Johannes Kepler. Max Caspar

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Johannes Kepler - Max Caspar Biografías

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querríamos probarlo durante uno o dos meses antes de concederle emolumento fijo» [5].

      Con su vitalidad joven y fresca no tardó en sentirse a gusto en la nueva situación, aunque en un principio no la encontrara acogedora. Sus pensamientos se detenían a menudo allá en la patria, donde lo incentivaban el contacto con compañeros que compartían sus aspiraciones y los profesores de una universidad prestigiosa y archiconocida. En Graz estableció contactos más estrechos. Como el trabajo incluía además la tarea de ejercer como matemático territorial y calendarista, accedió a círculos más amplios que su reducido entorno, sobre todo al de la nobleza, donde existía gran interés por las profecías astrológicas. Sin duda, allí no pudo encontrar entendimiento hacia sus indagaciones científicas porque, como sostiene un amigo suyo, Koloman Zehentmair, secretario de un tal barón Herberstein, los nobles eran de una ignorancia crasa en todo y exponían su parecer con brutalidad; odiaban las ciencias, y de nadie se ocupaban menos que de los sabios y corifeos de la ciencia [6]. La naturaleza dócil de Kepler, su trato amable y su riqueza de pensamiento le granjearon simpatías y atenciones, de modo que muchos celebraban su compañía. Según cuenta él mismo, su descuido a la hora de hablar, que a veces aireaba las debilidades de los demás, le hizo pasar apuros; como aquella vez que expulsaron del centro donde cursaba sus estudios en Tubinga al descastado hijo del pastor Zimmermann y Kepler le dijo a este en la cara que la culpa era de la madre por haber malcriado al niño [7]. Al principio se sintió casi en el exilio, así que al cabo de un año ya empezó a pensar en regresar a Tubinga.

      La asignatura que Kepler impartía en la escuela no despertaba entusiasmo entre los hijos de los nobles y de los ciudadanos. Durante el primer año tuvo unos pocos oyentes, y en el segundo, ni uno. Los inspectores eran lo bastante anchos de miras como para no atribuir el problema al profesor, «porque el mathematicum studium no es una materia para cualquiera». Como alternativa, y con el consentimiento del rector, le asignaron la enseñanza de aritmética, Virgilio y retórica en seis horas de los cursos superiores, tareas «que también desempeña con obediencia, hasta que aparezca mayor oportunidad para aprovechar sus conocimientos de mathematicis publice» [8]. Parece que más tarde volvieron a asignarle la enseñanza de otras materias. En cualquier caso, en la carta de recomendación que le dieron al final de su periodo de docencia en Graz consta que «junto a la enseñanza de las matemáticas que le estaba asignada de ordinario, también impartió historia y ética con una diligencia constante y una destreza magnífica» [9]. Kepler se había llevado muy bien con Papius, el primer rector, tanto que desde entonces mantuvieron un amistoso intercambio epistolar que se prolongó durante muchos años [10]. En cambio, con Johannes Regius, sucesor de aquel, enseguida surgieron diferencias desde que el rector reprochó al profesor de matemáticas que no lo respetara lo suficiente como superior y que desestimara sus disposiciones [11]. Kepler comenta que por esos motivos el rector fue increíblemente reacio a su persona [12]. Con todo, la valoración que los inspectores expusieron a los delegados al final del segundo año sobre la labor docente de Kepler es muy favorable. Ha «destacado de tal modo, primero como orador (perorando), luego como docente (docendo) y finalmente también como disputador (disputando), que no podemos juzgar otra cosa, sino que es, a su corta edad, un maestro y profesor instruido y, en cuanto a modos (in moribus), discreto y correcto aquí en esta Ilustre Escuela Territorial» [13].

