Rousseau: música y lenguaje. AAVV
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Puede parecer una contradicción, y quizá en parte lo sea, pero es precisamente el elemento musical el que confiere una legitimidad comunicativa al lenguaje: en definitiva, el elemento más subjetivo, más individual, más ligado a los sentimientos del individuo, es aquél gracias al cual también los razonamientos más abstractos pueden ser comunicados, compartidos por otros y, por tanto, pueden realizar concretamente la propia universalidad. La musicalidad del lenguaje que se identifica con el sentimiento es, pues, el elemento socializante del lenguaje de todas las épocas, aquél que permite a la voz humana transmitirse y comunicarse con el prójimo de modo natural. El canto parece entonces la única forma natural y completa de comunicación, no sometida a alienación, creada al mismo tiempo por necesidades comunicativas o expresivas.
Pero, ¿qué significa natural? Éste es un concepto complejo y ambiguo en el pensamiento ilustrado y en la filosofía rousseauniana: en él se encuentra inextricablemente unida la idea de universalidad con la de particularidad. ¿Es natural aquello que es universal o aquello que es particular? ¿Es natural la razón con sus leyes racionales o el sentimiento y las pasiones que trascienden la razón o que están cerca de ella y, no obstante, escapan a su dominio? ¿La música es natural en tanto encarna una razón universal, una ley numérica que está en la base de su lenguaje y quizá del universo entero o es natural en cuanto cri animal, voz que brota con ímpetu irrefrenable del corazón, melodía que se despliega y se desata por encima y más allá de cualquier regla? Difícil responder de modo perentorio a estas cuestiones en el ámbito del pensamiento ilustrado. Todos los filósofos del setecientos, sin embargo, están de acuerdo en afirmar que la naturaleza se opone al artificio, a las convenciones, a las reglas impuestas o inventadas por la sociedad, y que, por tanto, la naturaleza se identifica con las estructuras más profundas, más auténticas, más originarias del ser humano. Pero el contraste nace en el momento en que se pretende dar cuerpo a este ideal.
¿La naturaleza se encuentra por detrás, retrocediendo a un tiempo mítico en cuyo seno el hombre está en el estado de naturaleza, dotado todavía de la capacidad de expresarse en un lenguaje imaginativo, sonoro y musical, o se encuentra en el futuro, en un progreso civil igualmente mítico en el que el hombre podrá ejercer plenamente su razón, descubriendo las estructuras racionales más profundas del mundo en el que vive, logrando, si no acallar, al menos poner entre paréntesis sentimientos y pasiones propios de una época primitiva que hay que superar con la natural fuerza de las luces? ¿La música, por tanto, se refiere a un mundo originario, donde la expresión todavía es global y permanece intacta, o prefigura un mundo donde dominará la ley adamantina del rigor racional? Para complicar esta alternativa, valga recordar aún que universalidad y particularidad, así como naturaleza y artificio, son conceptos que no se refieren sólo a los individuos sino también a la colectividad, a los pueblos, a los grupos étnicos. Un ilustrado de inspiración racionalista puede considerar que universal es aquello que es comunicable a cualquier hombre culto; en cambio, otros ilustrados –como Rousseau– pueden objetar que el mundo de los cultos es todo lo contrario a universal: cerrado y sectorial, restringido y académico. ¿Acaso la expresión de un pueblo que se manifiesta mediante la autenticidad del lenguaje natural que le es propio no es más universal que aquélla que tiene lugar mediante las abstractas convenciones de la ciencia? A la luz de estas diversas posiciones, ¿puede pues sostenerse aún la rígida equivalencia natural = universal? Se da aquí una sutil y compleja relación dialéctica entre particular y universal, entre razón y sentimiento, entre natural y convencional; y ésta representa el humus más apasionante de lo debatido en el seno del movimiento ilustrado y, al mismo tiempo, la herencia más estimulante que ha dejado al mundo de la Revolución y del Romanticismo.
Hay una frase en el Essai sur l’origine des langues –quizá el escrito más importante y significativo entre todos los dedicados a la música en la vasta obra de Rousseau– que puede dar pie para una reflexión sobre la filosofía de la música: «Los cantos más bellos, para nuestro gusto, impresionarán siempre mediocremente a un oído que no esté acostumbrado a ellos. Es ésta una lengua de la que es preciso tener el diccionario». Esta afirmación puede resultar sorprendente si repasamos las pocas páginas del texto del capítulo XIV, dedicado a la armonía, que se abre con una frase que puede parecer del todo contradictoria con lo citado: «La belleza de los sonidos es la de la naturaleza».[2]Esta oscilación entre los dos polos que, en lenguaje moderno, podríamos definir entre naturaleza y cultura conduce al centro de la reflexión de Rousseau, cuyo pensamiento está lleno de fecundas contradicciones no siempre resueltas. En el texto que acabamos de citar, Rousseau parece proponer una visión de la música, y en particular de la melodía, como fruto de una escisión causada por los efectos perversos de la sociedad y de la civilización: en origen existía un único lenguaje, el canto, que encarnaba la totalidad expresiva de un imaginario hombre primitivo en el que palabra y música no se habían escindido aún. Los sonidos y la palabra, que han permanecido autónomos y autosuficientes en el mundo en el que vivimos, tan lejano del mito del paraíso terrenal del hombre de los orígenes, ¿pertenecen al mundo de la convención, es decir, de la cultura, de la civilización, del progreso, de la historia, o pertenecen a la naturaleza? No es fácil responder de modo unívoco a estos interrogantes que están en la base de todo el pensamiento del filósofo ginebrino. Cuando Rousseau afirma que existe un estrecho ligamen entre la posibilidad de crear un canto auténticamente expresivo y la lengua que se habla en ese sitio, sin duda quiere afirmar que cada lenguaje, en mayor o menor medida, hunde sus raíces en un humus natural, susceptible por tanto de perder se, de corromperse y de ser inundado por elementos convencionales, como en efecto ha sucedido, en concreto con los lenguajes septentrionales, el francés en primera línea. En realidad también el elemento melódico, que constituye el núcleo más importante del lenguaje musical, puede tener el mismo destino, y su fundamento natural está sujeto al mismo proceso de corrupción y de pérdida. Es más, se diría que una vez que se han escindido y separado, melodía y palabra pierden de manera casi automática su fundamento natural.
¿Qué intentaba pues decir Rousseau cuando afirmaba que para entender la música es preciso conocer el diccionario? ¿No parece tal afirmación estar en contradicción con todo aquello a lo que se refería al hablar del canto originario? ¿Y a qué época de la humanidad se refiere este canto originario? No se sale de estas aparentes contradicciones del discurso de Rousseau sin profundizar en el concepto mismo de naturaleza. Cuando Rousseau se refiere a los lenguajes en plural y delinea sus evoluciones y sus transformaciones a la luz de elementos naturales, como el clima, las necesidades de los hombres o sus actitudes, evidentemente formula una idea de la naturaleza asaz distinta de aquella elaborada por la larga tradición racionalista según la cual lo que era definido como naturaleza coincidía con lo universal. Rousseau, acaso por primera vez, hace coincidir naturaleza con aquello que es singular, tanto con la identidad propia de cada individuo como con la de cada pueblo.
Por eso, lo que emerge con gran evidencia, en las postrimerías del siglo XVIII, es que la naturaleza, identificada más frecuentemente con el mundo de las pasiones y de los sentimientos, encuentra su expresión más adecuada en la particularidad y en la singularidad no sólo de los individuos, sino también de los