Roja esfera ardiente. Peter Linebaugh
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Roja esfera ardiente - Peter Linebaugh страница 16
Durante la mayor parte de su trayectoria militar, Despard había disfrutado de una vida sana al aire libre. Había conocido momentos de felicidad y libertad: durante una niñez en Irlanda, en las colinas del Slieve Bloom con su próspera familia, durante una expedición al río San Juan, Nicaragua, y sin duda con Catherine en Jamaica o Belize. En 1803, sin embargo, a los cincuenta y dos años, la salud de Despard se había quebrantado debido a las frecuentes estancias en muchas cárceles inglesas, incluida la Cold Bath Fields de Clerkenwell, donde mantenían a los presos en condiciones deliberadamente terribles y que era conocida como la «Steel», o «Bastille», en la jerga política de la gente del común.
Había prestado a la Corona un servicio útil en Irlanda, Jamaica, Roatán y Honduras; fiel, al no caer en el motín o la desobediencia y mantenerse leal a los grandes plantadores, en lugar de inclinarse ante dinero de los armadores de barcos o amedrentarse ante los «bahianos»; y honorable, en el sentido de sobriedad y cordura mental. Francis Place, su compañero entre los demócratas revolucionarios de Londres durante la década de 1790, recordaba que «el coronel Despard era una persona singularmente amable y caballerosa, un hombre con un corazón singularmente bueno, como yo bien sé»[5]. Es importante resaltar esto, porque poco después de su muerte se hizo circular la idea de que estaba loco, una opinión que se mantuvo durante cien años[6]. Solo dos años antes, el padre de la psiquiatría, Philippe Pinel, el hombre que, como es bien sabido, les quitó los grilletes a los internos de los asilos psiquiátricos, publicó un tratado sobre la enajenación mental que adoptaba el método novedoso de escuchar, consolar y tranquilizar para explorar la confusión que surge, en tiempos de revolución, entre perder la cabeza por decapitación y perder la mente por enfermedad[7]. En Inglaterra, mientras tanto, el intento de asesinato, en 1800, del rey Jorge III por parte de James Hadfield, un veterano herido en la campaña de Flandes, de la que guardaba terribles cicatrices, y admirador de Derechos del hombre de Tom Paine, llevó a la aprobación de la Ley de Lunáticos Criminales, que permitía confinar indefinidamente a una persona sin necesidad de someterla juicio. En 1802, Hadfield huyó, pero lo volvieron a capturar y pasó los siguientes veinticinco años en una celda de piedra en Newgate, pintando acuarelas, escribiendo poesía y profetizando[8]. De ese modo, la calumnia que tachaba a Despard de loco era una consecuencia estructural de la contrarrevolución, que dictaba cadenas perpetuas sin derecho a juicio.
El último de los cuatro puntos del discurso marca un momento de solidaridad con los demás condenados que estaban con él en el patíbulo, afirmando que eran también inocentes. Eran seis. John Francis, zapatero y soldado; John Wood, jornalero y soldado; James Sedgwick Wratten, zapatero flamenco; Thomas Broughton, carpintero de Lincolnshire; Arthur Graham, pizarrero de cincuenta y tres años nacido en Westminster; y John Macnamara, carpintero de mediana edad y miembro de los Irlandeses Unidos. Eran todos hombres de familia, que al morir dejaron viudas y huérfanos[9].
