Roja esfera ardiente. Peter Linebaugh
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Estaba buscando los restos de Catherine Despard. Después de que el coronel Edward Marcus Despard fuese ahorcado y decapitado en Londres, el 21 de febrero de 1803, por traición a la Corona, su viuda Catherine, la intrépida revolucionaria afroamericana, después de hacer lo posible por asegurarle un entierro decente, desapareció, parece, del registro archivístico para sumergirse en el silencio histórico[1].
¿Debía pensar en ella como una esclava o una mujer afroamericana –perdida ahora y lejos de su cultura étnica– que había sido emancipada de la plantación de esclavos atlántica, cuyos terrores formaban la base de las riquezas europeas? ¿O había otras formas de contemplarla? Como reformista del sistema carcelario; como ayudante y compañera; como figura del West End londinense, moviéndose con afán bajo los plátanos de sombra recientemente plantados (1789) en Berkeley Square, donde tuvo por vecino a Charles James Fox, el gran político reformador. Ella había dirigido sus esfuerzos para limitar los instintos de cercamiento de la elite, los señores del imperio. ¿Debemos entonces agradecerle que se asegurara de que el panóptico de Jeremy Bentham se convirtiese solo en una idea distópica del imaginario totalitario? ¿Debía yo verla como conocida de lord Horatio Nelson, ya por entonces héroe del país? ¿Como aquella que logró alterar tanto al magistrado jefe de la nueva policía londinense como para hacerlo quejarse lastimosamente ante el secretario de Interior, deseando que esa mujer se esfumara sin más?
Frente a frente, una mujer ante un hombre, una descendiente de esclavos ante un señor del reino, Catherine Despard le expresó la verdad al poder. Experimentada en dos o tres continentes, fue una revolucionaria de su tiempo. Su historia es la de la clase obrera en un tiempo en el que las mujeres, como los esclavos afroamericanos, generaban la riqueza de Europa y, así se pretendía, también reproducían esa mercancía imposible, los futuros trabajadores. En el contexto de la historia irlandesa, debería compararse con Anne Devlin, la fiel camarada de Robert Emmet, también ahorcado y decapitado en septiembre de 1803, seis meses después que Despard. Devlin, que llevó una vida revolucionaria en la clandestinidad, vivió hasta 1851, pero fue olvidada. Las mujeres eran mensajeras de los ideales revolucionarios. En la lejana Saint-Domingue, la que pronto sería república independiente de Haití, Rochambeau, el comandante de Napoleón contra los antiguos esclavos, ordenó en Cap-Français (Haití), en febrero de 1803, «obligar a todas las mujeres a volver a sus casas, en especial a las négresses»[2]. A Catherine no lograron «obligarla a volver».
Una tentadora alusión a Catherine en las Recollections de Valentine Lawless, segundo lord Cloncurry, observa que había salido de Londres tras la terrible muerte de su esposo Edward, para ser cuidada en Lyons, no en referencia a la segunda ciudad de Francia sino a una de esas magníficas mansiones, como el Monticello de Jefferson o las fincas campestres inglesas de la clase gobernante whig, esta construida y habitada por Cloncurry en el límite entre Dublín y Kildare. «Nos convertimos en una especie de centro de refugio para las huestes de pobres expulsados de sus casas por los atroces actos de un ejército», escribió. Medio siglo después, relataba que «Vivió con mi familia en Lyons unos años»[3]. Allí él pudo ofrecerle «un refugio frente a la indigencia». Lyons es adyacente al Gran Canal, en el condado de Kildare. El Gran Canal se completó en 1803, el mismo año que Catherine huyó a Lyons. Si allí es donde terminó su vida, ¿quizá pudiéramos hallar los restos?
Los siguientes temas no se desvanecieron tras la muerte de Edward o la desaparición de Catherine. La abolición de la esclavitud, la independencia de Irlanda, la mejora del sistema carcelario y la emancipación de las mujeres habían sido las causas de su tiempo, y estuvieron a punto de ser extinguidas por los instrumentos de la contrarrevolución: la soga y la hoja del verdugo. ¿Lograría yo encontrar pruebas de sus restos en el polvo acumulado en los ataúdes del sarcófago de Valentine Lawless, lord Cloncurry? (¿Y de qué me serviría encontrar esos restos?).
