Seguimos siendo culpables. Mélanie Ibáñez Domingo
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Los nombramientos de dichas autoridades no fueron casuales, sino que en la mayor parte de ellas habían dado muestras de adhesión a la causa de los militares sublevados, pertenecían a las élites locales o provinciales, o a las redes de clientelismo consolidadas desde hacía años que ni siquiera la República había conseguido alterar. Junto a ellos, encontramos a militares, derechistas y algunos falangistas, a la vez que a hombres de la carrera judicial que tuvieron ocasión de labrarse un futuro político y profesional que de otra forma quizá hubiera sido imposible.51
Este autor ha estudiado los perfiles profesionales, políticos y socioeconómicos de quienes ocuparon las altas instancias de la represión económica en Aragón entre 1936 y 1942 –Incautación de Bienes y Responsabilidades Políticas–. Concluye que el desempeño de estos cargos puede verse como «una recompensa a los servicios prestados a favor del bando sublevado»: habían tomado partido y habían sido parte activa durante la Guerra Civil y por ello fueron recompensados. Además, estos puestos sirvieron de «palanca para el ascenso profesional», así como para tejer, si no existían previamente, relaciones de amistad y clientelismo entre ellos y/o con otras personas influyentes.52
Además, a estos tribunales nítidamente políticos les correspondía aplicar una ley que les dejaba un amplio arbitrio judicial a la hora, por ejemplo, de calificar los hechos y determinar las penas.53
Pero no todas las élites estuvieron igualmente representadas. Es cierto que se optó por una composición mixta de los tribunales en la que estuvieran representados los sectores o «familias» que, desde antes de la aprobación de la ley, pugnaban por el control de la jurisdicción –la composición de los tribunales fue un núcleo duro del debate previo–. Sin embargo, el peso que la ley atribuye a cada facción no es el mismo, ya que la preeminencia de los militares es evidente en la aplicación de esta.54 Como se incidirá en páginas posteriores, son los más representados proporcionalmente y ocupan los puestos clave del entramado represivo a nivel territorial. De esta forma, la Ley de Responsabilidades Políticas implicaba que los militares iban a juzgar y condenar comportamientos estrictamente políticos, que además eran legales cuando se produjeron.
Por su parte, la presencia de profesionales de la judicatura buscaba introducir, además del equilibrio entre los distintos sectores, un aura de normalidad dentro de los tribunales especiales.55 Igualmente, aunque hasta la entrada en vigor de la reforma la aplicación de la ley no recaía sobre la justicia ordinaria, la jurisdicción especial ya implicó detracción de personal. En números, suponía que un 9,5 % de la carrera judicial se vio apartado de la justicia ordinaria, la mayoría magistrados. De hecho, una quinta parte de esta categoría profesional, un 20 %, se dedicó a las responsabilidades políticas entre 1939 y 1942.56
Un baile de pasos cortos: el procedimiento
El tercer título de la ley, el más largo, condensa toda la parte procesal: los pasos desde la iniciativa hasta el fallo y su ejecución. La larga lista de encausados potenciales se conjugaba con las amplias posibilidades que ofrecía el texto legislativo a la hora de iniciar un procedimiento. Podía iniciarse por sentencia previa condenatoria de la justicia militar, por «denuncia escrita y firmada de cualquier persona natural o jurídica» y por «propia iniciativa» o por comunicación de «cualesquiera Autoridades Militares o Civiles, Agentes de Policía y Comandantes de Puesto de la Guardia Civil».57
El motivo de inicio marca el resto del encausamiento, lo que permite hablar de dos vías del procedimiento. Cuando hay condena previa por delitos de rebelión –es decir, cuando el encausado está ya incurso en el apartado a del artículo cuarto–, los trámites varían, se simplifican. De entrada, en estos casos, el Tribunal Regional únicamente cumple un papel de intermediario: recibe las copias de las sentencias militares y las remite a los juzgados instructores. Sin embargo, cuando el expediente era iniciado por los restantes motivos, sí debía valorarse la conveniencia o no de incoar, y, en consecuencia, ordenar la formación de expediente o el archivo de la causa.
Una vez recibido el testimonio de sentencia o la orden de proceder con la documentación aneja, llegaba el turno del juez instructor. Para instruir las causas, debía llevar a cabo básicamente tres diligencias en el plazo máximo de un mes.58 Primera: enviar a los boletines oficiales un anuncio de incoación de expediente. Segunda: recabar informes de las autoridades locales del lugar de residencia del encausado.59 Debían emitirse en un plazo de cinco días y contener dos tipos de informaciones: sus antecedentes políticos y sociales anteriores y posteriores al golpe de estado del 18 de julio de 1936, especialmente aquellos a los que hiciese referencia la denuncia, y sus bienes conocidos.
Tercera: citar al inculpado para que compareciese en el plazo de cinco días. Si no lo hacía, proseguía igualmente la tramitación del expediente «sin más citarle ni oírle». En esta comparecencia, el juez le leía los cargos y el encartado podía contestar y defenderse. Posteriormente, tenía también un plazo de cinco días para aportar pruebas a su favor: documentos, testigos o mediante un escrito.
Finalizada la declaración, el juez le hacía cinco prevenciones. Las dos primeras estaban relacionadas con la restricción de su libertad de movimientos. Las restantes abrían un nuevo plazo en estrecha connivencia con el objetivo económico de la ley: se disponía de ocho días para presentar una relación jurada de bienes y deudas, incluyéndose al cónyuge si lo había. La ausencia o el fallecimiento del encartado no eximía de la presentación de esta relación jurada de bienes. Entonces, recaía sobre los herederos.
Debe tenerse en cuenta que, desde la firma de las prevenciones, el encartado ya no podía «realizar actos de disposición de bienes». Quedaba todo intervenido. Por ello, la ley reservaba también espacio a las posibles actuaciones relacionadas con los bienes de los inculpados. Se les podía autorizar para «disponer mensualmente de una pensión alimenticia». Esto no venía estipulado por ley, sino que quedaban a merced de los organismos territoriales. Y bajo amenaza: por ejemplo, si solicitaban efectivo para hacer frente al pago de una contribución, pero no justificaban esta en cinco días, se les denegaba en los meses siguientes la pensión alimenticia hasta cubrir la cantidad de la que se había dispuesto. Por su parte, si disponían de un negocio, se nombraba un interventor que lo controlara, que podía cobrar como máximo diez pesetas diarias por ello a cuenta del negocio intervenido.
En definitiva, vivían literalmente embargados, sin poder disponer de sus propios medios de vida y expuestos a posibles corruptelas y apropiaciones. En caso de que se detectara que trataban de ocultar sus bienes, o simplemente si estos suponían una elevada cuantía y «se estimase conveniente», el juez «podía adoptar las medidas precautorias que considere precisas y urgentes». Además, informaba rápidamente al Tribunal Regional y este ordenaba la formación de una pieza separada de embargo sin esperar al fallo del expediente.60
Las actuaciones de los juzgados instructores también variaban cuando mediaba una condena previa de la jurisdicción militar, basándose en que el encartado ya incurría en responsabilidad política. Venían condenados de antemano y por ende el juez instructor «se abstendrá de investigar los hechos prejuzgados en la sentencia firme de la Jurisdicción Militar».61