El fiscal, lord Ellenborough, intervino ante el secretario de Interior para rechazar la recomendación hecha por el jurado de concederle el indulto a Despard. El 20 de febrero, un día antes de la ejecución, le comunicaron que le había sido denegada la petición de clemencia. Como se refleja en la interrupción que el sheriff hizo del discurso de Despard, el Gobierno temía la igualación. Lord Ellenborough cargó en el discurso pronunciado tras el veredicto de culpabilidad, «Y en lugar de la antigua monarquía limitada de este reino, sus leyes establecidas, libres e íntegras, sus usos aprobados, sus útiles gradaciones de rango, sus desigualdades naturales e inevitables, y además deseables, en la propiedad, poner un plan salvaje de desigualdad impracticable [la cursiva es mía], guardando el propósito de llevar a cabo esta estrategia, una promesa ilusoria y vana de asistir a las familias de los héroes…». Esta era la esperanza expresada en un papel pasado de mano en mano por toda Inglaterra: «La Constitución - La independencia de Gran Bretaña e Irlanda - Una igualación de los derechos civiles, políticos y religiosos - Una amplia provisión para las familias de los héroes que caigan en la lucha - Una recompensa magnánima al mérito distinguido - Estos son los objetos por los que combatimos, y para obtener estos objetos juramos seguir unidos». El fiscal infirió que «me parece claro que una aniquilación de todas las distinciones y desigualdades de rango, propiedad, o cualquier derecho político, es la justa, razonable y necesaria interpretación de ellos; y, de hecho, que parece obvio y demostrable que de ninguna otra manera puede interpretarse el significado de este papel»[10].
Lord Ellenborough manifestó en su resumen al jurado: «Igualación… parece claramente significar la reducción forzosa a un nivel común de todas las ventajas de la propiedad, de cualesquiera derechos civiles y políticos y, en resumen, introducir entre nosotros esa dañina igualdad que, en la medida en la que fuese alcanzable, se ha considerado, y quizá con mucha razón, la desgracia y la destrucción de aquellos que se han esforzado por establecerla en otro país». Ellenborough combina dos de las palabras más significativamente igualitarias en el vocabulario político inglés: common y level. La primera se retrotrae a las Cartas de Libertad inglesas y la otra se refiere a los niveladores de la Revolución inglesa del siglo XVII.
El reverendo Winkworth atendió a los condenados, siguiendo instrucciones de obtener confesiones de ellos. He aquí el relato que hizo de sus conversaciones con Despard:
Le pregunté si, siendo irlandés, no había sido educado en la religión católica romana, en cuyo caso podría solicitar un sacerdote que lo atendiera, o de lo contrario yo vendría a prestarle mis servicios. Respondió que en ocasiones había estado en ocho lugares diferentes de culto en el mismo día, que creía en una Deidad, y que las formas de devoción externas eran útiles a efectos políticos; por lo demás, pensaba que las opiniones de anglicanos, disidentes, cuáqueros, metodistas, católicos, salvajes o incluso ateos eran igualmente indiferentes. Después le presenté Evidences of Christianity del Dr. Dodderidge, y le rogué por favor que lo leyera. Me pidió entonces que no «intentara ponerle grilletes en la mente», como en el cuerpo (señalando el hierro que tenía atado a la pierna) […] y dijo que él tenía el mismo derecho a pedirme a mí que leyera el libro que tenía en la mano (un tratado sobre lógica) que yo a pedirle que leyese el mío.
Despard rechazó amablemente los servicios religiosos. Además de militar era un investigador: un amigo, como él decía, de la verdad. En cuanto a confesarse con Winkworth, rebatió: «Yo, no nunca, no divulgaré nada. No, ni por toda la hacienda del rey»[11].
Winkworth sugirió que Despard conocía La edad de la razón de Thomas Paine, publicado en 1794-1795 pero concebido mientras Paine estuvo encarcelado durante el terror revolucionario francés. Lo dedicó a sus «Conciudadanos de los Estados Unidos de América». Al principio fue bien recibido, por tratarse de un cuestionamiento revolucionario y deísta del cristianismo ortodoxo, pero con la contrarrevolución fue objeto de un oprobio creciente. Tanto que, de hecho, en septiembre de 1802, cuando Paine volvió a Estados Unidos (¡al que él había dado nombre!) tras muchos años en Inglaterra y Francia, fue rechazado por todas las pensiones y posadas en el puerto de entrada, Baltimore, hasta que conoció a un «hiberniano honrado» que lo