Johannes Kepler. Max Caspar

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Johannes Kepler - Max Caspar Biografías

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que más tarde fueron adoptados universalmente por los teólogos [55].

      De modo que la obra con la que Kepler accedió al ámbito científico estaba terminada. (Sin duda se trató de un lamentable error que su nombre «Keplerus» apareciera equivocado como «Repleus» en el catálogo de la feria de Frankfurt, donde se anunció el libro en la primavera de 1597 [56].) Kepler envió el volumen a diferentes estudiosos y les pidió opinión. Las valoraciones que se conservan en cartas dirigidas a Kepler o en otros documentos relacionados con ellas, en parte lo aprueban, en parte lo desestiman y en parte consisten en reservas críticas. Esas declaraciones evidencian las hondas discrepancias que existían entre las distintas tendencias científicas y filosóficas en aquel tiempo de gran inestabilidad espiritual y política. Ya se ha comentado que Mästlin, uno de los críticos más capaces de su tiempo, se mostró totalmente conforme. Por el contrario, Johannes Prätorius, catedrático de Altdorf, expresó su absoluto disentimiento [57]. No podría partir de esos sofismas para emprender nada. En su opinión tales argumentos corresponden más bien a la física, no a la astronomía, la cual, por ser una ciencia experimental, no podría encontrar ningún provecho en semejantes especulaciones. Las distancias de los planetas debían inferirse a partir de la observación; nada significaba que mantuvieran además cierta concordancia con las proporciones de los sólidos regulares. Georg Limnäus, catedrático de Jena, dio una opinión completamente opuesta [58]. Se muestra maravillado de que al fin alguien haya recuperado el digno método platónico tradicional de filosofar. Toda la comunidad de científicos debería congratularse por esta obra. A Kepler le habría gustado conocer también la opinión de Galileo, que era siete años mayor que él y entonces se encontraba en Padua. Galileo había destacado ya con obras sobre física, pero aún no tenía ningún peso como astrónomo. Le envió su libro. A vuelta de correo, Galileo entregó al mensajero algunas líneas de cortesía como respuesta [59]; en tan corto espacio de tiempo no había podido leer nada más que el prólogo del libro, pero estaba impaciente por adentrarse en la lectura que prometía tanta beldad. Kepler no quedó satisfecho con esa respuesta, de modo que en un escrito cordial y sincero invita a Galileo a conversar abiertamente acerca de la concepción copernicana («confide, Galilaee, et progredere»)6 y reitera impaciente su exhortación a que emita un juicio sobre el volumen. «Podéis creerme, prefiero la crítica, aun cuando fuera mordaz, de un solo hombre de entendimiento a la aprobación irreflexiva de la gran masa» [60]. Galileo guardó silencio. Un amigo informó a Kepler un par de años después (queda en tela de juicio si era cierto o no) que Galileo se había atribuido a sí mismo algunas ideas del libro [61].

      Mucho más importante, en cambio, para la vida y la obra de Kepler, y de una trascendencia mucho más decisiva para el desarrollo ulterior de la astronomía, fue la relación que entabló con Tycho Brahe a raíz de la presentación de su libro. Tycho, que entonces contaba cincuenta años, era considerado con toda justicia el astrónomo más destacado de la época. Él sabía que las divergencias que continuaban existiendo entre teoría y realidad desde Tolomeo hasta incluso después de Copérnico, no podrían eliminarse si no se fijaban los datos empíricos con la máxima fidelidad y de una vez por todas. Durante décadas de trabajo laborioso había perfeccionado el arte de la observación astronómica de un modo inconcebible hasta entonces. Sobre una base amplia apoyada en la colaboración de numerosos asistentes y en sus excelentes instrumentos, Brahe había reunido un valiosísimo tesoro de observaciones. El observatorio astronómico de Uraniborg, construido por el genial observador y organizador en la isla danesa de Hven,7 representaba el centro intelectual de la investigación astronómica por tratarse del observatorio más importante y significativo a comienzos de la edad moderna. Tras veinte años de actividad, Tycho se había visto obligado a abandonar aquel lugar de trabajo debido a ciertos conflictos, y había encontrado refugio en Alemania, cuando indirectamente llegó a sus manos el libro de Kepler acompañado de una carta introductoria [62] del propio autor. Su amplia experiencia captó enseguida que tras el joven investigador se escondía cierto talento y, como acostumbraba a apoyarse en colaboradores jóvenes, pensó de inmediato en ganarlo para sí. Le envió una carta extensa con una valoración cuidadosamente equilibrada entre el reconocimiento y la crítica, sobre el Misterio del universo [63]. El libro le había gustado como pocos. Consideraba muy aguda y brillante la hipótesis de relacionar las distancias y las órbitas de los planetas con las propiedades simétricas de los sólidos regulares. Buena parte de aquello parecía encajar bastante bien, pero no era fácil afirmar que se pudiera estar de acuerdo con todo. Determinados detalles le planteaban dudas, si bien la diligencia, el exquisito discernimiento y la sagacidad merecían sus elogios. Algo más crítica y trasparente es la opinión que Brahe comunicó en aquellas mismas fechas a Mästlin por medio de otra carta: «Si el perfeccionamiento de la astronomía se lograra antes a priori con ayuda de las correspondencias de esos sólidos regulares, que, recurriendo a hechos observacionales conocidos a posteriori, entonces sin duda alguna habrá que esperar mucho tiempo, cuando no toda la eternidad y en vano, hasta que alguien sea capaz de conseguirlo» [64]. El reservado comedimiento del maestro no convenció del todo a Kepler, pero sirvió para tender un puente entre ambos. Como Tycho Brahe invitó al prometedor neófito a visitarlo, este se encontró con una perspectiva para el futuro inmediato que, como él mismo confiaba con buena base, le podría reportar ventajas en varios sentidos.

