Johannes Kepler. Max Caspar

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Johannes Kepler - Max Caspar Biografías

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terrena. El elector explicó que no solo debía protección a los protestantes, sino también a sus propios correligionarios, y el 13 de setiembre dictó contra los delegados la orden [88] de, en el plazo de 14 días, suspender [89] a los predicadores y todas las funciones del seminario, la iglesia y la escuela evangélica tanto en Graz como en otras ciudades. En una memoria del 19 de setiembre, los delegados solicitaron la derogación del decreto. El archiduque emitió una respuesta negativa y dio orden de que la iglesia de la escuela permaneciera clausurada. El 23 de setiembre decretó que los predicadores y los docentes de la escuela abandonaran Graz en el plazo de ocho días [90] bajo amenaza de ejecución. La situación se tornó crítica. Se movilizaron tropas y parecía que se habría de llegar a una lucha abierta. Se convocó a los Estados con toda urgencia, pero solo pudo asistir una fracción de los mismos debido a inundaciones. Los delegados volvieron a solicitar la anulación del decreto de expulsión, el cual les «dolía hasta la médula». Pero en lugar de la distensión esperada, el 28 de setiembre se emitió una disposición más contundente aún. En virtud del poder del príncipe territorial, los pastores, los rectores y los empleados de la escuela recibieron la orden de «partir todos sin excepción y definitivamente, en el mismo día de hoy antes de la caída del sol, de la ciudad de Graz y de su entorno, la cual pertenece a los dominios de Su Alteza el príncipe y, a continuación, desalojar en el plazo establecido de ocho días el resto de sus territorios y, trascurridos esos ocho días, no volver a entrar en ellos so pena de pagarlo con sus cuerpos y con sus vidas» [91]. No restaba más que acatar la orden. De modo que los predicadores y los profesores, entre ellos Kepler, emprendieron la marcha aquel mismo día, siguiendo el consejo y el mandato de los delegados; unos en esta dirección, otros en aquella, camino de territorios húngaros o croatas, donde rigiera la soberanía del emperador. Como confiaban en un pronto regreso, dejaron atrás a sus esposas. Se les abonó su sueldo y, además, recibieron dinero para costearse el viaje [92]. Las esperanzas de regresar fueron vanas. Única y exclusivamente Kepler obtuvo permiso para volver a Graz, a donde llegó a finales de octubre [93].

      No está claro el motivo por el que se hizo una excepción con Kepler. Este explica que regresó a Graz «por orden» de servidores del elector. Su amigo Zehentmair escribe en una carta donde alude a cierta declaración del barón Herberstein, gobernador territorial, que Kepler había sido excluido de manera expresa y desde un principio por el príncipe, y que no habría necesitado en absoluto abandonar [94] la ciudad. En la carta de recomendación que los delegados entregaron a su matemático territorial cuando dos años más tarde dejó definitivamente la ciudad, se dice, en cambio, algo distinto. Después de que también él fuera expulsado y cesado como profesor de la escuela, los delegados «a través de la intercesión más sumisa» habrían «solicitado humildemente y conseguido» del elector un «salvum redeundi conductum»12 para su persona «y que este lo autorizara a permanecer aquí como respetable matemático territorial» [95]. El esclarecimiento de los hechos verdaderos está abierto. En cualquier caso, como el decreto de expulsión era generalizado, Kepler tuvo la precaución de solicitar al príncipe que, no obstante, certificara que su labor neutral quedaba exenta, de manera que no corriera ningún riesgo si se quedaba más tiempo en la región. Su petición fue aceptada y dispuesta: «Su Alteza habrá autorizado con esto, por indulto especial, que el suplicante permanezca aquí durante más tiempo pese a la expulsión general etcétera. Pero él deberá hacer uso en todas partes de la discreción oportuna y comportarse, por tanto, sin causar ofensa, de manera que no dé lugar a que Su Alteza deniegue otra vez tal indulto» [96].

