Johannes Kepler. Max Caspar

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Johannes Kepler - Max Caspar Biografías

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poco clara y a veces confusa. Kepler había escrito su libro como si todos los que fueran a leerlo conocieran las explicaciones técnicas de Copérnico y como si estuvieran totalmente familiarizados con las matemáticas, pensando que todos eran como él [41]. Esta crítica animó a Kepler a hacer mejoras aquí y allá. Retocó y completó el texto en distintas partes. Pero, con toda seguridad, Mästlin se encargó del trabajo principal, supervisar la impresión, porque él estaba más cerca. Dedicó mucho tiempo y esfuerzo a esa tarea. Buena parte del material que entregó el neófito para su primera obra no estaba listo para el tiraje. Día tras día, escribe Mästlin, iba a la imprenta [42], a menudo incluso dos o tres veces en la misma jornada, para dar instrucciones al impresor personalmente. No descuidó recriminar al antiguo alumno su contribución para la conclusión del libro. Kepler acusa recibo con calurosas palabras de agradecimiento. No obstante, exagera cuando escribe al viejo profesor: «Tengo pocos motivos para denominarla mi obra. En la aparición de este trabajo yo he representado a Sémele, vos a Júpiter. O, si preferís comparar la obra con Minerva en lugar de con Baco, entonces cual Júpiter la he portado dentro de mi cabeza. Pero si vos no hubierais ejercido de comadrona como Vulcano con el hacha, yo jamás la habría alumbrado» [43].4 Y cuando Mästlin le comunica, además, que por cuidar de la impresión había tenido que posponer una valoración del calendario gregoriano que le habían encomendado, y que aquello le valió una amonestación del claustro [44], Kepler lo consuela diciéndole que su colaboración en esa obra le procurará fama imperecedera.

      En la primavera de 1597 Kepler recibió los primeros ejemplares de su libro terminado. Se tituló: Prodromus Dissertationum Cosmographicarum continens Mysterium Cosmographicum de admirabili Proportione Orbium Coelestium deque Causis Coelorum numeri, magnitudinis, motuumque periodicorum genuinis et propriis, demonstratum per quinque regularia corpora Geometrica.5 Que abreviado se traduce en Mysterium Cosmographicum o Misterio del universo. La pequeña obra, hoy rarísima y de gran valor, costaba entonces diez kréutzer [45]. El autor estaba obligado a comprar doscientos ejemplares al editor, para lo cual tuvo de pagar trescientos florines. Como muestra de su gratitud cedió cincuenta ejemplares a Mästlin, que este distribuiría por Tubinga; y, además, regaló al maestro un cuenco dorado de plata que había adquirido elaborando cartas natales. De acuerdo con la costumbre de la época, Kepler esperaba el «reconocimiento» oportuno por parte de los mandatarios regionales de Estiria, a quienes iba dedicada la obra; sin embargo, tuvo que aguardar hasta el año 1600 para recibirlo y al final le entregaron 250 florines que precisamente dedicó a costear su partida involuntaria de Graz.

      La manera de pensar propia de Kepler y modelada después por distintas influencias, queda patente en la sistemática exposición que hace de su hallazgo. Trata los sólidos regulares según sus categorías y clases; estos son para él no solo figuras con un número determinado de caras, de aristas y de vértices, sino claros portadores de las proporciones que han existido en el ser divino desde los orígenes. Kepler pone de manifiesto el gran parecido que hay entre las distancias de los planetas al Sol que él da a priori, y las que se derivan de la observación. Indaga en los motivos que impiden que la coincidencia sea absoluta. Sabe salvar todos los escollos. Siempre reaparece la pregunta «¿por qué?». ¿Por qué la Tierra se halla entre Venus y Marte? ¿Por qué en su ordenación el cubo ocupa el primer lugar empezando de fuera hacia adentro, entre Saturno y Júpiter, por qué el tetraedro se encuentra en la segunda posición, etcétera? ¿Por qué hay que atribuir el cubo a Saturno? ¿Por qué la Tierra posee una Luna? ¿Por qué las excentricidades de las órbitas tienen justo esos valores? Lo que le permite responder esas y otras cuestiones semejantes es la concepción estética del mundo, que encuentra el principio de lo bello sobre todo en la simetría; la concepción teológica, que parte de que «el ser humano es el objeto del mundo y de toda la creación» [46]; la concepción mística, que lo convence de que «la mayoría de las causas de las cosas que existen en el mundo pueden inferirse a partir del amor de Dios hacia los hombres» [47]; la concepción metafísica, según la cual «las matemáticas constituyen el origen de la naturaleza porque desde el principio de los tiempos Dios porta en sí mismo, en la abstracción más simple y divina, las matemáticas, que sirven de modelo a las cantidades materiales previstas» [48]; pero también la concepción física, que parte del principio de que «toda especulación filosófica debe tomar como punto de partida la experiencia de los sentidos» [49]. Principios teológicos y físicos, inducción y deducción, la veneración incondicional de los hechos y una fuerte tendencia al conocimiento apriorístico, especulaciones teológicas y matemáticas, concepciones platónicas y aristotélicas, todo ello se entrecruza y enmaraña en su mente. Su actitud religiosa fundamental queda patente en los himnos de alabanza y gloria a Dios con que cierra el sucinto volumen [50].

