Psicología y economía. Tomás Bonavía Martín

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Psicología y economía - Tomás Bonavía Martín Educació. Sèrie Materials

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antropología y la psicología. Afirmación similar se podría hacer de la mayor parte de entre ellas respecto de las otras, pues todas pueden considerarse ciencias sociales.

      También, en este sentido, no debería resultar exagerado afirmar que hace mucho tiempo que los economistas han utilizado –y siguen utilizando– constructos e interpretaciones psicológicas en la elaboración de sus teorías y modelos. Desde Adam Smith a John Maynard Keynes o desde Kenneth Boulding hasta Gary Becker, economistas todos ellos sobradamente conocidos, no son pocos los casos ilustrativos que se podrían señalar.

      Además de resultar muy llamativo el modo habitual en que se tiende a definir la ciencia económica por sus propios especialistas. Tanto si empleamos la clásica definición formal propuesta por Lionel Robbins, para quien la economía es la «ciencia que estudia el comportamiento humano en tanto que relación entre fines y medios escasos, susceptible de usos alternativos», como si nos basamos en definiciones más sustantivas o materiales, como ejemplo ilustrativo la que en su día propuso Karl Polanyi, quien afirmó que la economía es un «proceso institucionalizado de interacción entre el hombre y su entorno natural y social que permite un abastecimiento en medios materiales que satisfacen necesidades humanas» (las cursivas son nuestras), las relaciones entre economía y psicología deberían ser más que evidentes.

      Sin embargo, conviene advertir que hasta muy entrado el siglo XX se han ignorado, con excesiva frecuencia, los resultados de la investigación psicológica por fin estructurada como una ciencia en continuo desarrollo. Conviene decirlo, interesada también por la conducta social y consuetudinaria. Y ello a pesar de que numerosos economistas se sigan inspirado en el hedonismo, como si desde entonces, hacia finales del siglo XVIII, la psicología hubiera permanecido como una ciencia de la conciencia, y no hubiera evolucionado y generado un debate de largo alcance social y científico.

      Sólo una ignorancia, puede que en parte justificada por la imagen proyectada por la propia psicología, explicaría el uso que se viene haciendo de conceptos y teorías psicológicas hoy superadas o considerablemente modificadas. Tal es el caso de la persistente utilización de un mecanicismo psicológico en aras a construir esquemas simples y lineales para contrastar modelos de similar naturaleza con el fin de explicar, por ejemplo, la conducta del consumidor. O la larga polémica en el concepto de necesidad plagado de teorías trasnochadas convenientemente engarzadas en lo anterior. O los procesos de elección y riesgo percibo, negociación y conflicto, durante largo tiempo asociados a juegos matemáticos en los que lo cualitativo se diluye oculto por el cálculo. Y así un largo etcétera. No es de extrañar que, en ocasiones, el diálogo entre especialistas, psicólogos y economistas, se haya hecho extremadamente difícil. Más aún cuando casi siempre se espera –cuando se hace– que la interpretación psicológica de la conducta económica no sea más que una disciplina auxiliar de la teoría económica.

      Evidentemente, hoy por hoy, esta situación no se puede generalizar. Desde mediados del presente siglo los casos de colaboración entre psicólogos y economistas así como el préstamo recíproco de constructos, teorías y técnicas se han ido consolidando. Bastante revelador resulta el caso de James G. March y de Herbert A. Simon, psicólogo y economista, economista y psicólogo, que en 1958 publicaron conjuntamente un texto de obligada referencia. Su Teoría de la organización denota un claro ejemplo de como la colaboración pluridisciplinar puede dar muy buenos resultados a la hora de abordar un problema común, máxime tras la concesión en 1978 del Premio Nobel de Economía al segundo de ellos. Así lo prueba la abundante utilización de este texto por muy distintos autores. Actualmente es frecuente que los textos de economía se encuentren plagados de citas y referencias que aluden a investigaciones de psicólogos sociales, del trabajo, de las organizaciones o especializados en la conducta del consumidor. Pues como indica Shira Lewin (economista de la universidad de Harvard) «las asunciones de los economistas dependen del reconocimiento psicológico para ser plausibles» (1996:1293).

