Roja esfera ardiente. Peter Linebaugh
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[6] R. O’Donnell, Robert Emmet, Dublín, 2003, vol. 2, p. 151.
[7] R. O’Donnell (ed.), Insurgent Wicklow 1798: The Story as Written by Luke Cullen, Wicklow, 1998.
[8] R. J. Scally, The End of Hidden Ireland: Rebellion, Famine, and Emigration, Londres, 1995, pp. 13-16; E. E. Evans, The Personality of Ireland, Oxford, 1995.
[9] E. Burke, A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful, Londres, 1756.
[10] K. Whelan, «Events and Personalities in the History of Newcastle, 1600-1850», en P. O’Sullivan (ed.), Newcastle Lyons. A Parish of the Pale, Dublín, 1986.
[11] M. J. Kelly, «History of Lyons Estate», en ibid
[12] Esta es la declaración jurada de Carter Connolly, maestro en Maynooth. Rebellion Papers, 620/1/129/5, Archivos Nacionales de Irlanda.
[13] J. Brady, «Lawrence O’Connor: A Meath Schoolmaster», Irish Ecclesiastical Record, vol. 49, 1937, pp. 281-287.
[14] R. O’Donnell, cit., p. 169.
B
TANATOCRACIA
3. Despard en la horca
El lunes, 21 de febrero de 1803, con la soga del verdugo alrededor del cuello, Edward Marcus Despard subió al borde del patíbulo, en el tejado de la cárcel de Horsemonger, al sur del río Támesis, en Surrey. Se dirigió a la multitud, estimada en unos veinte mil asistentes, que habían ido llegando de todo Londres desde primera hora de la mañana. A las cuatro en punto, los tambores llamaron a reunirse a la guardia montada; vigilaban los puentes y las carreteras principales. A las cinco en punto, la campana de St. George empezó a sonar y a dar la hora. Sir Richard Ford, magistrado jefe de Londres, tuvo un sueño incómodo junto a la cárcel. Habían circulado panfletos llamando al levantamiento para impedir las ejecuciones. Había sido difícil encontrar carpinteros dispuestos a erigir el cadalso. Los agentes policiales recibieron orden de vigilar «todas las tabernas y otros lugares a los que acuden los desafectos»[1]. Al carcelero se le había entregado un cohete que debía lanzar para advertir al ejército en caso de que se presentaran problemas. Fue un momento tenso cuando Despard se adelantó para hablar:
Conciudadanos, me encuentro aquí, como veis, después de haber prestado a mi país un servicio fiel, honorable y útil, durante más de treinta años, para sufrir la muerte en el patíbulo por un delito del que niego ser culpable. Declaro solemnemente que no soy más culpable de él que cualquiera de quienes ahora me estáis escuchando. Mas aunque los ministros de Su Majestad saben tan bien como yo que no soy culpable, se valen de un pretexto judicial para destruir a un hombre por haber sido amigo de la verdad, la libertad y la justicia;
[murmullos aprobatorios de la multitud]
por haber sido amigo de los pobres y los oprimidos. Pero, ciudadanos, espero y confío, a pesar de mi destino, y el destino de quienes sin duda me seguirán, que los principios de la libertad, la humanidad y la justicia triunfarán finalmente sobre la falsedad, la tiranía y el engaño, y sobre cualquier principio enemigo de los intereses de la raza humana.
[advertencia del sheriff]
Poco más tengo que añadir, excepto desearos a todos salud, felicidad y libertad, todas las cuales me he esforzado, en la medida de mis posibilidades, en procuraros a vosotros y a la humanidad en general[2].
El discurso lo redactó en colaboración con Catherine, que llevaba días entrando y saliendo de su celda, llevando documentos y ayudándole a redactar la petición de clemencia. Despard pasaba su tiempo escribiendo, y en un momento pidió un amanuense. El fiscal general, Percival (futuro primer ministro), le escribió a lord Pelham, secretario de Interior, que «una correspondencia tan intensa y voluminosa no puede tratar de sus propios asuntos privados». Despard debería haber sabido, escribió Percival, que «no puede estar seguro de que no vayan a cachear a su esposa cualquier día y que no vayan a incautarle los papeles». Y concluyó: «Los pasados hábitos del preso han sido tales como para justificar plenamente cualquier sospecha de intención maliciosa o conjura por su parte, y por lo tanto… no se le permitirá enviar más papeles fuera de la prisión a través de su esposa o de cualquier otro a no ser que los someta a la inspección de alguna persona de confianza». Sir Richard Ford, la tarde anterior a las ejecuciones, escribió a Pelham que «la multitud está ahora dispersa, pero he ordenado a todos mis hombres, que ascienden a cien, mantenerse alerta toda la noche. La señora Despard ha sido muy fastidiosa, pero al final se ha ido»[3].
El Gobierno temía la «igualación». Para impedir oratoria a favor de esta, el sheriff interrumpió el discurso, exigiendo que no se usaran palabras inflamadas. ¿Qué más podría haber dicho? Este es el vínculo con el aspecto revolucionario de lo común. Es la combinación de la famosa tríada de dos de sus elementos, igualdad y fraternidad, que componen un significado de lo común.
Al fin, el discurso fue rápidamente reproducido: en The Times al día siguiente, que es una cosa, pero también en forma de panfleto en Wolverhampton, que es otra muy distinta. Su impresor, un irlandés llamado John English, fue detenido. El de Despard es un discurso cuidadosamente trabajado, en una tradición desarrollada por los Irlandeses Unidos, que siempre que les era posible les daban la réplica a sus fiscales.
The Gentleman’s Magazine publicó una versión distinta, incluida una declaración que rayaba en una afirmación de inocencia: «Sé que, por haber sido enemigo de las medidas sangrientas, crueles, coercitivas e inconstitucionales de los ministros, estos han determinado sacrificarme bajo lo que se complacen en denominar un pretexto judicial». La conclusión es también distinta: «Aunque no viviré para experimentar las bendiciones de este cambio divino, estad seguros, ciudadanos, de que llegará el momento, y eso rápidamente, en el que la causa gloriosa de la libertad triunfará de hecho».
Podemos hacer cuatro observaciones sobre el discurso. En primer lugar, es una continuación de la lucha, con participación activa de las multitudes, que atestaron sendas avenidas para dar fe. Segundo, se dirige dos veces a la multitud como «ciudadanos», el modo de apelación igualitario y revolucionario que nivela las distinciones de «señor», «milady», «vuestra majestad», «señora», «vuestra excelencia», etcétera. A esas alturas, la palabra, surgida entre los jacobinos franceses, se había internacionalizado. Es igualitaria y democrática en el aspecto de que también se atribuye el autogobierno. La ciudadanía no significaba lealtad al Estado en sí mismo; tenía otros dos significados: lealtad a la humanidad y al proyecto revolucionario. En tercer lugar, es una producción retórica que descansa profundamente en tríadas: una tríada de logros («haber prestado a mi país un servicio fiel, honorable y útil»), una de vicios («triunfo sobre la falsedad, la tiranía y el engaño»), y tres tríadas de virtudes («los principios de la libertad, la humanidad y la justicia», «amigo de la verdad, la libertad y la justicia» y «salud, felicidad y libertad»). Estas últimas nos recuerdan a la