      El siguiente interrogante va unido al anterior: ¿cómo es que se hizo una excepción con Kepler? A partir de la mencionada súplica presentada por los delegados cabría pensar que se distinguió entre el profesor de matemáticas y el matemático territorial, y que al último se lo autorizó a permanecer en Graz por desempeñar un cargo neutral. Pero podría no haber sido esa la única razón decisiva. Algunos biógrafos creen que los jesuitas movieron hilos en el asunto porque les habría gustado convertir a Kepler al catolicismo; otros, en cambio, lo niegan. En cualquier caso, se puede afirmar que, si Kepler hubiera sido de poca estima entre los jesuitas, también él habría tenido que acatar el decreto de expulsión. En cambio, diferentes hechos evidencian que Kepler despertaba verdaderas simpatías no solo entre los jesuitas, sino también dentro de la corte. Según le contaron, al príncipe elector lo deleitaban sus descubrimientos científicos. En alusión a su trato de favor dentro de la corte, Kepler menciona a un consejero de regimiento, un tal Manechio [97] (acaso el mismo que en distintos documentos aparece nombrado como Manicor), con quien solía tener trato. Pero queda aún otro contacto que resultó de gran trascendencia para Kepler, y debe considerarse. En el otoño de 1597, el canciller de Baviera Hans Georg Herwart von Hohenburg se dirigió a Kepler [98], por mediación de Grienberger, padre jesuita de Graz, para que le aclarara una pregunta científica [99] de la que se hablará más adelante. A partir de esta primera toma de contacto dio comienzo un intercambio epistolar que perduró durante muchos años y unió a ambos hombres muy estrechamente. El influyente canciller dio muestras de ser un ferviente protector del joven y prometedor astrónomo, y le profesó un gran afecto, al tiempo que valoró efusivamente su labor investigadora. Herwart von Hohenburg era católico acérrimo y amigo de los jesuitas. El intercambio epistolar entre él y Kepler dio comienzo justo en la época en que el duque Guillermo el Piadoso trasfirió el poder a su hijo Maximiliano, primo del archiduque Fernando. Mientras cursaban sus estudios en Ingolstadt, estos dos jóvenes habían estado bajo la tutela de Johann Baptist Fickler, el cual mantenía mucha amistad con los jesuitas y también procedía de Weil der Stadt, de una familia vinculada a la de Kepler por maridaje. Como este residía ahora en Munich, Kepler no descuidó presentarle sus respetos [100] a través de Herwart en la primera misiva que le envió, y en la que naturalmente también hizo lo propio con este último y con los jesuitas. Fickler tampoco dejó de agradecerle al punto los saludos enviados [101]. Herwart envió las cartas destinadas a Kepler a través del agente bávaro en la corte imperial de Praga, el cual las remitía a su vez al secretario de Fernando, el padre capuchino Peter Casal, y propuso a su interlocutor que siguiera la misma vía, pero a la inversa [102], para enviarle las suyas. Todas estas circunstancias favorecieron que Kepler destacara dentro del conjunto de sus compañeros de trabajo, y es comprensible que recibiera una consideración especial por parte del partido católico dirigente y que lo trataran de manera distinta al resto de profesores, los cuales carecían de aquellos contactos influyentes. Hay que subrayar también que un hermano del padre de Kepler se había vuelto católico y pertenecía a la orden de los jesuitas, aunque se sabe muy poco de él.

      Aparte de estas circunstancias externas favorables, a Kepler también le sirvió de recomendación su actitud personal. En lo más profundo de su ser era de naturaleza conciliadora. No es que evitara las discusiones y diera la razón a cualquiera con toda condescendencia. Al contrario. Le gustaban los debates y defendía sus ideas con entusiasmo. Solo que, a su entender, los medios utilizados debían ser acordes con el asunto a tratar. Lo sagrado de la religión debía abordarse, tratarse y defenderse por medios sagrados. En esta materia, el tema más serio de la conciencia, ni la presión externa, ni un acto de autoridad impuesto desde arriba debían condicionar una decisión. Del mismo modo, le parecía absolutamente indigno y ofensivo que cuando alguien defendía su convicción religiosa, se explayara difamando y ultrajando cualquier otra. Él pensaba, conversaba y actuaba según la máxima: sancta sancte.13 Por tanto, no eran las dificultades ni las desventajas externas lo que más lo atormentaba de los incidentes que presenciaba, sino más bien el profundo pesar en que se sumía su corazón a la vista de la opresión, la intolerancia, el odio, los insultos constantes. Él rogaba: «Señor, protege el espíritu inocente del joven príncipe de sus perniciosos consejeros» [103]. En una carta que envió a Tubinga veinte años más tarde, aún responsabiliza al comportamiento de los predicadores del seminario del violento ataque que acometió el bando católico contra sus correligionarios: «El comienzo de toda la desgracia en Estiria surgió sin duda cuando Fischer y Kelling pronunciaron exquisitos discursos tendenciosos y ofensivos desde el púlpito» [104]. Fue algo más que una mera falta de delicadeza que el fanático Balthasar Fischer, en su batalla contra el culto mariano, se mofara desde el púlpito de la bella representación de la Virgen del

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