      George Katona (1965: 11) dejó escrito que:

      Las actitudes de las personas, sus motivos y las referencias obtenidas, componen el conocimiento de su medio ambiente, así como el de su comportamiento. Para comprender los procesos económicos, así como otras manifestaciones de la conducta, deben también estudiarse las variables subjetivas.

      Tal afirmación es muy posible que se hiciera para ser leída por economistas. Hoy sigue vigente, pues con ello lo que pretendía su autor era dejar constancia de que el mecanicismo psicológico, excesivamente utilizado en economía, no era suficiente para comprender las «circunstancias objetivas en las cuales las personas se comportan de una manera diferente».

      Como ya hemos visto tal argumentación ha ido consolidándose y diseminándose en el contexto de las ciencias económicas, no sin sortear algunos inconvenientes (Rabin, 1998). Por ejemplo, algunos economistas dirán que dado que el uso de construcciones psicológicas no ha cesado durante el desarrollo de la economía ¿para qué, entonces, nuevos conceptos psicológicos si los que hay han consolidado una buena parte de la teoría económica? En tanto que otros podrían decir ¿qué puede lograrse de nuevo relacionando las ciencias económicas con la psicología, al estar ésta orientada a explicar las aberraciones que ocurren a causa de la constitución humana, mediante procedimientos de dudosa validez científica?

      Sin embargo, las afirmaciones de Katona van más allá. Son la manifestación de una crítica, una actitud dispuesta al debate y al intercambio de ideas respecto al supuesto de si los seres humanos se comportan mecánicamente. No se trata de valorar nuevas teorías e instrumentos o de relacionar, sobre la base de una gratuita elucubración intelectual, las ciencias económicas con la psicología. De lo que se trata es de comprobar si la hipótesis del mecanicismo es válida y de si sigue siendo útil el concepto de hombre económico. Subsidiariamente, también, valorar las contribuciones que la psicología puede hacer en ese debate académico y científico.

      En este sentido conviene precisar que pocos economistas se declararían satisfechos con la idea de que la economía sea sobre todo una ciencia normativa. Razón por la cual cada vez se insiste más en la existencia de otros motivos económicos distintos a los de búsqueda del máximo beneficio. Es decir, se va poniendo en duda el concepto de hombre económico, lo que significa que se manifiestan ciertas dudas al respecto de uno de los grandes principios que ayudó a la constitución de la economía como ciencia, y de la mayor parte de leyes y regularidades que del mismo se derivan. No debe extrañar. Como ya hemos advertido las ciencias evolucionan cambiando la mayor parte de los supuestos que las ayudaron a consolidarse como tales.

      Algunos economistas ya han advertido seriamente sobre esta cuestión (Rabin, 1998). El análisis microeconómico parte del supuesto de que los individuos son racionales en sus decisiones, sin que exista unanimidad respecto del significado de esta palabra.

      En ocasiones se usa el criterio de los objetivos inmediatos. La elección racional según este criterio se basa en la creencia de que los gustos están determinados exógenamente, por lo que no existe una razón lógica para ponerlos en cuestión. En palabras de Jeremy Bentham «el gusto por la poesía no es menos válido que el gusto por el juego de los alfileres». Lo que explicándolo todo termina por no explicar nada. Así que cuando surgen dificultades, los economistas suelen usar alguna otra versión del criterio de racionalidad como el egoísmo. Pero nuevamente surgen problemas ya que éste no tiene en cuenta «el hecho de que somos personas no sólo hechas de razón sino también de hábitos, pasiones y apetitos» (Frank, 1992: 227).

      Resulta muy gratificante que el debate sugerido por Katona haya hecho su camino y que se vaya haciendo cada vez más patente. Porque, efectivamente, la psicología tal y como hoy la conocemos es una disciplina empírica. Capaz de hacer contribuciones valiosas para la comprensión de fenómenos tales como la investigación del proceso de elección racional antes descrito. Su objetivo no es, exclusivamente, obtener leyes generales acerca de la naturaleza humana sino

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