Johannes Kepler. Max Caspar

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Johannes Kepler - Max Caspar Biografías

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injustificados. Porque aun cuando buena parte de los principios de este arte árabe viene a traducirse en nada, no es ninguna nada todo lo que forma parte de los secretos de la naturaleza y, por tanto, no debe desecharse junto a naderías. Debemos, más bien, apartar las piedras preciosas del estiércol, debemos honrar la gloria de Dios tomando como finalidad la contemplación de la naturaleza; a través del ejemplo propio, el hombre debe instigar a otros y aspirar a eliminar las tinieblas del desconocimiento e iluminar con la claridad del día todo aquello que en alguna ocasión pueda resultar especialmente útil al género humano» [17]. Ya desde sus comienzos como calendarista, Kepler desaconseja encarecidamente dejarse llevar por los vaticinios astrológicos, en especial para las resoluciones y las decisiones políticas. A tal efecto, al final de su almanaque astrológico del año 1598 dice a los hombres en guerra: «El cielo no puede perjudicar en gran medida al más fuerte de dos contrincantes, ni favorecer en mucho al más débil. Aquel que se refuerza con buenos consejos, con el pueblo, con armas, con gallardía, ese es el que también pone el cielo de su parte y, si este le es hostil, lo vence como a cualquier otra adversidad» [18]. Kepler expresa con las palabras que siguen la intención moral que perseguía: «Utilizamos los deseos confusos y dañinos de las masas para instilarles las advertencias adecuadas (a modo de panacea) encubiertas en forma de pronósticos, advertencias que contribuyen a eliminar ese mal y que apenas podríamos presentar de otro modo» [19]. Por tanto, en la elaboración de almanaques astrológicos vemos a Kepler nadando constantemente entre dos aguas. Realiza predicciones porque no le disgusta jugar con los principios de la astrología, pero añade al punto que no hay que confiar en los vaticinios. Predica y se mofa. Escribe almanaques por obligación. Pero tampoco los escribe con desgana porque con ellos tiene ocasión de trasmitir su opinión a la gente que no lee sus escritos latinos y que no entiende nada sobre ciencia. Los escribe porque disfruta escribiendo, aunque a veces se rebele contra esta pesada servidumbre. Los escribe, y no es el menor de los motivos, para ganarse la vida. Sin lugar a dudas, nunca se sintió bien del todo escribiendo almanaques; le preocupa su crédito científico entre los entendidos. Al presentarle a Mästlin el almanaque del año 1598, escribe al respecto: «Mucho de lo que contiene debe disculparse deliberadamente o perjudicaría mi reputación entre ustedes. La cuestión es la siguiente: no escribo para la gran mayoría ni tampoco para gente instruida, sino para nobles y prelados que pretenden conocer cosas que no comprenden. No se distribuirán más de cuatrocientos o seiscientos ejemplares y ninguno pasará las fronteras de estos territorios. En todas las predicciones procuro dispensar a mi círculo de lectores, arriba mencionado, un disfrute gozoso de la inmensidad de la naturaleza mediante frases que se me ocurren de pronto y me parecen ciertas con la esperanza de que quizá se sientan animados por ellas a subirme el sueldo» [20].

      De hecho, por la presentación de su primer almanaque, Kepler recibió un sobresueldo de veinte florines por parte de las autoridades [21]. Había acertado bastante bien en los pronósticos. Tal como se desprende de sus cartas, había anunciado un frío terrible e incursiones turcas. Ambas cosas sucedieron [22]. Al parecer murieron numerosos vaqueros por causa del frío en las montañas; muchos perdieron las narices tras sonarse al llegar a casa; y parece que los turcos saquearon toda la región al sur de Viena. Este éxito centró las miradas en el joven matemático territorial y pronto le proporcionó tanto prestigio en la región que muchos señores lo requirieron para consultas astrológicas y cartas natales. Kepler complacía las numerosas peticiones que recibía porque con ellas tenía oportunidad de incrementar sus modestos ingresos.

      Pero todos aquellos éxitos fáciles no podían satisfacer un espíritu como el de Kepler. Su cupiditas speculandi apuntaba más arriba [23], sobrevoló la vastedad del mundo y se adentró en las profundidades hasta alcanzar los límites impuestos a los mortales. Como él dice, ya en Tubinga había abarcado la filosofía como un todo con un apetito voraz, tan pronto tuvo edad para saborear su dulzor. Ahora sus pensamientos se arremolinaban sobre todo alrededor de los grandes interrogantes eternos que las maravillas del firmamento y su belleza misteriosa habían planteado al ser humano desde tiempos inmemoriales. El motivo no radicó tan solo en la asignatura que debía impartir. Su intelecto en proceso de maduración y de búsqueda, se encomendó a la materia que le era apropiada, aquella que le permitiría desplegar sus mejores facultades y la que estaba destinado a desarrollar de un modo tan grandioso que, después de él, la astronomía adquirió una forma completamente distinta a la que tenía antes de su intervención.

