El desarrollo del capitalismo, apoyado en las sucesivas revoluciones tecnológicas de los últimos doscientos cincuenta años está llegando a su culminación. Está extrayendo hasta la última gota de su racionalidad instrumental consistente en buscar el lucro a través de la expansión del poder productivo del trabajo humano. Cada aumento de esa productividad dio lugar al reemplazo del trabajo viviente por nuevos instrumentos hasta llegar a la inteligencia artificial, creando las condiciones técnicas de posibilidad para convertir a los seres humanos en innecesarios en la esfera de la producción directa.

      Lo nuevo y desconcertante es que, además, las máquinas ahora producen “ideas”, pueden “pensar” (identificar, clasificar, seleccionar, recordar, aprender (modificar comportamientos anteriores y actuar con crecientes márgenes de libertad) y, si las programan para eso, pueden también decidir y actuar. Pueden hacerlo además con más eficiencia, velocidad y precisión que los humanos. Solo que esas entidades carecen de impulsos propios, de principios morales, de sentimientos y de finalidades propias. No sufren ni física ni síquicamente, no aman ni odian. no sienten arrepentimiento ni remordimiento. Y cada vez más estarán dotadas de la capacidad de decidir por nosotros, tanto en la paz como en la guerra. La pregunta obvia e inmediata se interroga sobre la catadura moral de los programadores. El poder de programar estas entidades pensantes hoy recae sobre corporaciones transnacionales (Huawei, Apple, Microsoft, Google, etc.) y sobre algunas potencias hegemónicas con creciente poder digital (bástenos mencionar a Estados Unidos y China).

      En la esfera de la economía política del desarrollo a que

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