Framers. Viktor Mayer-Schonberger
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Avancemos ahora hasta 2020. Cuando las autoridades sanitarias públicas detectaron un nuevo tipo de coronavirus a principios de ese mismo año, todavía no estaba muy claro a qué tipo de enfermedad nos estábamos enfrentando. Hasta entonces se conocía la existencia de siete tipos de coronavirus que podían afectar a los humanos con una gran variedad de tasas de contagio y letalidad. Algunos tipos simplemente causaban un resfriado común. Otros, como por ejemplo el SARS (que afectó a Asia del 2002 al 2004) y el MERS (que afectó a Oriente Medio en 2012), demostraron provocar síntomas más graves, tener periodos de incubación más largos y causar tasas de letalidad del diez por ciento y el treinta y cinco por ciento respectivamente.15 Sin embargo, el mundo ya había sufrido brotes de coronavirus anteriormente y todos habían sido sofocados, igual que el ébola.
Quizá fue precisamente por este motivo que al principio los países no tenían claro si debían hacer saltar las alarmas por el descubrimiento del SARS-CoV-2 y de la enfermedad que provocaba, el COVID-19. China cerró la ciudad de Wuhan, una acción sin precedentes que parecía algo que solo un régimen autoritario querría y podría emprender. En Italia los casos empezaron a multiplicarse antes de poder percibir la gravedad del asunto. Los hospitales de la región de Lombardía se vieron tan sobrepasados que llegó un punto en que los médicos fueron obligados entre lágrimas a sedar a los pacientes de más de sesenta años para que murieran sin dolor, y conservar así los limitados recursos médicos para los más jóvenes.16
Todos los países tenían los mismos datos, al igual que había ocurrido con la OMS y MSF en 2014. Y al igual que en el caso del ébola, la manera en que los países enmarcaron inicialmente el COVID-19 afectó las opciones que concibieron, las acciones que emprendieron y cómo les fue al principio de la crisis. Las respuestas de Reino Unido y de Nueva Zelanda en particular son un buen ejemplo para demostrar que escoger marcos distintos produce resultados diferentes.
Nueva Zelanda enmarcó el COVID como si fuera SARS y decidió optar por una estrategia de erradicación. A pesar de que el país no había estado afectado anteriormente por el SARS, sus funcionarios se reunían a menudo con sus homólogos de los países vecinos que sí que se habían visto muy afectados por el virus, como por ejemplo Taiwán y Corea del Sur, y que habían creado unas políticas y unos sistemas para monitorizar enfermedades muy efectivos. Por consiguiente, al principio del brote del COVID-19 las autoridades sanitarias de Nueva Zelanda enseguida se pusieron en modo catástrofe. La primera ministra Jacinda Ardern decidió que era mucho mejor reaccionar de manera desproporcionada que no quedarse cortos. “Actualmente tenemos 102 casos, pero seguro que en algún momento Italia tuvo el mismo número de infectados”, dijo a toda la nación en marzo de 2020. El país se confinó, cerró fronteras y se comprometió a rastrear los contactos de cada caso.17
Paralelamente, en Reino Unido se enmarcó el COVID como si fuera más bien una gripe estacional y se optó por una estrategia de mitigación. Las autoridades sanitarias dieron por sentado que el virus se propagaría inevitablemente por la población y que con el tiempo adquirirían la inmunidad de rebaño. El Gobierno dejó de hacer test y de rastrear los contactos al inicio de la crisis, y tardó mucho más que sus homólogos europeos en emprender acciones como por ejemplo prohibir los eventos públicos multitudinarios o cerrar las escuelas. Las autoridades solo se decantaron por decretar el confinamiento nacional cuando los modelos epidemiológicos mostraron que el virus colapsaría su sistema nacional de salud.18 A principios de junio, la primera ministra Ardern declaró que su país estaba libre de COVID, mientras que Reino Unido registró alrededor de cincuenta mil muertes por COVID, una de las tasas más altas del mundo.19/20
Dos organizaciones. Dos países. Mismos datos y mismos objetivos, pero diferentes marcos y diferentes acciones. Y resultados muy diferentes.
