El desarrollo y la integración de América Latina. Armando Di Filippo
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El punto, paradojal si se quiere, del liberalismo clásico desde el punto de vista ético fue la noción un tanto inusitada hasta ese momento, de que la búsqueda de la ganancia y de su incremento sin límites, era fuente de abundancia social. Este resultado derivaba de la lógica de la competencia a través del mecanismo de mercado. La expresión histórica de esta lógica económica fue la emergencia del capitalismo, un sistema económico de mercado, fundado en una Revolución Tecnológica que, a partir del último cuarto del siglo XVIII comenzó un proceso sostenido de expansión productiva del trabajo humano.
La expresión capitalismo alude a un sistema económico fundado en el poder del capitalista, una persona que cuenta con poder adquisitivo suficiente para controlar no solo los productos-mercancías, sino también los factores requeridos (recursos naturales, trabajo y tecnología) para producirlos. El capitalista se propone acrecentar su poder económico en una secuencia indefinida. Su instrumento inicial es la posesión de dinero, que adquiriendo factores productivos se convierte en poder productivo primero y en productos-mercancías después; la venta de esos productos le permite recuperar su dinero con ganancias, en un proceso indefinido donde la meta final es acrecentar continuamente el capital.
En la versión aristotélico-tomista de la ética que predominó en Europa Occidental durante buena parte del período pre-moderno se presumía una congruencia entre la moralidad de los comportamientos personales de los actores económicos considerados individualmente y los resultados generales esperados del proceso económico. Había una correlación entre el comportamiento virtuoso de las personas y la consecución del bien común. Por ejemplo, el préstamo a interés era considerado usura, la que era éticamente mala tanto a nivel personal como social, del mismo modo el afán de ganancia ilimitada era considerado una perversión en la lógica del intercambio. Aristóteles había distinguido entre las nociones de crematística natural, donde el intercambio tenía como objetivo la satisfacción de necesidades de los contratantes y la crematística lucrativa donde el objetivo, éticamente censurable era el afán de lucro ilimitado.
Pero en un mundo donde imperaba la escasez y la pobreza, los ideólogos del liberalismo propusieron que, desde el punto de vista económico, la mayor producción de riqueza era un resultado bueno para el interés general, aunque estuviera basado en un comportamiento personal individual cuyos móviles eran considerados malos por la ética tradicionalmente aceptada. La magia o mano invisible del mercado lograba que a través de personas que se enriquecían más allá de todo límite (conducta considerada mala por la ética tradicional) a escala individual, se consiguiera un resultado (considerado bueno por la ética emergente) creador de riqueza que aumentaría el bienestar económico de todos. Esto generó nuevas actitudes morales que fomentaron el desarrollo del capitalismo, y nuevas justificaciones éticas, congruentes con una ciencia económica fundada en criterios cuantitativos, que fueran mensurables por los precios de mercado.
La ética clásica de raíz grecolatina concebida y aplicada a las conductas personales y, por extensión a sus resultados sociales, cuya expresión más generalizada en el mundo occidental consistía en perseguir el bien y rechazar el mal debió confrontar la nueva ética individualista y utilitarista según la cual a través de un comportamiento egoísta pero eficiente a escala individual, el mecanismo del mercado prometía superar el dolor de la escasez y disfrutar el placer de la abundancia.
Los conductores de este proceso, miembros de la burguesía industrial naciente, propietarios del capital productivo, impusieron un código de comportamiento egoísta que se legitimaba a través del mercado. El poder adquisitivo del capital aplicado a la producción y fundado en el control del poder tecnológico se revelaba capaz de generar una expansión indefinida de la riqueza de las naciones. Así se tituló precisamente el libro de Adam Smith, economista y filósofo moral considerado el padre fundador de la ciencia económica, la que emergió como disciplina autónoma en ese período histórico.
En su libro fundacional La riqueza de las naciones, Adam Smith enuncia con claridad esa mutación en virtud de la cual el comportamiento individualista y egoísta aplicado a las operaciones de mercado da lugar a una expansión del bienestar general, en la medida que dicho bienestar se mida o se asocie con la creciente expansión de la capacidad productiva por habitante. No es por la benevolencia del carnicero o del panadero que obtenemos los productos de consumo, dirá Smith, sino apelando a su propio interés egoísta como logramos que ellos nos provean de los bienes que necesitamos.
Las diferentes formulaciones éticas que, posteriormente afloraron evidencian que el desarrollo de las instituciones del capitalismo puede fundarse en diferentes posiciones (quizá debiéramos decir justificaciones o legitimaciones) en el campo de la moral y de la ética. Este proceso dista de haber terminado.
Examinando los hechos históricos, el sociólogo alemán Max Weber, elaboró trabajos publicados a comienzos del siglo XX donde vinculó el nacimiento del capitalismo, al surgimiento de una racionalidad formal basada en el cálculo económico, la que pudo llevarse hasta sus últimas consecuencias cuando las instituciones del capitalismo permitieron convertir en mercancías dotadas de un precio calculable a todas las condiciones y recursos requeridos por el proceso productivo y no solo a algunos insumos y productos finales. El capitalismo convirtió en mercancías a la capacidad de trabajo de los seres humanos, a los recursos naturales, al conocimiento tecnológico, etc., expresándolos en unidades de valor económico a través del uso del dinero, unidad de cuenta y medio de circulación.
Ese proceso de expansión de la, así denominada, racionalidad formal, fue acompañado por una racionalidad denominada material que según la terminología de Weber se expresó en la ética calvinista, dotada de lo que podríamos llamar un ascetismo aplicado a la producción de riqueza. La ética protestante, y el calvinismo en particular, emergen, así, como una alternativa a la ética católica, creando condiciones capaces de legitimar el desarrollo del capitalismo al permitir conciliar en principio los mecanismos del mercado con algunas de las viejas nociones de virtud a escala personal, convenientemente modificadas.
Sin embargo, el fundamento ético más generalizado y perdurable en la legitimación del orden capitalista provino del utilitarismo. Fue el inglés Jeremy Bentham (1748-1832) quien sentó las bases de este sistema ético sobre el que se asientan el capitalismo como sistema económico y la teoría académica que hasta hoy continúa siendo más difundida en occidente: la microeconomía neoclásica.
Ética utilitarista y economía neoclásica
El utilitarismo tiende a identificar la noción de felicidad con la noción de placer. Según Bentham un principio innato de la conducta humana es huir del dolor y perseguir el placer. Pero decir que la felicidad es la búsqueda del placer, no es lo mismo que decir que la felicidad es el resultado de una vida virtuosa. Aquí se genera no solo una confusión terminológica sino también un abismo respecto de los fundamentos de la ética tradicional. El placer es el resultado de la satisfacción de deseos individuales con independencia del carácter virtuoso o vicioso de esos deseos particulares y, aún de la moralidad concreta de aquellos que buscan dicho placer. John Stuart Mill, discípulo de Bentham, se contenta con aceptar que la felicidad es una cosa deseable y basta con que sea deseable para considerarla un bien.
En resumen, para los utilitaristas un bien tiene la cualidad de satisfacer deseos, por eso es un bien, es decir, por eso es algo bueno. La cualidad de satisfacer deseos que tiene un bien, es la utilidad del bien, y la satisfacción del deseo genera “felicidad”.