Rousseau: música y lenguaje. AAVV

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Rousseau: música y lenguaje - AAVV Oberta

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y poesía se integran y se completan la una a la otra.

      La música encuentra, por tanto, su destino más apropiado en la fusión con la palabra poética, es decir, en el ámbito del espectáculo melodramático, arte que, aun ocupando un puesto de honor en la sociedad dieciochesca, llamaba la malévola atención de muchos filósofos y críticos: este espectáculo era, además, condenado por ser considerado artificioso y deseducador, hecho para alagar el mal gusto del público, espectáculo muy inferior al más vigoroso, educativo y tradicional espectáculo trágico, declamado pero sin el añadido inoportuno de la música.

      Dubos –como se ha dicho– se mantiene todavía formalmente fiel al principio de imitación de la naturaleza y asigna a todas las artes la tarea de imitarla; sin embargo, en lo que concierne a la música, este principio se revela del todo inadecuado para comprender la naturaleza. Desde un punto de vista racionalista –y éste es el punto de vista de Dubos–, se habría debido concluir que la música no es arte en cuanto no imita nada, o que participa, aunque sea débilmente, del mundo del arte en cuanto es capaz de imitar los rumores de la naturaleza; tal aspiración no era extraña a la música francesa de aquel tiempo. Dubos, aun permaneciendo en el ámbito de tales conceptos, apenas retocó el principio de imitación de la naturaleza al afirmar que la música tiene su campo particular de imitación, y éste es el de los sentimientos. Se sabe qué fortuna estará llamada a tener en todo el siglo dieciocho la fórmula que define la música como imitación de los sentimientos, y Dubos seguramente ha sido el primero en usarla, seguido por Batteaux algunas décadas después y, un poco más tarde, por los enciclopedistas. El problema radica en mostrar cuáles son los medios de los que dispone el músico para imitar los sentimientos, desde el momento en que éstos son algo abstracto, no tangible, pero connaturales al ánimo humano, y se manifiestan además con pocos signos exteriores.

      La música, por tanto, tiene la misma finalidad que las otras artes, pero no sólo ésta: de las palabras de Dubos emerge con claridad que existe una secreta complicidad y afinidad entre la música y el mundo de los sentimientos, por la cual, en relación con éste, la música aparece en una posición de privilegio respecto a la poesía y a la pintura. Indudablemente, esta teoría parece preludiar la concepción de la música de Rou sseau; de hecho, Dubos concibe la música como un complemento integrador del lenguaje verbal, el cual es por sí mismo insuficiente y carece de inmediatez porque es fruto exclusivamente de convenciones. Es importante destacar que se aleja del pensamiento de toda la crítica de su tiempo, que consideraba la música en el melodrama como un añadido inesencial, un ornamento pernicioso para el texto poético, con la función de hacerlo quizá más fácil y agradable, al escucharse halagando el oído, pero en detrimento de su dramaticidad y, sobre todo, de su verosimilitud.

      Para Dubos la música es un arte como otro y está sometida, por tanto, a las mismas reglas de la verosimilitud y de la conveniencia: «Los primeros principios de la Música son, pues, los mismos que los de la Poesía y de la Pintura». La música tiene su propia verdad, y sólo colocándose en una perspectiva intelectualista se puede afirmar que un melodrama no tiene verosimilitud, porque parece insensato a nuestra razón que los personajes canten siempre en todas las circunstancias de sus vidas, incluso cuando se están muriendo. La verosimilitud aparece claramente en estas páginas más como un criterio de conveniencia interna, que nace de una regla intrínseca a la ópera misma, que como un criterio de adecuación a una realidad externa. Se puede hablar, por tanto, de verdad también para el melodrama: «Hay en nuestras óperas una verdad –prosigue Dubos–, que consiste en la imitación de los tonos, de los acentos, de los suspiros y de los sonidos que, naturalmente, se adecuan a los sentimientos contenidos en las palabras. Esa misma verdad se puede encontrar en la armonía y en el ritmo de toda composición». La verdad de la que Dubos habla aquí no es la verdad racionalista, como la entendía Boileau, sino la verdad de los sentimientos, de los cuales la música representa la expresión, o mejor –por usar el lenguaje de Dubos– la imitación más directa y natural.

      Reaparece aquí un concepto ya expresado, aunque tímidamente, en otras páginas: el arte, y en este caso la música en particular, tiende a captar el sentimiento en el estado mismo en el que surge, aún no tamizado por las convenciones lingüísticas e intelectuales; el arte, que dispone de signos naturales, como la pintura o la música, en vez de imitación de la naturaleza, se puede decir que de alguna manera viene a coincidir con la naturaleza misma o con los mismos sentimientos en sus manifestaciones también sensibles. Suspiros, acentos, inflexiones de voz, conexos a la expresión de nuestros sentimientos, son ya en sí mismos música. Los signos naturales de los que se sirve la música «para aumentar la energía de las palabras cantadas, deben hacerlas más capaces de emocionarnos»; por eso la música no se configura ya como un arte que apela sólo a nuestros sentidos –y ésta era la acusación más común que se le imputaba–, sino que «el placer del oído se convierte en placer del corazón».

      Para la música Dubos introduce también las mismas distinciones ya introducidas para las otras artes: por un lado, arte hecha para agradar sólo al oído, despliegue de habilidad técnica; por el otro, música obra del genio, música que toca nuestro corazón: «Gustosamente situaría yo la música en que el compositor no ha sabido hacer servir su arte para emocionarnos, en el mismo rango de los cuadros no bien coloreados y de los poemas no bien versificados». La música es comparada a menudo con la pintura y la poesía sin que por ello se forme una jerarquía de valores, aun cuando Dubos arroje luz sobre las diversas posibilidades inherentes a la naturaleza de cada una de las artes. Así como se había distinguido entre temas idóneos para la poesía y temas idóneos para la pintura o, descendiendo aún más a lo particular, entre temas idóneos para los diferentes géneros literarios, tampoco la música se presta a acompañar a cualquier tipo de poesía, precisamente «los versos que contienen sentimientos son más adecuados para ser musicados, al contrario de los que contienen pinturas»; es más, de los versos que expresan sentimientos la música nace casi espontáneamente: de la sola lectura de éstos nace la música, porque ella es la expresión inarticulada de las pasiones.

      Dubos aspira claramente a encontrar un nexo íntimo entre las dos expresiones, la verbal y la musical, una complementariedad recíproca que redima a palabra y música de su intrínseca insuficiencia, y no sólo a un acercamiento o una justificación a una hipotética y acaso improbable cooperación entre ellas en el espectáculo melodramático. En este camino reencontramos a muchos filósofos después de Rousseau, desde Batteaux y André hasta los enciclopedistas. La mayoría de ellos recoge la herencia de Dubos, desarrollándola y buscando articularla en un sistema coherente. Pero de entre todos ellos sobresale por su originalidad Rousseau: el problema crucial de la unión de música y poesía –ya claramente expuesto por Dubos, además de muy antiguo, desde el momento en que estas dos artes han cooperado desde siempre en la historia de la civilización occidental– es retomado por el filósofo ginebrino y colocado en el centro de una reflexión que incluye la naturaleza misma del hombre, su historia y su civilización.

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