      Hay una idea en el libro que tiene especial importancia para el desarrollo posterior de la astronomía. Así, cuando Kepler se pregunta por las causas del movimiento planetario, emprende una senda completamente nueva. Ya aquí busca una relación entre el tiempo que tardan los planetas en recorrer sus órbitas y sus distancias al Sol. Bien es verdad que tuvo que esperar aún un cuarto de siglo para dar con la ley correcta, pero el hecho de que se planteara esta cuestión desde la juventud evidencia su genialidad. No es menos relevante la hipótesis que lo llevó a esa búsqueda, la idea innovadora de que existe un foco de fuerza en el Sol que impulsa el movimiento de los planetas y que se vuelve tanto más débil cuanto más lejos se encuentren estos de la fuente de emisión. En el libro habla en concreto de un «anima motrix», un alma motriz [51]; y en una carta de la misma época ya utiliza la palabra «vigor» [52], fuerza. Esta idea contiene en sí misma la primera simiente de la mecánica celeste. Más adelante veremos cómo germinó esta semilla en el espíritu de Kepler.

      En un principio el investigador insaciable tuvo la intención de demostrar en un capítulo introductorio la compatibilidad de la concepción copernicana con la Biblia. Pero por requerimiento del claustro de Tubinga se vio obligado a omitir ese apartado. Las letras cordiales que le envió Matthias Hafenreffer, el rector, haciendo referencia a esa cuestión ilustran el ambiente intelectual de aquellos días: «Fraternalmente os exhorto a que no defendáis ni sostengáis públicamente tal compatibilidad; porque muchos justos se escandalizarían, no sin razón, y todo vuestro trabajo podría quedar prohibido o bien dañado con la grave inculpación de suscitar escisiones. Porque no dudo que en caso de que semejante parecer fuera defendido y sostenido, hallaría opositores y entre ellos también habría algunos bien pertrechados. Por tanto, si escucháis mi fraterno consejo, tal como confío, en la exposición de vuestras conjeturas debéis actuar como un mero matemático que no tiene que preocuparse de si esas teorías concuerdan o no con las cosas creadas. Porque opino que un matemático alcanza su objetivo cuando establece hipótesis que se corresponden al máximo con las apariencias; pienso que hasta vos mismo os retractaríais si alguien pudiera formular otras mejores. En modo alguno sucede que la realidad concuerde de inmediato con las hipótesis emitidas por cada maestro. No deseo hurgar en las causas irrefutadas que podría extraer de las Santas Escrituras, porque, en mi opinión, no se trata de entablar aquí disputaciones eruditas, sino de emitir consejos fraternos. Si los seguís, como firmemente confío, y si os contentáis con el papel de mero matemático, no dudo en absoluto que vuestras ideas procurarán gran deleite a muchos, como en efecto hacen conmigo. Pero si, por el contrario, quisierais sacar a la luz y sostener públicamente la compatibilidad de tal doctrina con la Biblia, cosa que Dios, el todopoderoso de bondad infinita, prefiere evitar, entonces témome en verdad que esta cuestión conlleve disensiones y medidas extremas. En tal caso solo podría desearme a mí mismo no haber conocido jamás vuestras ideas, excelentes y notables desde un punto de vista matemático. Además, dentro de la Iglesia de Cristo ya existe más pendencia de la que los débiles alcanzan a soportar» [53]. Kepler consintió, para gran satisfacción de Hafenreffer, pero no renunció a su enfoque. Su respuesta está contenida en una carta dirigida a Mästlin en la que manifiesta: «Toda la astronomía no tiene tanto valor como para incomodar a uno solo de los pequeños que siguen a Cristo. Pero como la mayoría de los estudiosos tampoco es capaz de ascender hasta la elevada concepción de Copérnico, entonces imitaremos a los pitagóricos también en sus costumbres. Cuando alguien nos pregunte en privado por nuestro parecer, expondremos con claridad nuestras ideas. En público, en cambio, guardaremos

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