      Rara vez ocurre que un estudioso rico en ideas, o un genio creativo resulte ser al mismo tiempo un buen profesor. Kepler no fue una excepción. Si congregaba a pocos oyentes se debía en parte a él mismo. Esperaba demasiado de sus alumnos y creía poder atribuirles la misma apertura intelectual y capacidad receptiva, el mismo entusiasmo por su asignatura y la misma devoción por la búsqueda de la verdad que lo movían a él. En una caracterización profunda que Kepler redactó de sí mismo hacia 1597, menciona atributos que también arrojan luz sobre su labor docente. Habla ahí de su poderosa «cupiditas speculandi» [14],2 de su apetito filosófico que se abalanza sobre todo y siempre saca algo nuevo, que se agolpa y le arrebata la calma necesaria para meditar una idea hasta el final. Siempre se le ocurría algo que decir antes de poder valorar hasta qué punto era bueno. De modo que hablaba a toda prisa. Mientras hablaba o escribía se le ocurrían otras palabras, otros temas, otras formas de expresión y argumentaciones, el dilema de si alterar el objeto de su declamación o incluso pasar por alto lo que estuviera diciendo. Tenía una imaginación y una memoria asombrosas cuando se trataba de concatenaciones de ideas en las que una llevaba a otra y, sin embargo, no le resultaba nada fácil recordar algo que hubiera escuchado o leído. Ahí estaba el origen de los abundantes paréntesis de su discurso. Como todos los temas relacionados entre sí irrumpían enérgicos en su mente y, por tanto, se le ocurría todo de golpe, se empeñaba en decirlo todo a la vez. De ahí que su discurso fuera extenuante o, en cualquier caso, confuso y poco comprensible. Además, su labor profesional no detuvo sus apasionadas ansias de conocimiento. De hecho, llegó a desatender tanto su honorable profesión por desviarse hacia donde lo guiaba el espíritu, que se habría ganado recriminaciones de no ser por su capacidad para improvisar cualquier tema recurriendo a conocimientos previos. Así, cuando pensaba en su trabajo era solo con estas limitaciones. Porque nunca eludía nada sobre lo que pudiera arrojar sus ansias de saber, su celo, su deseo de abarcar precisamente lo difícil. Al explicar las miles de cosas que se le ocurrían de una sola vez (limitar el tiempo habría sido imposible en esos casos), prefería descuidar la puntualidad en sus clases a acotar su discurso. Un profesor de este tipo solo encaja con alumnos notables, y estos suelen escasear. Sin duda, el mayor provecho de su labor docente lo extrajo el mismo Kepler, ya que de ella recibió toda suerte de estímulos relacionados con su asignatura, y la enseñanza lo obligó a expresar sus ideas con palabras.

      Pocos meses después de su llegada, el joven matemático territorial publicó su primer almanaque, el del año 1595 [15]. Este fue seguido de otros cinco en años posteriores de su estancia en Graz. Por desgracia solo se han conservado un par de ejemplares correspondientes a los años 1598 y 1599 [16]. Todos los demás se han perdido. En aquella época de creencia en el influjo de los astros, los almanaques desempeñaban una función distinta a la de hoy. Tanto en los estratos más elevados como en los más deprimidos de la sociedad imperaba la creencia de que el movimiento de los astros permitía predecir acontecimientos futuros. En consecuencia, de los calendaristas, que por cierto había muchos, se esperaban pronósticos meteorológicos y relacionados con las cosechas, información sobre batallas y peligros de epidemias, o sobre sucesos políticos y religiosos. La gente deseaba saber qué días serían propicios para sembrar y recolectar, para practicarse una sangría, cuándo tendrían que enfrentarse al granizo o a la tormenta, al frío o al calor, a la enfermedad o al hambre. No es este el momento de indagar en la actitud de Kepler ante la astrología, volveremos a ello más adelante. Por ahora nos limitaremos a decir que rechazaba por completo los principios y predicciones al uso, considerándolos supersticiones monstruosas, un «sortílego juego de monos», pero, por otra parte, se mantenía firme en el convencimiento de que los astros influyen en el devenir terreno y en el destino de la humanidad, una idea que no se puede desligar de su concepción de la naturaleza. La interpretación que dio a su trabajo como calendarista queda clara en sus propias palabras: «Quien tiene por oficio escribir pronósticos debe tener en cuenta sobre todo dos puntos de vista habituales que se oponen entre sí, y debe cuidarse de dos tendencias del ánimo que se corresponden con una actitud mezquina y despreciable, a saber, la búsqueda de fama y el miedo. Una actitud interesada se revela cuando la curiosidad de las masas es grande y, por complacer a esa multitud y por meras ansias de celebridad, se cuentan cosas que no se encuentran en la naturaleza, o se vaticinan verdaderos prodigios de la naturaleza sin entrar en sus causas más profundas. Por otra parte, están quienes sostienen que no conviene a los hombres serios ni a los filósofos arriesgar la fama de su talento y su prestigio con una materia que se ensucia cada año con tantas adivinaciones ridículas y hueras, ni tampoco los favorece encender la curiosidad de la gente ni las supersticiones de las mentes necias proporcionándoles, por así decirlo, una yesca. Debo reconocer que esta recriminación goza de cierta legitimidad y que es suficiente para apartar a un hombre honrado de semejantes escritos en caso de carecer de razones más serias. En cambio, si para su cometido dispone de motivos que personas de

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