      De modo que Kepler se había hecho de golpe con un nombre en todos los círculos que amaban la ciencia de las estrellas. El primer paso alentador estaba dado. Como ocurre con muchos hombres de genio, también a él se le ocurrió la gran concepción que decidiría su vida a una edad temprana. No es exagerado que con una mirada retrospectiva Kepler afirmara a los cincuenta años: «El sentido de toda mi vida, de mis estudios y de mi obra tienen su origen en este librito» [65]. «Porque casi todos los libros de astronomía que he publicado desde entonces guardaron relación con cualquiera de los capítulos principales de este pequeño libro, y constituyen ampliaciones de sus fundamentos o refinamientos de los mismos. Y no ha ocurrido así porque me haya dejado llevar por el amor a mis descubrimientos (dista mucho de mí semejante disparate), sino porque las propias cosas y las observaciones fiabilísimas de Tycho Brahe me han enseñado que para perfeccionar la astronomía, para garantizar los cálculos, para edificar la parte metafísica de la astronomía y de la física celeste, no hay más camino que el que yo esbocé en ese librito, bien de manera explícita o, cuando menos, mediante una exposición apocada de mis ideas, puesto que aún carecía de un conocimiento más profundo» [66]. Asimismo, se entiende que en ocasiones se elogie a sí mismo en un arrebato de orgullo absolutamente contrario a su costumbre: «El éxito que ha tenido mi libro en los años subsiguientes atestigua a voces que jamás ha habido nadie con una primera obra tan admirable, tan prometedora y tan valiosa para la materia que trata» [67].

      El título presenta el libro como un Prodromus, un preludio de una serie de tratados cosmográficos. Kepler tenía toda suerte de planes adicionales, aunque solo planes, en la cabeza. Pero en primer lugar debía consumar otro proyecto importante para el corazón, su matrimonio. Se ha mencionado más arriba que ya en diciembre de 1595 le habían presentado [68] a una mujer muy apropiada para él. Kepler se enamoró enseguida. Se trataba de Barbara, la hija primogénita de Jobst Müller «zu Gössendorf», como él firmaba, propietario acaudalado de un molino instalado en la hacienda Mühleck sita en la comarca de Gössendorf, a dos horas de camino al sur de Graz. Tenía veintitrés años de edad, era hermosa y rolliza, como ilustra un retrato de medallón [69] que se ha conservado y en la actualidad pertenece al observatorio de Pulkovo, cercano a Leningrado.8 A pesar de su juventud ya había estado casada en dos ocasiones, y pocos meses antes había enviudado por segunda vez. Con dieciséis años había contraído matrimonio en Graz con el influyente ebanista áulico Wolf Lorenz, a quien brindó una hijita, Regina. Al morir este a los dos años escasos de matrimonio, Barbara no tardó en conceder de nuevo su mano a un hombre que, al igual que Lorenz, había pasado ya la juventud. Era Marx Müller, un respetable tesorero o escribano de Estiria. A pesar de la posición elevada que alcanzó ostentando cargos al servicio de esa región, la pareja no fue feliz. Él era enfermizo, trajo consigo chiquillos de un matrimonio anterior cuya mala educación resultaba notoria y, según ciertos informes, cometió algunas irregularidades

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