Roja esfera ardiente. Peter Linebaugh

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camino de sirga del Gran Canal, a las afueras de Dublín. Nos estábamos tomando un fin de semana de descanso en el trabajo de documentación de archivo sobre la Rebelión irlandesa de 1798. El 98 fue el momento crucial de esa época revolucionaria. La idea era combinar una excursión agradable con un reconocimiento preliminar. En el camino me paré ante un rosal silvestre. Tenía una sola rosa roja, con los pétalos relucientes en la luz del atardecer por las gotas de un chaparrón reciente. Además de formar parte de una época revolucionaria, el 98 se produjo durante el Romanticismo, y esa rosa, en ese lugar, en ese momento, me pareció una señal de ánimo.

      ¿Debía pensar en ella como una esclava o una mujer afroamericana –perdida ahora y lejos de su cultura étnica– que había sido emancipada de la plantación de esclavos atlántica, cuyos terrores formaban la base de las riquezas europeas? ¿O había otras formas de contemplarla? Como reformista del sistema carcelario; como ayudante y compañera; como figura del West End londinense, moviéndose con afán bajo los plátanos de sombra recientemente plantados (1789) en Berkeley Square, donde tuvo por vecino a Charles James Fox, el gran político reformador. Ella había dirigido sus esfuerzos para limitar los instintos de cercamiento de la elite, los señores del imperio. ¿Debemos entonces agradecerle que se asegurara de que el panóptico de Jeremy Bentham se convirtiese solo en una idea distópica del imaginario totalitario? ¿Debía yo verla como conocida de lord Horatio Nelson, ya por entonces héroe del país? ¿Como aquella que logró alterar tanto al magistrado jefe de la nueva policía londinense como para hacerlo quejarse lastimosamente ante el secretario de Interior, deseando que esa mujer se esfumara sin más?

      Los siguientes temas no se desvanecieron tras la muerte de Edward o la desaparición de Catherine. La abolición de la esclavitud, la independencia de Irlanda, la mejora del sistema carcelario y la emancipación de las mujeres habían sido las causas de su tiempo, y estuvieron a punto de ser extinguidas por los instrumentos de la contrarrevolución: la soga y la hoja del verdugo. ¿Lograría yo encontrar pruebas de sus restos en el polvo acumulado en los ataúdes del sarcófago de Valentine Lawless, lord Cloncurry? (¿Y de qué me serviría encontrar esos restos?).

      ¿Qué pensó Catherine, al ver este botín de África y Roma? Tal vez compartiera el lamento de los revolucionarios irlandeses ante el hecho de que en 1798 Napoleón decidiera invadir Egipto en lugar de Irlanda. Años después (ca. 1850), el antiguo esclavo estadounidense Well Borwn experimentó una revelación en París al observar el obelisco del Nilo: la grandeza de los constructores de Egipto sugería la prioridad de la civilización africana sobre la europea. Este era un conocimiento común en tiempos de Catherine, porque era el tema del libro radical más popular de su época, Las ruinas de Palmira, de Constantine Volney, que aportaba pruebas de que el origen de la civilización estaba en África. Refutaba, en consecuencia, la emergente doctrina de la supremacía blanca y su corolario, la inferioridad innata de los africanos.

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