      La concepción copernicana del mundo, en la que ya lo habían introducido durante la etapa de estudiante, se presentó ante su vista con una insistencia creciente. Cuanto más la contemplaba, cuanto más profundizaba en sus detalles, más clara, más perfecta, más convincente le parecía, más se avivaba el entusiasmo que había prendido en él hacía tiempo. Comprendió que la de Copérnico distaba mucho de ser la última palabra, que ahí yacía «un tesoro aún sin agotar de verdaderos conocimientos divinos sobre la ordenación magnífica de todo el orbe y todos los cuerpos» [24]. El Sol se ubicó en el centro del mundo. Era el corazón del mundo, el rey alrededor del cual desfilaba, a un ritmo eternamente constante, el séquito de las seis estrellas errantes, Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno. La nueva enseñanza ofrecía una ventaja muy especial frente a las teorías previas porque por primera vez permitía calcular las distancias relativas de los planetas al Sol a partir de las observaciones. ¿Acaso no habían intuido ya los griegos por métodos especulativos, porque carecían de este conocimiento, una armonía en esas distancias, una armonía que ahora podría demostrarse con hechos? ¿No debían existir relaciones estructurales e interdependencias entre todos los valores numéricos que proporcionaba la teoría de Copérnico? ¿Podía deberse el bello orden a la casualidad? ¿Es que la corte del Sol no requería un ceremonial acompasado?

      Había llegado el momento de que los pensamientos que pululaban por la cabeza de Kepler adquirieran una forma determinada y se concentraran en un objetivo relacionado, consciente o inconscientemente, con todo lo que había oído o leído acerca de Pitágoras y Platón, san Agustín, Nicolás de Cusa [25] y muchas otras figuras del pasado, pero también con todo lo que la doctrina cristiana le había inculcado acerca de Dios, el mundo y el lugar del ser humano respecto de ambos. Ya desde la primera mitad del año 1595 lo vemos dedicándose con gran celo a los nuevos interrogantes que se vio obligado a plantear a la naturaleza.

      ¿Qué es el mundo?, se pregunta. ¿Por qué hay precisamente seis planetas? [26] ¿Por qué sus distancias al Sol son las que son, y no otras? ¿Por qué se desplazan con mayor lentitud cuanto más lejos se encuentran del Sol? Con estas atrevidas preguntas sobre las causas del número, el tamaño y el movimiento de las órbitas celestes, el joven buscador de la verdad se aproximó a la concepción copernicana del universo. Si Copérnico había determinado en cierto modo los límites del universo, Kepler buscaba ahora los fundamentos físicos y metafísicos que permitieran revelar esos confines como parte del proyecto del Creador, el cual en su sabiduría y bondad solo podía engendrar el más bello de los mundos. Según su argumento principal, nada en el mundo fue creado al azar por Dios, y su intención consiste en descubrir nada menos que ese proyecto de creación, en reflexionar sobre los pensamientos de Dios convencido de que «cual arquitecto humano, Dios acometió la fundación del mundo siguiendo un orden y unas reglas, y lo midió todo de tal modo que cabría pensar que la arquitectura no copia la naturaleza más de lo que el mismo Dios copió las construcciones de los seres humanos que aún estaban por llegar» [27]. Estas cuestiones conforman la raíz de la obra astronómica que Kepler desarrolló a lo largo de su vida, al tiempo que evidencian su mentalidad en relación con cada una de ellas por separado.

      Buscó la respuesta a sus preguntas sobre geometría en la estructura del espacio. Como las figuras geométricas se basan en la divinidad, es en ellas, pues, donde hay que buscar los números y los tamaños que aparecen en el mundo visible. Todo está ordenado de acuerdo a medidas y cantidades. El mundo se creó a partir de las reglas que rigen las cantidades geométricas. Por eso Dios también concedió a los hombres una inteligencia capaz de reconocer esas pautas. Porque «así como el ojo fue creado para los colores o el oído para los tonos, la inteligencia humana no fue creada para entender cualquier asunto corriente,

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