Rousseau: música y lenguaje. AAVV

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Rousseau: música y lenguaje - AAVV Oberta

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comunes a todos los seres humanos, por el otro es preciso, otrosí, recordar que éstos representan al mismo tiempo aquello que hay de más celosamente privado en cada individuo. También a nivel de la colectividad, el modo en que un pueblo expresa sus sentimientos y sus pasiones constituye aquello que lo diferencia y lo distingue de los otros pueblos, su unicum. Decir, por tanto, que la música es natural y, por eso mismo, universal, significa afirmar de manera casi contradictoria que ésta está estrechamente ligada a aquello que de más íntimo, de más personal, existe tanto en un individuo como en un pueblo.

      No es una casualidad que entre los ilustrados, en la segunda mitad del setecientos, esté bien clara la diferencia de opinión entre quien acentúa el valor de la diferencia, de la particularidad, de la variedad de las hablas, de los estilos nacionales, y quien por el contrario minimiza tales diferencias como accidentales, poniendo más bien el acento sobre aquello que emparienta todos los estilos, sobre aquello que hace iguales a todos los hombres; y no es una casualidad si entre estos últimos, en lo que respecta a la música, hallamos primero a un racionalista como Rameau y después a un músico cosmopolita como Gluck. Precisamente este último, en una carta de 1773 en el Mercure de France, afirmaba que su deseo supremo era la eliminación de las «ridículas diferencias» existentes entre los diversos tipos de músicas nacionales. Gluck aludía evidentemente a las famosas querelles que aún arreciaban en Francia y a la exageración ideológica e instrumental, más allá de cualquier realismo, de las supuestas diferencias estilísticas radicales entre la música italiana y la francesa que habría querido ver superadas en nombre de una razonabilidad superior. Pero la historia de la música, y no sólo la de la música, avanzaba por una vía completamente distinta a la auspiciada por Gluck y, a lo sumo, tendía al subrayado y la exaltación de aquellas «ridículas diferencias» que Gluck pretendía eliminar. De hecho, para el autor del Alceste, como ya para Rameau y para el ala más racionalista de la Ilustración, las artes, y la música en particular, debían intentar alcanzar valores de universalidad y, en consecuencia, de racionalidad natural, es decir, aquellos valores que de por sí coincidían con los valores del mundo civilizado, en otras palabras, con la Europa de la Edad del Siglo de las Luces. Más allá de las particularidades nacionales, de las diversidades estilísticas no esenciales, habría surgido una música resplandeciente en sus valores esenciales, fundada sobre principios naturales, sobre leyes universales. Tal posición se ha revelado, sin embargo, claramente perdedora frente al avance impetuoso de los nacionalismos y de las escuelas nacionales, frente a la revalorización de los particularismos, de los cuales muchos enciclopedistas, con Rousseau a la cabeza, se erigieron en defensores.

      Incluso el oscuro cri animal del que habla Diderot expresa de hecho una nueva forma de universalidad, una idea de naturaleza que se refiere a aquel elemento vitalista, acaso común –sin que la cosa parezca en modo alguno escandalosa– al hombre y al animal, y en cualquier caso preexistente no tanto a la civilización como, lo que es más importante, a las convenciones de la razón. Pero, en definitiva, a la pregunta de si las pasiones, los sentimientos y las emociones que constituyen el alma de la expresión musical son individuales o universales, se puede intentar dar una repuesta, permaneciendo siempre dentro de la óptica ilustrada, afirmando que la capacidad de experimentar sentimientos, de expresarlos a través del lenguaje y del canto, de comunicarlos y de manifestarlos al prójimo mediante los acentos y las inflexiones de las palabras es universal, y por tanto natural, en todos los hombres y en todos los pueblos. Sin embargo, los sentimientos y las emociones son precisamente sentimientos y emociones experimentadas por un individuo o por una colectividad y no pueden manifestarse más que a través de una expresión individual, particular, y no a través de convenciones dotadas de un convencionalismo abstracto y universal. El sentimiento es la sustancia vital más profunda, más celosamente personal y privada de los individuos y de los pueblos, y no es asimilable o reducible a una fórmula matemática o a una convención vacía y abstracta estabilidad entre pueblos distintos. Universales pues los sentimientos, en el sentido de que todos los poseen; pero particulares las formas a través de las cuales ellos se expresan. Universal es la capacidad de expresarse mediante la música, pero distinta la modalidad musical mediante la cual cada pueblo se expresa a sí mismo.

      Se diría que, a la luz de esta nueva concepción, la naturaleza, según Rousseau, deriva de un indefinible amasijo de historia y metahistoria, de naturaleza y de convención, de aquello que abstractamente existe antes de la civilización y de la misma civilización, entendida como un proceso en el que los hombres aspiran a reencontrarse juntos para salir de la soledad del primitivismo y de la barbarie. La música, o mejor el canto, es lo que hace sentir al hombre que existen otros hombres: las pasiones y los sentimientos –de los cuales el canto es signo y expresión– no pueden existir en soledad. Por eso el canto es el primer signo de que existe una sociedad. La degeneración de la sociedad por un efecto perverso del progresar de la civilización es lo que ha hecho degenerar también al canto, escindiendo la palabra de la melodía sobre la que se fundaba y que le era propia.

      Se puede así entrever el significado profundo que Rousseau atribuye al conocimiento de aquel diccionario sin el cual el hombre se queda frío incluso frente al canto más conmovedor. No se trata evidentemente de un diccionario de términos musicales, diccionario en el que quizá pensaba Rameau cuando teorizaba sobre la armonía como lenguaje natural en el sentido de universal y atribuía a las diversas figuras de la armonía significados emotivos prefijados. El diccionario, al que alude más veces Rousseau, es la lengua de cada pueblo, con su individualidad, con su particularidad, derivada de la historia vivida por ese pueblo; y por ello mismo es un vocabulario no universal, sino propio de cada comunidad humana. La llaneza expresiva de las lenguas, proyectada por Rousseau en un origen mítico y metahistórico, puede convertirse incluso en un ideal de proyectarse en un futuro mesiánico.

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