Lyons es una mansión con un lago privado, cuya construcción comenzó en 1785. A la muerte del padre, en 1799, Cloncurry se convirtió en el dueño. «Creé un lugar hermoso, y empleé a un ejército de hombres» para mejorar la propiedad[4]. Sus arcos rebajados, a ambos lados del edificio central, están hechos de sillares rústicos de granito. La grandiosa puerta de entrada con frontón culmina en una escultura de granito de Aries y Tauro, y un escudo de armas con insignia y corona. Las columnatas dóricas a ambos lados del edificio principal unen las dos alas, cada una de ellas tan amplia como cualquier palacio. Contrató artesanos experimentados como Gaspare Gabrielli para pintar los frescos y los medallones. El papa Pío VII le obsequió con una pila bautismal de mármol para la entrada. Era 1801, el año en el que entró en vigor el Acta de Unión que abolía el Parlamento irlandés, y en el que el papa firmó el concordato con Napoleón. Por lo general, en la entrada de un templo había una pila de agua bendita. El papa, Napoleón, Cloncurry: todos hostiles a la Corona inglesa.
Nacido en 1773, Valentine Lawless era más joven que Despard, pero Portarlington, en el condado de Laois, fue su lugar de nacimiento, de modo que al menos debía de conocerlo de nombre. La amistad, sin embargo, no se basó en su proximidad como paisanos; ambos fueron miembros de la Sociedad de los Irlandeses Unidos, es decir, revolucionarios. Lawless se unió a ella en 1793. Como Robert Emmet, que se unió tras él, vestía de verde y se mantuvo cerca de los líderes del movimiento. Fue detenido, junto con Despard, en la redada de radicales que tuvo lugar en Londres en 1798, y confinado en la Torre de Londres durante seis semanas. Lo volvieron a detener en abril de 1799, y permaneció en la Torre hasta 1801. En septiembre de 1802, al Consejo Privado le llegó el rumor de que Cloncurry le había prestado 700 libras a Despard[5].
A su liberación, Cloncurry se fue a vivir a Roma. Era la época en la que Gran Bretaña y Francia luchaban por controlar Egipto y el Mediterráneo oriental, rapiñando todo lo posible. Lord Elgin comenzó el saqueo sistemático de las esculturas de mármol del Partenón y del Erecteón en la Acrópolis griega[6]. Cloncurry también «coleccionaba» esculturas y muebles antiguos: columnas de tres metros y medio de granito egipcio, una estatua de Venus procedente de Ostia (el puerto de Roma), tres pilares de granito rojo de la Domus Aurea de Nerón, otro pilar de los baños de Tito, esculturas del templo de Portuno, tres cargamentos de saqueo que serían transportados por el Gran Canal hasta Lyons, y otro que se hundió en una tempestad en la bahía de Wicklow. La burguesía revolucionaria veneraba Grecia y Roma y se rodeaba del estilo clásico en la arquitectura majestuosa de Whitehall, Monticello, Washington DC, Dublín o Lyons.
¿Qué pensó Catherine, al ver este botín de África y Roma? Tal vez compartiera el lamento de los revolucionarios irlandeses ante el hecho de que en 1798 Napoleón decidiera invadir Egipto en lugar de Irlanda. Años después (ca. 1850), el antiguo esclavo estadounidense Well Borwn experimentó una revelación en París al observar el obelisco del Nilo: la grandeza de los constructores de Egipto sugería la prioridad de la civilización africana sobre la europea. Este era un conocimiento común en tiempos de Catherine, porque era el tema del libro radical más popular de su época, Las ruinas de Palmira, de Constantine Volney, que aportaba pruebas de que el origen de la civilización estaba en África. Refutaba, en consecuencia, la emergente doctrina de la supremacía blanca y su corolario, la inferioridad innata de los africanos.