Los marcos nos ayudan a llegar hasta dónde queremos ir, pero somos nosotros los que tenemos que elegir hacia dónde dirigirnos. En cierto modo resulta reconfortante, ya que significa que seguimos teniendo el control. Pero también puede resultar abrumador. Por muy poderosos y versátiles que sean los marcos, y por muy valiosos e indispensables que pueden llegar a ser, en última instancia somos nosotros los que tenemos que escoger.
visualizar nuevos mundos
Los marcos nos permiten visualizar aquello que no podemos percibir. Se trata de un superpoder que poseemos todos los humanos. Hay varios motivos que justifican que no podamos ver algo directamente; quizá no tengamos tiempo de recabar información o no queramos hacerlo o no podamos hacerlo porque los datos nos eluden. En todas estas situaciones no podemos ver directamente el panorama completo, pero nuestros modelos mentales nos ayudan a llenar el espacio en blanco. Gracias a ellos podemos ampliar nuestra capacidad de toma de decisiones mediante nuestra imaginación, que nos permite ir más allá de lo inmediato y adoptar ideas más generales y abstractas. Esto nos anima a utilizar nuestro intelecto para propósitos que de otra forma solo hubiéramos podido soñar.
Para entender hasta qué punto podemos utilizar los marcos para llenar el espacio en blanco, vamos a examinar los alunizajes. Cuando el modulo lunar del Apolo 11 se posó encima de la superficie de la Luna en el verano de 1969, fue una hazaña extraordinaria. Pero los astronautas no llegaron a la Luna gracias a los motores atronadores Saturno V ni a los nuevos ordenadores rudimentarios. En realidad, en más de un sentido, fue gracias a nuestra capacidad de utilizar los marcos para “ver” lo que no podemos percibir.
Nadie sabía cómo navegar a través de los más de trescientos cincuenta mil kilómetros de espacio vacío que hay entre la Tierra y la Luna. Los expertos de la NASA tuvieron que imaginárselo, crear un modelo mental de la navegación espacial y las herramientas que necesitarían para poder hacerlo realidad. Y no se trataba simplemente de que la brújula no funcionara, sino que los conceptos de norte y sur no tenían ningún sentido en el espacio. Asimismo, los ingenieros apenas tenían experiencia en construir motores que pudieran funcionar en el frío vacío del espacio y que además se pudieran activar y reactivar solo con pulsar un botón. Así que construyeron el cohete basándose en los modelos mentales de cómo operan los motores no solamente en la atmósfera de nuestro planeta, sino también en el espacio. Las pruebas que hicieron ayudaron mucho, por supuesto, pero sirvieron sobre todo para verificar lo que los científicos ya habían imaginado en su cabeza.
Cuando Neil Armstrong dio aquel “pequeño paso” en la superficie lunar, se sorprendió de su firmeza, ya que esperaba hundirse cuatro o cinco centímetros. “La superficie es fina y polvorienta –dijo el capitán de treinta y ocho años por la radio a su tripulación y al centro de control–. Solo me he hundido una fracción de centímetro, quizá apenas un cuarto”.21 Pero esta fue la única sorpresa que se llevaron en el Apolo 11. El resto de los humanos de la Tierra que se encontraban a cientos de miles de quilómetros llevaban meses y años utilizando marcos para averiguar qué se necesitaría para conseguir que los astronautas llegaran a la Luna y para traerlos de vuelta.
La capacidad de concebir algo que nunca hemos experimentado no siempre nos sale de manera innata. El día después del lanzamiento del Apolo 11, The New York Times publicó la que se considera la mejor enmienda de la historia periodística cuarenta y nueve años después de haber publicado el artículo original. “El 13 de enero de 1920”, rezaba el periódico, publicaron un artículo en que “se rechazaba la idea de que un cohete pudiera operar en el vacío”. El artículo original se burlaba de los científicos que “parecen